jueves, 31 de octubre de 2019

Cambio constitucional y medidas sociales urgentes para salir de la crisis


La acción política debe producir resultados para los sectores sociales que se quiere representar y los proyectos de sociedad que se quiere defender, antes que remitirse a emociones justificables pero con baja probabilidad de modificar el orden existente. Los que creemos en la acción política transformadora y de izquierda por cauces democráticos debemos realizar algunas distinciones.

Siempre en un primer nivel debe estar la defensa por principio y en toda circunstancia de los derechos humanos. Por eso perseguir la responsabilidad judicial en las violaciones de los derechos humanos de estos días es indispensable.

Y también se debe perseguir la responsabilidad política, en particular la de quien estaba a cargo del orden público, el ex ministro del Interior Andrés Chadwick. Una acusación constitucional es el camino, tal como se anuncia.

En segundo lugar, debe estar la búsqueda permanente de la traducción pendiente de los derechos democráticos fundamentales en el plano constitucional. Esto solo puede provenir de una asamblea constituyente que redacte una nueva Constitución. Debe elegirse a la brevedad y plantearse como una exigencia irrenunciable al gobierno de derecha como factor crucial de la salida a la crisis social y política actual.

No asumirlo, como demuestra ser hasta aquí la actitud de un gobierno a la deriva que ha anunciado de manera fallida un paquete social menor y un cambio de gabinete irrelevante, es simplemente prolongar la crisis o bien preparar nuevos estallidos sociales.

En tercer lugar, está la defensa de los avances en las condiciones de vida de las mayorías y de los grupos sociales de menores ingresos en la sociedad eminentemente desigual en la que vivimos. El horizonte de la transformación hacia una sociedad equitativa y sostenible es nuestra razón de ser. Esto está sujeto a restricciones de mayorías políticas en el parlamento y de recursos presupuestarios.

La clave de la acción política transformadora es buscar siempre crear las condiciones para que los avances se produzcan, incluso cuando se está en la oposición, apoyando la movilización social y articulando mayorías parlamentarias, una y otra vez, aunque se fracase coyunturalmente.

En este caso, se debe plantear un aumento sustancial de la pensión básica solidaria, llevándola a 200 mil pesos de inmediato, un ingreso mínimo de 500 mil pesos en un año y avanzar en cinco años a las 40 horas, junto a fijar precios de los medicamentos, fortalecer los presupuestos de la salud primaria y de los hospitales públicos y disminuir las tarifas del agua potable, electricidad y transporte, fijando rentabilidades máximas de 5% para todo operador de servicios básicos. Este es un terreno en el que las soluciones planteadas, que tienen un costo, tienen que ser justas y sostenibles. Por ello, es indispensable que la mayoría opositora obligue al gobierno a renunciar a mantener privatizada la seguridad social, a retirar la reintegración tributaria a los más ricos por 800 millones de dólares, a establecer una tasa de 50% en el impuesto global complementario (como existió en Chile hasta 1993) a los ingresos sobre 10 millones de pesos mensuales y avanzar a un impuesto al patrimonio sobre las personas que pertenezcan al 1% de mayor riqueza.

Lo que está en juego es empezar a revertir la gigantesca concentración del ingreso acumulada en Chile en las últimas décadas. Además se debe recuperar el control nacional sobre la renta de los recursos naturales, expandiendo el sector público cuprífero y creando una empresa nacional del litio, además de aumentar sustancialmente las regalías mineras.

En cuarto lugar, están las aspiraciones legítimas pero que tienen o bien una baja probabilidad de avanzar o una racionalidad discutible. Esto siempre es un tema de apreciación y por tanto eminentemente debatible para todo actor político y social.

La emocionalidad debe ser parte de los procesos de deliberación de este tipo, pero a la larga no debe ponerse en el centro de la acción política.

A todos nos gustaría que la derecha dejara el poder mañana en la mañana, pero eso solo sería posible con una insurrección que tendría un costo altísimo en vidas humanas, con una muy baja probabilidad de éxito y con la instauración de quizás qué régimen político, o bien con una acusación constitucional que requiere dos tercios del Senado, lo que hoy no existe.

Lo mismo puede decirse de una reforma constitucional para la convocatoria a elecciones presidenciales y parlamentarias adelantadas, que tampoco contaría con las mayorías suficientes.

La exigencia de avanzar a un calendario concreto de elaboración de una nueva Constitución y tomar medidas sociales de envergadura en lo inmediato es lo que parece debiera mantenerse en el centro de la acción política de estos días.

domingo, 27 de octubre de 2019

La desobediencia civil es necesaria


En El Mostrador

Si se define la desobediencia civil como el acto de desacatar una norma de la que se tiene obligación de cumplimiento, entonces es hoy indispensable practicarla en la situación chilena actual frente al Estado de emergencia que cercena nuestras libertades y da cobertura a una represión ilegal inaceptable.


Todo el problema político y social que asola a nuestro país es fruto de las secuelas de la dictadura y de la recuperación inconclusa de una democracia en forma en los años posteriores. Las clases privilegiadas lograron mantener hasta hoy su diseño de un sistema institucional destinado a que no se exprese la soberanía popular ni el principio de mayoría en las decisiones públicas. Se terminó consagrando en Chile el poder de veto sobre la sociedad de las minorías económicamente privilegiadas que retomaron el poder a través de un golpe de Estado en 1973. Solo se vieron obligadas a entregar el poder en 1990 por la desobediencia civil y social creciente expresada en las protestas y por el desborde exitoso logrado por las fuerzas democráticas en el plebiscito de 1988. Los militares poco a poco decidieron no seguir acompañando irrestrictamente a las clases privilegiadas en la mantención de sus intereses al observar que su rol de defensa nacional podía estar en riesgo en algún momento del futuro próximo. Pero a larga, hasta aquí, ha sido derrotado el intento de consagración de la democracia plena que estuvo en la base del acuerdo político inicial de las fuerzas que gobernaron desde 1990. El problema se remonta a que Jarpa y Allamand no respetaron sus compromisos con Patricio Aylwin en 1989 sobre realizar, una vez elegido el primer parlamento, las reformas políticas que restablecieran el principio de mayoría (esto está ampliamente documentado, por ejemplo en el libro de Carlos Andrade Geywitz, disponible en memoriachilena.gob.cl), argumento a partir del cual el entonces presidente del PDC convenció al resto de fuerzas de la Concertación de aceptar el pacto de transición inicial (que dicho sea de paso es totalmente público) para dar lugar a la elección de 1989. 

La democracia terminó por no funcionar, aunque se lograron avances importantes en crecimiento, en derechos humanos, en terminar con los senadores designados y, más recientemente, con el sistema binominal. Pero ahí sigue el éxito de la derecha y la debilidad del centro y la izquierda institucional en la mantención de los quorum supramayoritarios de formación de la ley y de reforma a la constitución y un tribunal constitucional militantemente contrario a la voluntad popular en todo lo que aumente derechos sociales o el rol del Estado en la economía. Los mea culpa no deben impedir recalcar una realidad básica: es la conducta sistemáticamente antidemocrática de la derecha la que terminó finalmente desacreditando a los representantes políticos en su conjunto a los ojos de la mayoría social, que acumuló frustraciones y la percepción de que un acuerdo de élites dominaba el país sin que el pueblo tuviera nada que decir. Hoy la derecha está pagando las consecuencias de su conducta pertinaz, aunque demuestra escasa capacidad de asumir esta realidad. 

La estructura institucional que anuló la soberanía popular y el principio de mayoría es la que ha permitido que se impida la puesta en práctica de políticas que muy probablemente son mayoritarias en la sociedad. Parte del problema es que justamente no sabemos exactamente si lo son o no porque la arquitectura de decisiones públicas prevaleciente no permite averiguarlo, provocan una mayor irritación pou¡pular, si cabe, frente a la falta de resolución democrática de sus demandas. Así, las clases privilegiadas han impedido el control público de los recursos naturales y de las rentas que generan, la negociación colectiva efectiva de las condiciones de trabajo en las empresas, terminar con el sistema de salud dual para ricos y pobres, terminar con las barreras a la igualdad de oportunidades en la educación o con un sistema de jubilaciones con altísimas utilidades de los operadores privados y con pensionados quebrados. Los poderes monopólicos se adueñaron de la economía y han consagrado una gigantesca concentración de la riqueza y los ingresos. 

Soy de los que propició, y volvería a hacerlo, la desobediencia civil y una salida pactada a la dictadura, lo que requería compromisos necesariamente muy debatibles en 1989. Para muchos de nosotros se trataba de una etapa eminentemente transitoria, que debía evolucionar a la brevedad hacia la democracia plena y el establecimiento de un Estado democrático y social de derecho al servicio de las mayorías populares. 

Muchos apostamos a lo largo del tiempo a lograr un desborde democrático progresivo frente a este bloqueo institucional planteado por la derecha y su soporte, el gran empresariado, mediante las sucesivas elecciones de autoridades validadas por el voto ciudadano. Pero la falta de resultados económico-sociales generó el desgaste ante una ciudadanía que decidió abstenerse crecientemente desde 1997 de participar en las elecciones. Y provocó el alejamiento de muchos al observar que la Concertación no parecía ya comprometida con los cambios que prometió en sus luchas de 1988 y su programa de 1989. Al cabo de 20 años, afloraron además los acomodos frente al poder, diversas corrupciones y corruptelas, la aceptación del financiamiento de las campañas por el gran empresariado y su resultado principal, la captura del poder de representación por el poder económico. Además, se produjo un giro hacia el neoliberalismo de muchos actores políticos y tecnocráticos que se proclamaban progresistas o socialdemócratas. En realidad dejaron de serlo hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo fueron, lo que se expresa en que no aceptan ninguna de las posiciones básicas de esa corriente (impuestos redistributivos altos, sindicatos fuertes, servicios públicos extendidos, regulación de la economía, promoción pública de la innovación). La creciente inconsistencia de las fuerzas que lucharon contra la dictadura llevó a su derrota en 2009 y a un primer gobierno de la derecha política y empresarial, que ya tuvo que experimentar un primer gran estallido social en 2011. 

La coalición de centro e izquierda se amplió al PC en 2013, pero el conservadurismo democratacristiano y los ministros económicos neoliberales se dedicaron con gran entusiasmo y éxito a boicotear el programa de Bachelet II, incluyendo los cambios constitucionales y sociales, lo que terminó en la descomposición e ilegitimación final de las fuerzas que gobernaron desde 1990. El nuevo gobierno de la derecha partió relativamente bien, pero sin mayoría parlamentaria y con solo un 27% del voto de los ciudadanos, lo que simplemente nunca entendió. Su voluntad contrareformista, y la pretensión de rebajar los impuestos a los más ricos y consagrar la privatización de la seguridad social, terminó en la actual explosión social. 


El gobierno decidió reprimir a la sociedad -más que a la delincuencia- con un estado de emergencia, militares en las calles, toques de queda y balas por doquier. No cabe la violencia ni la destrucción, que solo legitiman la regresión represiva, pero si la desobediencia civil ante las restricciones a las libertades y la represión ilegal, hasta que las primeras se restablezcan y las segundas cesen. Yo personalmente asisto como ciudadano común y corriente a manifestaciones a las que según la ley no debiera concurrir porque no están autorizadas. Y lo seguiré haciendo al margen de la “norma de la que se tiene obligación de cumplimiento” por fidelidad a los principios democráticos y en homenaje a las y los que han dejado su vida en su defensa. 

jueves, 24 de octubre de 2019

La gran tarea es terminar con la fractura social



El gobierno oscila entre la convicción presidencial de que está “en guerra contra un enemigo poderoso” que quiere desestabilizarlo y la necesidad de tomar iniciativas como las anunciadas el 22 de octubre, que tienen al menos el mérito de volver el debate al parlamento y atender en el margen algunas necesidades sociales, aunque sea poco y tarde. Esta opción es ciertamente mejor que la de la deriva autoritaria en la que se ha embarcado el gobierno desde el viernes 18 de octubre.

Más allá de aumentar a algo más de 130 mil pesos las pensiones solidarias y otras medidas menores de alivio, cabe hacer objeciones a la lógica de la respuesta gubernamental. Establecer un ingreso laboral básico subsidiado algo superior al salario mínimo no hará sino presionar a la baja los salarios en las empresas para hacer recaer la mayor proporción posible en el Estado. Mucho más sentido tiene un aumento sustancial de la asignación familiar, por ejemplo, a 25 mil pesos por carga. Por otro lado, no se retira la reintegración tributaria que rebaja los impuestos a los más ricos en 800 millones de dólares -aunque se establece un nuevo tramo de impuesto personal de 40% sobre 8 millones de pesos de ingresos mensuales, pero que rendirá solo 160 millones de dólares- ni la reforma previsional que mantiene a las AFP lucrando indebidamente con las pensiones. Se fortalece en algo los seguros de salud para enfermedades catastróficas, pero no se avanza a un fondo integrado que proteja de manera suficiente y universal a las personas frente a la enfermedad ni mecanismos ciertos de rebaja de los precios de los medicamentos. Nada se dice sobre la concentración económica y sobre los abusos en los servicios básicos, salvo retrotraer las recientes alzas de tarifas de transporte y electricidad. Ni sobre la inseguridad económica generalizada.

Sebastián Piñera persiste, además, en el craso error de mantener a los militares en la calle y el toque de queda en la mayor parte del país, lo que solo genera más violencias y alarma social. El control del lumpen ha fracasado sacando militares a la calle e instaurando el toque de queda, que obliga a un despliegue general de inmensos recursos humanos, en vez de focalizarlos en los actos de violencia. Para no hablar de la ausencia de toda referencia a la cuestión medular: un nuevo orden político que emane del pronunciamiento democrático y que consagre derechos fundamentales negados desde la dictadura a las chilenas y chilenos, y es especial el derecho a determinar su modelo de convivencia y el orden económico-social de su preferencia.

La fractura social chilena va a permanecer mientras el sistema político no se aboque a “terminar con el Estado subsidiario y establecer en plazos breves un Estado inversor, activo frente a los riesgos y solidario para disminuir las brechas sociales y territoriales que fracturan a Chile”, como escribí por ejemplo en 2016, para los que creen que estos temas no se vienen debatiendo desde hace mucho tiempo. Soy de los que opina públicamente desde los años 1980 que la fractura social chilena se debe a la instauración por la fuerza, como en casi ninguna otra parte del mundo, de una sociedad de mercado sin límites.

He escrito una y otra vez que, siguiendo el pensamiento igualitario, todo mercado, aunque sea irreemplazable para asignar recursos descentralizadamente en diversas esferas, es un sistema depredador en tanto está basado en la codicia de los participantes y en el temor (los demás son una amenaza al propio éxito). La paradoja del mercado “reside en que 1) recluta motivaciones bajas para 2) fines deseables; pero 3) también produce efectos no deseados, incluida una significativa e injusta desigualdad” (Gerald A. Cohen). La economía de mercado desregulada y su creciente financiarización es la fuente del capitalismo en tanto sistema en el que el que trabaja es desposeído de los medios para producir y de los frutos de su producción, sistema concentrador por definición y que constituye la base de la desigualdad moderna, como han demostrado los trabajos de Thomas Piketty. Y además es la fuente de la creciente destrucción ecológica del planeta.

Para superar la desigualdad y la insostenibilidad económica, que en el caso de Chile ha alcanzado ribetes paroxísticos, se debe transformar la sociedad y concebirla como el predominio de una red de provisión mutua basada en la reciprocidad en tanto “principio antimercado según el cual yo le sirvo a usted no debido a lo que pueda obtener a cambio por hacerlo, sino porque usted necesita o requiere de mis servicios, y usted me sirve a mí por la misma razón”. Reciprocidad que debe hacerse predominante (Serge Ch. Kolm) y acompañarse de la provisión estatal de bienes de consumo colectivo (Joseph E. Stglitz) y asegurar la preservasión de los bienes comunes (Guy Standing). Las empresas con fines de lucro pueden ser un motor económico parcial en tanto estén social y ecológicamente reguladas, mientras las empresas “mixtas”, que incluyen motivos de servicio a la sociedad y de bienestar de sus trabajadores y no solo el rendimiento accionario, están llamadas a expandirse junto a la economía social y solidaria y la provisión pública para alcanzar un bienestar crecientemente equitativo y sostenible.

El funcionamiento social de reciprocidad existe cotidianamente en muchas esferas, empezando por la familiar y del cuidado. Y se ha expresado en estos días en toda la solidaridad de los unos con los otros frente a la carencia de transporte y de abastecimientos o la vigilancia compartida frente al lumpen. No es una utopía, es el futuro necesario. La economía de mercado debe regularse de modo sistemático y restringirse a lo estrictamente necesario. La fractura social chilena no podrá ir cerrándose si el mercado no sale al menos y a la brevedad de la educación, la salud, las pensiones, el transporte público, los equipamientos colectivos y el acceso al empleo, a ingresos básicos y a financiamiento de actividades económicas de interés general. Ahí está el futuro y no en un neoliberalismo universalmente fracasado.

La lógica del mercado y su tendencia al monopolio y el predominio del afán de lucro hoy siguen prevaleciendo en nuestra sociedad porque el poder del dinero logró controlar el sistema político, aunque muchos nos resistimos sin éxito por dentro y por fuera de las estructuras de poder. Contra él en definitiva se rebeló el pueblo chileno en estos días. Estamos frente a una rebelión social y no frente a un “deseo de destrucción completa del orden social” (Kaiser), una “conmoción pulsional generacional” con “humo, ruido, furia” (Peña) o “un malestar adolescente tremendo, furibundo” que produce “un fenómeno destructivo, que los grupos políticos organizados canalizan en favor de sus propias convicciones” (Capponi) y otras banalidades que no quieren asumir el profundo conflicto de intereses presente en la sociedad chilena. Estos seudo intelectuales se remiten a una visión reaccionaria a lo Hobbes del orden social y a recomendar más represión. Si de simplificar se trata, quedémonos con Pierre Bourdieu y su énfasis en la importancia de la lucha y el conflicto en el funcionamiento de la sociedad, dados sus procesos de diferenciación en campos en los que se expresan jerarquías y oposiciones entre agentes dominantes y dominados.

Ahora que los dominados han entrado en rebelión contra los dominantes en Chile, el desafío colectivo de los primeros es dejar atrás la anomia que se traduce en inconsistencias como sustraerse de la participación política o en destrucciones y encauzar su lucha por derechos a través de los instrumentos de la movilización democrática persistente y plural. Y obtener una rearticulación de los agentes políticos dispuestos a representar los intereses de los dominados y dominadas que aspiran a superar las estructuras de desigualdad y el orden político y constitucional que las sostienen para mejorar sus condiciones de vida y su reconocimiento en el funcionamiento de la sociedad.

miércoles, 23 de octubre de 2019

¿Hacia donde va el estallido social de octubre?

La Mirada. El nuevo observatorio

Los acontecimientos vividos en estos días serán objeto de análisis por mucho tiempo. Pero no es aventurado conjeturar que todo parte en la naturaleza del actual gobierno -el del poder económico y de los privilegiados- que prometió un nuevo dinamismo que simplemente no podía concretar y que no cuenta con mayoría parlamentaria ni apoyo social suficiente. Fue elegido legítimamente en 2017, pero solo por el 27% de las personas con derecho a voto.

Este no fue planificado por nadie ni dirigido por nadie, expresando un hartazgo frente a múltiples situaciones que ahogan al ciudadano común y el sentimiento de que la democracia es impotente frente a los poderes económicos, o que derechamente las instituciones están a su servicio.

La crisis se desencadenó con las alzas de tarifas y un pésimo manejo de la protesta estudiantil en el metro y de las violencias irracionales ocurridas a partir del “viernes de la furia”, respondidas con el cierre de líneas de metro que colapsaron la ciudad, dejando a millones de ciudadanos a la deriva y con un enojo a flor de piel que derivó en un estallido social. Este no fue planificado por nadie ni dirigido por nadie, expresando un hartazgo frente a múltiples situaciones que ahogan al ciudadano común y el sentimiento de que la democracia es impotente frente a los poderes económicos, o que derechamente las instituciones están a su servicio.

Esa protesta es masiva, legítima, democrática y ha sido de una magnitud inédita y fuertemente desconectada de toda representación política.

Hay una primera capa de esta reacción inesperada: la que se expresa en las redes sociales, en las ocupaciones de calles y plazas, en las manifestaciones espontáneas, en los caceroleos autoconvocados, prolongados y en todas partes de las ciudades, incluso en barrios de más altos ingresos. Esa protesta es masiva, legítima, democrática y ha sido de una magnitud inédita y fuertemente desconectada de toda representación política.

Nadie que se diga de izquierda o progresista debe tolerar estas acciones y debe contribuir en lo que pueda a rechazarlas y aislarlas. Estas acciones son funcionales al gobierno y la derecha pues contraen la masividad y continuidad de las legítimas movilizaciones y expresiones populares de protesta y su capacidad de hacer retroceder al gobierno y su gestión al servicio de los más ricos.

La segunda capa es la que protagonizan aquellos que rompen equipamientos urbanos y destruyen bienes públicos construidos por el esfuerzo de generaciones de trabajadores y trabajadoras. Esto es fruto de la suma de minorías radicales, de reacciones espontáneas de furia y de la acción del lumpen. No merecen apoyo alguno, por mucho que se pueda entender su frustración patológica, porque atentan contra las mayorías que trabajan. Nadie que se diga de izquierda o progresista debe tolerar estas acciones y debe contribuir en lo que pueda a rechazarlas y aislarlas. Estas acciones son funcionales al gobierno y la derecha pues contraen la masividad y continuidad de las legítimas movilizaciones y expresiones populares de protesta y su capacidad de hacer retroceder al gobierno y su gestión al servicio de los más ricos.

El trato a los detenidos es violento y no respeta los derechos de las personas.

La tercera capa es la del saqueo y el robo, que requiere ser contenida con la fuerza policial y la autoorganización en los barrios, como ha venido ocurriendo. Pero la lógica meramente represiva de Carabineros contribuye muy poco, pues no distingue entre ciudadanos movilizados, jóvenes radicalizados y lumpen y suele reprimirlos a todos por igual, indiscriminadamente. El trato a los detenidos es violento y no respeta los derechos de las personas. La policía uniformada y las fuerzas especiales deben ser profundamente reestructuradas y transformadas, pues hoy se encuentran puestas en cuestión por la corrupción de sus anteriores mandos y su lógica de represión ciega, alimentando las violencias ante que conteniéndolas.

La cuarta capa es la del incendio de distintos tipos de lugares. Allí se han producido una parte de los muertos en estos días. Uno tiene la legítima duda de cuanta provocación hay en estos actos, eventualmente de quienes quieren exacerbar políticamente la situación para derivarla a una nueva dictadura. En la lucha contra la dictadura de Pinochet nunca se apuntó a saquear ni incendiar lugares. El esfuerzo siempre fue -al menos por parte de los que no estábamos, aunque fuera legítima, por la opción de la lucha armada- el de buscar la masividad y persistencia de las protestas y la desobediencia civil.

Las destrucciones ciegas son un fenómeno de hoy, y requieren ser distinguidas con precisión en sus causas y efectos y atacadas con la reprobación social generalizada y con una actuación policial efectiva en vez de la represión también ciega, salvo que el gobierno esté expresamente buscando crear una situación de miedo generalizado para volcar la situación a su favor. Si así fuera, eso se llama jugar con fuego.

El estado de emergencia y el toque de queda han sido inútiles, peligrosos, han traído a los militares a las calles generando una situación explosiva y un riesgo de masacre y de espiral de violencia antes que su control.

El estado de emergencia y el toque de queda han sido inútiles, peligrosos, han traído a los militares a las calles generando una situación explosiva y un riesgo de masacre y de espiral de violencia antes que su control. Mantener un toque de queda prolongado es un esfuerzo operativo gigantesco y bastante inconducente. Nada impide devolver a los militares a los cuarteles, dejar a la gente manifestarse y que Carabineros e Investigaciones controlen las violencias del lumpen con una mejor disposición de sus fuerzas y articulación con las personas movilizadas y con los vecinos. Mantener el control de miles de posiciones territoriales es lo que impide actuar con prontitud y eficacia frente a saqueos e incendios.

No parece que haya más de dos vías para salir de la crisis. La primera es la prolongación del estado de emergencia y de los toques de queda en múltiples ciudades para configurar una suerte de golpe de Estado legal, con el apoyo de partidos de seudo oposición que “se ponen a disposición para apoyar la vuelta del orden”. La segunda es el inmediato cese del Estado de emergencia y del control militar en las principales regiones del país y el inicio en el parlamento y en espacios sociales del debate, ojalá acompañado de un acuerdo amplio, sobre:

- un nuevo pacto político básico a través de una asamblea constituyente plural y democrática elegida en 2020 y convocada por el actual parlamento para redactar en un año una nueva Constitución.

- un nuevo pacto social, con retiro de la reforma tributaria que rebaja los impuestos a los más ricos y de la reforma previsional que relegitima a las AFP, entre otras medidas y

- un nuevo pacto territorial que parta por darle más capacidades fiscales a las nuevas autoridades regionales a ser elegidas en 2020.

A quienes la desesperanza impulsa a considerar necesario el estado de emergencia -y a lo mejor el estado de sitio- cabe señalarles que la crisis se superará solo respondiendo a la demanda social en diálogo con la oposición y con las organizaciones sociales.

A quienes la desesperanza impulsa a considerar necesario el estado de emergencia -y a lo mejor el estado de sitio- cabe señalarles que la crisis se superará solo respondiendo a la demanda social en diálogo con la oposición y con las organizaciones sociales.

sábado, 19 de octubre de 2019

Piñera escondido tras el ejército

En Cooperativa.cl

Aumentar el valor del transporte colectivo a partir de un algoritmo, y ya está, retrata el paradigma tecnocrático del actual y anteriores gobiernos, que consideran que la distribución de los ingresos (que resulta de situaciones de poder más que de productividades de unos y otros) y la fijación de tarifas de servicios básicos (hay costos que considerar pero también subsidios sociales indispensables) son un problema "técnico" y quisieran que la sociedad no existiera, ni se pronunciara, ni opinara. Salvo en elecciones cada tanto, en todo caso dominadas por el poder del dinero que logra elegir a muchos representantes a su servicio o bien domesticados en la protección de sus intereses.

Al cerrar líneas de Metro el gobierno colapsó la ciudad completa el viernes y generó una presión masiva y espontánea en las estaciones clausuradas, lo que permitió a grupos de jóvenes que son violentos porque no creen en la palabra, enceguecidos y encapuchados, colarse para destruir un bien público tan valioso como el Metro. Simplemente lo hacen porque es lo que tienen por delante para expresar su rabia, sin visión ni capacidad de razonamiento. Si a eso sumamos los gases lacrimógenos por doquier, el cuadro se configuró para horas de violencias urbanas en muchas partes de la ciudad, en una mezcla de protesta popular legítima y de violencia destructiva. Razonar un poco indica que manifiestamente esta violencia no lleva a nada, salvo producir miedo, deslegitimar la expresión masiva de malestar y justificar la represión, pero estamos frente a pulsiones primitivas que la sociedad y las instituciones logran cada vez menos canalizar hacia proyectos organizados de cambio.

La respuesta del estado de emergencia es una brutalidad. Constituye el mayor fracaso de Piñera, que se remite a los reflejos de la derecha más primitiva, la que solo sabe responder a la protesta social a palos y sacando los militares a la calle. Ya van 308 detenciones. Están agregando bencina al fuego lento del descontento frente el abuso cotidiano y la desigualdad generalizada. El ejército terminó ocupando 16 ejes de la ciudad de Santiago y patrullando en las calles.

Se expresa de nuevo de manera descarnada el miedo de las oligarquías al pueblo y el reflejo ancestral de los dueños del poder económico: si a los que viven precariamente de su trabajo no les gusta la desigualdad que resulta de la brutal concentración de los ingresos y la subordinación del trabajo, entonces entiéndanse con los militares y los órganos de represión. La autoridad civil desapareció tras los nuevos voceros uniformados, que han tomado el control. Y lo primero que han hecho es suspender el festival de las 40 horas, claro.

La movilización social organizada, la desobediencia civil no violenta, el uso de las instituciones democráticas para cambiar las cosas, han perdido mucha de su legitimidad porque no producen resultados tangibles, o muy pocos o en plazos muy largos. Ese fue el diseño esencial de la derecha a lo Jaime Guzmán: aceptar a regañadientes el fin de la dictadura pero dando lugar a un sistema político en el que las instituciones democráticas sean impotentes y no interfieran, en nombre de la autonomía y autoregulación del mercado, en las estructuras de desigualdad ni en la economía no suficientemente regulada y sus resultados de concentración de capital, de subordinación del trabajo y de exclusión social.


No se extrañen ahora los bien pensantes y neoliberales de unas y otras tribus de privilegiados que la oposición a la injusticia social, a la ausencia de igualdad de oportunidades, al clasismo, a la discriminación, a la vida cotidiana difícil, a ciudades hostiles, al sub-equipamiento urbano, a las falencias de los servicios educativos y de salud, a las pensiones paupérrimas, a los efectos del cambio climático, se exprese en descontento social difuso y no representado (ahí está la raíz de la abstención electoral) y en crecientes violencias urbanas. Es el resultado de la ceguera de la derecha -y de la falta de capacidad de respuesta de la izquierda- al impedir por décadas el funcionamiento de una democracia socialmente efectiva en Chile, por la que muchos pujamos sin éxito en la transición. Ceguera que se expresa en estos días con una mayoría espúrea en el parlamento que está ocupada en bajarle los impuestos a los más ricos, en "flexibilizar" aún más el trabajo o en terminar de legitimar las AFP.

domingo, 6 de octubre de 2019

La memoria y el presente

Posteo del 6 de octubre en Facebook


El 7 de septiembre pasado escribí lo que sigue en una red privada. Lo reproduzco, con algunas modificaciones, pues junto al recuerdo de la muerte en combate de Miguel Enríquez un 5 de octubre y su ejemplo de dignidad y consecuencia, no hay que olvidar que fue un dirigente político que siempre se hizo responsable de sus actos y al que seguramente no le gustaría que se ensalzara su figura al margen del debate y la controversia, que tanto le gustaban a él y a su generación de revolucionarios enraizada en la izquierda laica y republicana. 
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Sin ánimo de ofender a nadie, y menos aún de menoscabar la indispensable memoria histórica y sus hitos de recordación,¿no valdrá la pena constatar que el MIR fue una organización (a la que pertenecí a mucha honra entre 1972 y 1978, hasta los 21 años) que cumplió un ciclo en la vida política chilena entre 1965 y 1989, que dejó una impronta de conducta de vanguardia e irreverente frente a la política tradicional y luego legó una actitud invaluable de resistencia a la peor dictadura que conociera la historia de Chile? ¿Y que precisamente porque expresó un tipo de liderazgo que combinó voluntad con capacidad de reflexión, los sobrevivientes, o la gran mayoría de ellos, terminaron por constatar, como ocurrió en 1989, que las organizaciones políticas están históricamente situadas y que hay momentos en que su permanencia cesa y debe ser dialécticamente superada en otros procesos sociales, políticos, programáticos y orgánicos? 

Es el caso, además, de organizaciones victoriosas en la historia de las izquierdas y de muchas que fueron derrotadas militar o políticamente en alguna o varias coyunturas.  

En mi opinión, pero evidentemente hay muchas otras, el cese de la vigencia del MIR está históricamente vinculado a tres hechos acumulativos que desfasaron estratégicamente a esta organización: a) la victoria de Allende en 1970, que dejó en entredicho la idea de la lucha armada de vanguardia como alternativa para el campo popular en condiciones de vigencia de instituciones representativas, por limitadas que fueran; b) la profundidad del golpe de 1973, golpe que fue pronosticado tempranamente  por el MIR y para el cual se preparó precariamente,  el que -una vez producido- requería de un repliegue para preservar las pocas fuerzas propias en lo que se pudiera y no exponerlas ante una represión abrumadora que se llevó la vida de cerca de 500 jóvenes militantes y c) la transición post 89, construida como una salida política y de masas a la dictadura, cualquiera sea la opinión que se tenga sobre esa salida y sus potencialidades no logradas. En ese proceso no se produjo una derrota militar del régimen que ni el MIR ni el FPMR lograron desencadenar, tal vez por falta de pericia pero no de coraje, pero sobre todo por su inviabilidad en las condiciones de Chile.

La inviabilidad de la opción de la lucha armada, legítima moralmente (el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 señala "considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión"), se explica por la fortaleza y cohesión del poder militar chileno durante la dictadura (que más que cívico-militar, como se dice ahora, fue propiamente militar y al servicio del gran empresariado oligárquico) y por la configuración histórica y política de la sociedad chilena. 

En esa configuración, la izquierda laica y republicana y el progresismo popular cristiano y sus diversas expresiones a lo largo de la historia contemporánea de Chile,  no se desenvolvieron alrededor de procesos insurreccionales (aunque hayan existido algunos como la sublevación de la Armada en 1931 y la República Socialista de 1932, o se le hayan acercado, como las protestas de 1983-1986) sino en base a la organización social y su articulación con las instituciones representativas, con éxitos y fracasos, como todo proceso histórico de ésta índole. 

La salida a la dictadura debía basarse en la movilización popular, la desobediencia civil y el desborde de la institucionalidad de la dictadura. Que en ese proceso prevaleciera el ala conservadora y no el ala izquierda de la transición es harina de otro costal. Esto se explica básicamente porque la izquierda se dividió irremediablemente por diferencias en el proyecto de sociedad y en la estrategia de derrota de la dictadura. La consecuencia fue una izquierda débil dentro y fuera del gobierno y la consolidación -dado el predominio institucional de la derecha y de un centrismo blando en el electorado y la sociedad- de aspectos claves del modelo neoliberal, como la baja presión tributaria, la ausencia de sindicatos fuertes y de negociación colectiva efectiva junto a la persistencia de la privatización de la política social y de los servicios básicos, sin perjuicio de avances en otras materias.

sábado, 5 de octubre de 2019

El sin sentido de las acusaciones constitucionales a ministros


Más allá del hecho “táctico” de que tiene poco sentido realizar acciones políticas destinadas a fracasar, la reciente acusación constitucional contra la ministra de Educación, Marcela Cubillos, requiere de un balance más amplio.

Señalemos que la destitución de un ministro, en caso de aprobarse una acusación constitucional de este tipo, es siempre política, dados los órganos involucrados en el procedimiento. La idea de un procedimiento “jurídico” en este campo es simplemente absurda. Si lo que se juzgara fuese algún delito, esto debiera canalizarse por un tribunal de justicia. Lo más grave del procedimiento es la “muerte cívica” por cinco años, es decir la imposibilidad de ocupar cargo público alguno, que acompaña la destitución.

Esto es precisamente lo que ocurrió con Yasna Provoste en 2008. No olvidemos que este mecanismo fue utilizado por primera vez desde el retorno de la democracia por la derecha, cuando destituyó a la entonces ministra de Educación, hoy senadora. Estuvo a punto de suceder lo mismo en 2008, con Soledad Barría, quien renunció antes que la sanción opositora se concretara. Luego la oposición a la derecha en el primer gobierno del actual presidente cometió el error de hacer una especie de aplicación de la ley del Talión, y destituyó por la vía de la acusación constitucional al ministro de Educación Harald Beyer, área que parece concentrar las pasiones en este juego de castigos personales.

El tema de fondo es que el mecanismo permite una de las peores cosas en política: atacar a personas, y gravemente por la consecuencia de la “muerte cívica”, en vez de modificar políticas, que es lo que importa. En este caso, si la oposición destituye un ministro, llegado el momento el/la presidente/a cambia el ministro, y todo sigue tal cual.

Las acusaciones constitucionales a ministros tienen una larga trayectoria en Chile. Este mecanismo, incorporado en la constitución de 1833, fue utilizado profusamente después de la guerra civil de 1891 para limitar el poder del presidente. Esto hizo evolucionar el régimen político hacia uno llamado “parlamentario” entre 1891-1925, sin que cambiara la constitución, pero permitiendo la incidencia de la “fronda aristocrática” en la conducción del gobierno, que entre otras cosas dilapidó las rentas del salitre. Y llevó a la crisis institucional de los años 1920, de la que emergió una nueva Constitución presidencialista emergida de un plebiscito impuesto por Arturo Alessandri sin mayor deliberación democrática. El mecanismo de las acusaciones parlamentarias a ministros se mantuvo y volvió a ser profusamente utilizado por la oposición contra el presidente Allende, empezando por la destitución de unos de sus ministros más moderados y de espíritu dialogante, José Tohá, a la postre asesinado por la dictadura.

La verdadera discusión debe situarse en el terreno del régimen político. El llamado grupo de los 24, que reunía en los años 1980 a juristas de la oposición a la dictadura de entonces, recomendó que un nuevo orden institucional estableciera un régimen semi-presidencial en Chile. Lo propio ocurrió en diversos debates académicos en los años noventa, en los que se sumaron a la idea representantes de la derecha parlamentaria. En la frustrada discusión constitucional del gobierno de Bachelet II el tema volvió a resurgir.

Un régimen semi-presidencial, en el que el presidente como jefe de Estado nombra un primer ministro o ministro coordinador como jefe de gobierno que requiere de la aprobación mayoritaria del parlamento para ejercer el cargo o pueda ser censurado,  tiene la ventaja de regular más racionalmente que en el régimen presidencial las situaciones en las que el presidente no cuenta con mayoría parlamentaria. El jefe de gobierno debiera poder contar siempre con condiciones para ejercer su cargo: escoger sus colaboradores y contar con mayoría en la Cámara de Diputados, reservando al Senado un rol de revisión de leyes con poder de veto parcial y de nominaciones de cargos públicos, incluyendo embajadores y generales. El mecanismo de destituirle ministros al poder ejecutivo es francamente absurdo. Se debiera recurrir a las urnas, mediante la disolución de la Cámara por el presidente, si se constata que ningún jefe de gobierno cuenta con apoyo parlamentario suficiente. De paso, la disolución, contemplada en la versión original de la constitución de 1980 y sacada del texto en los acuerdos de 1989, entre otros errores cometidos entonces, es un buen mecanismo de superación de crisis graves. El cambio constitucional que el país requiere, que en algún momento habrá de producirse, deberá considerar esta opción.

En un esquema de este tipo, si el presidente no tiene mayoría parlamentaria, debiera procurar construirla de manera estable e institucional mediante la nominación del jefe de gobierno con anuencia de la Cámara de Diputados. Esto supone partir por asumir que no va a poder llevar adelante su propio programa, porque así lo decidieron los ciudadanos en las urnas al no darle esa mayoría para legislar. Y pactar un programa de legislatura con las fuerzas parlamentarias que pudieran mostrarse proclives, como en este caso la democracia cristiana y el radicalismo, e incorporarlas al gobierno. El caso a caso de negociaciones ley a ley, por el contrario, parece más un sistema de distribución de prebendas que una gestión coherente de gobierno que no hace sino desprestigiar cotidianamente a la democracia.

La oposición, sea o no mayoría en el parlamento, debiera hacer su trabajo: oponerse a las legislaciones que no comparte y para las cuales tiene un mandato ciudadano de votar en contra. Esto no excluye concordar algunas legislaciones en tanto el gobierno se allane a aproximar posiciones. Pero el rol de la oposición es primordialmente presentar alternativas. Usar el mecanismo de la muerte cívica de ministros debiera excluirse de su campo de acción, pues es solo un acto de castigo individual que no conduce a nada constructivo.

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