jueves, 20 de octubre de 2022

El alcance de la aprobación del TPP 11

En El Mostrador

El Senado ratificó la aprobación del tratado comercial y de protección de inversiones y propiedad intelectual con 10 países del Pacífico, incluyendo Japón, Vietnam, Malasia, Singapur y Brunei en Asia, Australia y Nueva Zelandia en Oceanía y Canadá, México y Perú en el continente americano. 

No se trata de países que estén en el corazón de políticas imperiales. Nadie podría sostener, por ejemplo, que Vietnam, que libró un guerra legendaria y victoriosa contra Estados Unidos y es dirigido por un Partido Comunista, está ahora subordinado al Imperio. O que los gobiernos de Canadá, México, Perú o Nueva Zelandia, todos actualmente de orientación progresista, se someten a intereses ajenos en vez de procurar negociar ventajas mutuas en sus relaciones exteriores. Este grupo de países del Pacífico, con el que tiene sentido anudar relaciones internacionales de cercanía, permite proyectar una cierta estabilidad de la inserción exterior chilena frente a la dinámica de conflictos y disputas de hegemonía cada vez más agudas entre Estados Unidos y China y entre Rusia y Europa. Estos estarán en el horizonte en las próximas décadas, pues la idea de la "globalización tranquila", más o menos prevaleciente entre la caída del muro de Berlín y la crisis de 2008-2009, no preside exactamente las relaciones internacionales actuales. Chile debe garantizar espacios para su economía de la mejor manera posible. El grupo de países del TPP-11 no es el peor para una estrategia de este tipo.

No obstante, en el TPP-11 se mantienen mecanismos cuestionables y cuestionados de solución de controversias, aun cuando ya están vigentes en los tratados ya firmados por Chile con esos países. Además, incluye artículos que pudieran usarse para condicionar las políticas internas aludiendo el concepto de "expropiación indirecta" frente a políticas industriales y sociales nacionales que afecten utilidades esperadas. Por su parte, las normas de protección de la propiedad intelectual pueden encarecer y dificultar el desarrollo tecnológico endógeno, que se encuentra extremadamente atrasado, aunque las normas más cuestionables en la materia salieron del tratado con el retiro de Estados Unidos, que consideró que el TPP-11 no le era favorable. 

Tenía poco sentido una aceleración en la ratificación del TPP-11 hasta que no hubiera una evolución en las materias mencionadas y se consolidaran compromisos bilaterales entre los firmantes para no acudir a tribunales externos que pudieran estar sesgados a favor de los intereses de las empresas, conocidos como cartas laterales o "side letters", las que siguen en negociación.

Pero a los que piensan que la ratificación es un gran retroceso, cabe señalarles que ningún país es a estas alturas enteramente soberano en materia económica, por lo que los Estados deben cooperar entre sí en muchas materias. Los tratados bilaterales firmados previamente no impiden a priori realizar políticas industriales y sociales, y el TPP-11 tampoco lo hará. 

La interrogante es si habrá o no controversias con las reformas de mayor alcance que se propone el actual o futuros gobiernos. Si alguna transnacional, por ejemplo ante cambios en el régimen de AFP o por la aplicación de una regalía minera más alta, invocara en un tribunal arbitral previsto en el tratado el concepto de "expropiación indirecta", se produciría una controversia jurídica en la que Chile tendría que defender sus espacios propios de política y el interés nacional en vez de no hacer reformas estructurales. La idea que Chile no podrá industrializarse ni hacer políticas sociales es una resignación pesimista que no debe transformarse en una profecía autocumplida. Es una eventual batalla futura que no debe impedir hoy la lucha por las transformaciones que el país necesita.

El tema de fondo es el tipo de inserción internacional que se debe buscar. Cuando un país representa el 0,25% de la población mundial, simplemente no puede aislarse del mundo. Cabe rechazar el nacionalismo contra todo tratado económico que en ocasiones emerge de la defensa razonable de causas específicas, pero que se transforma en una especie de pasión autárquica que no considera que Chile deba tener una especialización internacional, aunque diversificada, y deba aprovechar las ventajas del comercio y de las economías internacionales de escala, así como  de inversiones externas reguladas social y ambientalmente que aporten recursos y tecnología en condiciones razonables de rentabilidad. 

Mientras la participación de América Latina y el Caribe en la producción mundial pasó, según los datos del FMI, de 10,0% en 1990 a 7,3% en 2021, la de Chile pasó de 0,28% a 0,36% en el mismo período. La inserción internacional con acuerdos bilaterales no ha sido lesiva para la producción agregada chilena. Por su parte, los países del MERCOSUR perdieron todos participación en la economía mundial en las últimas tres décadas. Solo en 2019 han logrado, después de 20 años de negociaciones, un acuerdo con la Unión Europea (tienen un arancel común elevado y negocian en conjunto). Con la entrada en vigor del acuerdo, el MERCOSUR pasaría a tener tratados de libre comercio con 23,5% del PIB global, contra solo un 1,4% en la actualidad. No obstante, la ratificación no avanza pues la Comisión Europea considera ahora necesario que el acuerdo sea complementado por un "instrumento adicional" que aborde "retos reales" de contención de la deforestación en la Amazonía. La idea que los tratados internacionales atentan contra el medio ambiente puede ser en realidad su contrario.

A su vez, los espacios nacionales de política deben defenderse en una política inteligente de inserción externa. Cabe rechazar el aperturismo unilateral basado en la teoría ricardiana de las ventajas comparativas estáticas y en el teorema Heckscher-Ohlin-Samuelson, que condena a Chile a ser un país especializado en exportar recursos naturales con escasa manufactura. En el mundo real, estos están controlados por transnacionales que no necesitan demasiados recursos humanos nacionales bien formados y remunerados para su explotación, lo que concentra todavía más los ingresos en un país como Chile y limita la innovación productiva, mientras se apropian de rentas que no les pertenecen. El aperturismo irrestricto provoca depredaciones de carácter social, pues permite mantener deprimido el costo salarial sin que esto impacte en la demanda, que es externa, y de carácter ambiental, pues las empresas exportadoras procuran no pagar las externalidades negativas en el territorio para mantener su competitividad. Estos actores invierten, pero retiran utilidades para sus accionistas con rentabilidades extra-normales, derivadas de la explotación de recursos limitados no renovables o de la operación en los mercados financieros y de seguros que producen una alta renta de monopolio. Esta no es puesta al servicio del desarrollo del país para financiar más infraestructura sostenible, más escuelas y universidades, más hospitales y redes de salud y más inversiones en las ciudades para aumentar su calidad de vida. 

No obstante, la alternativa a la apertura sin condiciones no es encerrarse en las fronteras propias. Esto se traduciría en limitar la expansión sostenible de las capacidades productivas y de los niveles de vida de la mayoría social. Más aún, la transformación estructural requiere de una inserción internacional suficientemente estable para lograr ser exitosa. Lo que cabe es hacer avanzar cuidadosamente interdependencias mutuamente beneficiosas en el largo plazo y dejar de lado los enfoques simplistas.




La narrativa conservadora sobre el 18 de octubre


Ya se va perfilando el discurso de los defensores del orden sobre el mayor acontecimiento de lo que va de siglo XXI en Chile, los sucesos de rebeldía social de octubre-diciembre de 2019 que cambiaron la historia del país.

La idea es que estos fueron un exabrupto inaceptable, que debe “condenarse” porque sería solo una expresión de violencia, mientras la fuerza pública no habría sido la causante de miles de agresiones ilegales comandadas por el gobierno y oficiales de alta graduación y de violaciones de los derechos de las personas que merecían una desobediencia civil en las calles, sino una mera víctima pasiva de delincuentes. Y que la delincuencia no actuó como en toda situación de alteración de la vida cotidiana, sino que habría sido la esencia de una movilización social propugnada por intelectuales llenos de “cobardía” (Peña dixit). Estos le prestaron apoyo o intentaron interpretar sus causas más allá del único enfoque autorizado por los bien pensantes, el de tipo conservador paranoico con afirmaciones como que la rebelión social se habría originado en el Foro de San Pablo y otros inventos del tipo que el comunismo se aprestaba para tomar el poder por la fuerza. O bien de carácter seudo-moralizante, con el orden como valor supremo de la vida social, aunque sea para mantener una sociedad de privilegios inaceptables. Que más de un millón de personas se manifestara en las calles en la “gran marcha” del 25 de octubre en todo Chile no tendría ningún significado de rechazo al orden existente y solo habría existido la destrucción urbana de pequeños grupos que la izquierda “no condena” (lo que no es cierto en el caso de sus representaciones responsables).

No contenta con no querer abordar las causas de una crisis social generalizada -simplemente porque todo diagnóstico mínimamente serio cuestiona el statu quo– la derecha y los representantes del orden oligárquico se empeñaron en una salida institucional trucada que no les resultó en un primer abordaje, al no poder bloquear con vetos la Convención Constitucional, ni impedir que la nueva generación surgida de las movilizaciones de 2011 llegara al gobierno en la elección de 2021. Y luego se empeñaron con éxito en poner todo el poder mediático al servicio de derrotar su propuesta, lo que lograron por la debilidad y retórica excedida de la misma y por una situación económica provocada por las circunstancias internas y externas y por políticas pasivas desde marzo que hicieron del plebiscito de septiembre de 2022 un momento de castigo a un nuevo gobierno con exceso de improvisaciones y ausencia de políticas suficientes frente a las turbulencias externas.

Ahora con nuevos aires, la ambición de la derecha política y mediática es mayor: acallar las ideas de transformación social, para lo cual requieren amarrar y anular al gobierno y las propuestas de cambio que llevaron a la nueva generación de izquierda al poder.

Que el funcionamiento de la sociedad era un factor de crisis larvada que en algún momento iba a estallar -contrariamente a la leyenda del “Chile oasis en América Latina” (Piñera dixit) que construyó la elite política e intelectual complaciente- se niega como una falacia de los que propalaban peregrinas ideas. Entre ellas, que el afán de lucro no podía ser la base de la prestación de derechos sociales en la educación, la salud, las pensiones, el urbanismo y el transporte. Y que la desigualdad de ingresos y de posiciones superior a la cualquier capitalismo maduro se traducía en asimetrías de poder en todos los ámbitos, los que generaron una realidad y una percepción generalizada de abuso en la ciudadanía de a pie por parte de los actores privados concentrados, empezando por la banca y las casas comerciales que promueven un muy caro crédito al consumo al que se suma el arrastre de deudas educativas.

El problema para los ideólogos de derecha es que la realidad social es más fuerte que su narrativa negadora del conflicto estructural. La concentración del poder y de los ingresos crean descontento todos los días, especialmente cuando se pierde el valor real del salario y el desempleo es alto, cuando el acceso a las atenciones de salud más complejas es incierto para la mayoría, cuando la educación de mercado no ofrece un futuro a muchos jóvenes de familias de menos ingresos y cuando la vida urbana es insegura y los tiempos de transporte cotidiano muy elevados, mientras las pensiones no son suficientes para alejar el fantasma de la pobreza en la edad avanzada en una población que envejece aceleradamente.

Los temas de fondo que siguen requiriendo soluciones desde la política se acumulan. Está en juego el cambio de un sistema de representación que no refleja las preferencias ciudadanas, el de un régimen de concentración económica que no ofrece oportunidades de progreso a la mayoría, el de una estructura social y una configuración de políticas que producen una situación distributiva, de inserción en la educación y el empleo y de cobertura de riesgos caracterizadamente desigual. El resultado es la recurrente fractura política y social del país, que sigue necesitando el inicio de respuestas de largo plazo tres años después del 18 de octubre de 2019, las que deben ser necesariamente el principal componente de la agenda del actual gobierno.


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