Sobre crítica y ecuanimidad




Soy de los que siempre ha pensado que en las ciencias sociales y económicas la perspectiva crítica es fundamental. Cuando se observa la realidad, cabe mirar preferentemente la parte medio vacía del vaso de agua y no la parte medio llena. También creo que en materia de derechos fundamentales de las personas hay que ser intransigentes, porque de lo contrario no serían fundamentales sino que adaptables según las conveniencias del momento y de quienes ejercen el poder. Pero hay algo que también resulta fundamental: mantener un mínimo sentido de la ecuanimidad.

Participé recientemente como ponente en una mesa redonda de la Fundación Presente en el ex Congreso sobre temas sociales. Volvió a aparecer en el debate la descalificación fácil y al voleo de los parlamentarios y “los políticos”, como si no fuéramos todos políticos -activos o pasivos, pero ese es otro tema- por el solo hecho de pertenecer a la sociedad. Me permití recordar que los parlamentarios son elegidos por el pueblo, por acción (mediante el voto) o por omisión (mediante la abstención, dejando que otros los elijan). Y que son de alguna manera un reflejo de la sociedad, más allá de las manipulaciones mediáticas, de la incidencia del dinero empresarial en las campañas y de las eventuales compras de votos. Y que a los que no les gustan los actuales parlamentarios, les cabe organizarse para buscar reemplazarlos. El que piensa que es el sistema político y electoral el que requiere ser cambiado, entonces de nuevo el camino es organizarse y luchar por ese cambio. Salvo que en realidad no se crea mucho en la democracia y en aquello de “vox populi, vox dei” (la voz del pueblo es la voz de Dios), que es lo que está muchas veces detrás del alegato contra los políticos y los parlamentarios.

Otro tópico recurrente en muchos debates, y también en el que asistí recientemente, es que “desde 1990 no se ha hecho nada”, lo que afirman tanto personas de derecha como de algún centro e izquierda. Me parece que un poco de ecuanimidad debe llevar a reconocer al menos cosas como que: 

– Vivimos en un clima de libertades y de respeto del derecho, imperfecto e insuficiente y sin que prevalezca el principio de mayoría en temas cruciales y haya avanzado la corrupción en diversos órganos públicos, pero que en nada se puede comparar a la dictadura de 1973-1990;

– Ya no existe la ley de autoamnistía de 1978, a pesar de la lentitud de los tribunales e insuficiencias variadas, pues la justicia considera hoy que debe prevalecer la legislación internacional en materia de crímenes de lesa humanidad, lo que ha conducido a muchas condenas a violadores de los derechos humanos, cuyas penas se cumplen en la mayoría de los casos mediante privación de libertad (sin olvidar que Pinochet no fue condenado aludiendo una demencia que logró certificar, pero si fue enjuiciado por diversos crímenes), y que nada de eso ha sido fruto del espíritu santo sino de muy respetables y prolongadas luchas;

– Los ingresos de las familias y el empleo y los mecanismos de protección social han aumentado desde 1990 más que en cualquier otra etapa prolongada de la historia de Chile y la producción crecido al doble que en dictadura, si bien las insuficiencias son múltiples y en algunos casos graves: la economía se ha concentrado enormemente, los derechos de los trabajadores y los consumidores son inexcusablemente limitados y también lo son las políticas minera y pesquera, las de diversificación industrial y de innovación, la educacional, de salud y previsional, así como la protección del medio ambiente, como fruto en parte de la herencia dictatorial y de la influencia del gran empresariado en el parlamento; pero todo esto no elimina los progresos, que son los mejores de América Latina en diversas materias;

– La concentración de la distribución del ingreso monetario, que sigue siendo intolerable, bajó de un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015 (según los cálculos del Banco Mundial);

– La esperanza de vida al nacer, que refleja una parte significativa de las condiciones de vida de la población (y no solo de los más ricos, como en buena medida ocurre con el PIB por habitante en condiciones de concentración del ingreso) aumentó en 6 años y pasó de 73,7 años en 1990 a 79,7 años en 2017, la tasa más alta de América Latina (después de los 80 años de Costa Rica y los 79,9 años de Cuba), cifra que supera hoy a la de Estados Unidos, cuya esperanza de vida al nacer aumentó en solo 4 años y pasó de 75,3 años en 1990 a 79,5 años en 2017, según la Organización Panamericana de la Salud (2018);

– La tasa de mortalidad de los niños menores de un año (un indicador directo de pobreza) pasó de 16,0 en 1990 a 6,9 en 2015 por cada 100 mil nacidos vivos;

– La tasa de mortalidad por homicidios (un indicador directo de criminalidad) pasó de 10,2 en 2000 a 7,6 en 2015 por cada 100 mil habitantes en el caso de los hombres y de 1,4 a 1,0 en el caso de las mujeres.

En temas culturales y de discriminación se han producido avances notorios, los que hoy forman parte del paisaje como si siempre hubieran estado ahí, a pesar de la oposición de la derecha dura y de conservadores de otros signos, los que en su momento usaron los argumentos más retrógrados que sea posible imaginar. Entre estos avances progresistas se cuenta en 1994 la despenalización del adulterio femenino; en 1998, el fin de los hijos ilegítimos; en 1999, la despenalización de la sodomía; en 2004, la ley de divorcio; en 2015, la ley de Acuerdo de Unión Civil; en 2017, la ley de despenalización del aborto en tres causales, y en 2018, la ley de Identidad de género.

La “legitimidad del reclamo” frente a lo que se pueda considerar equivocado, insuficiente o injusto, que alimenta de manera crucial la deliberación en democracia, se ha visto opacada en nuestro país por la “cultura de la queja” y de la maledicencia. Nos hemos acostumbrado a emitir, y a aplaudir, afirmaciones que no dan cuenta de datos básicos de la realidad, o en el mejor de los casos a cuestiones laterales. Me quejo luego existo, y sigo tan contento/a. Y no me hago cargo de contribuir a cambiar nada, ni me siento responsable de nada. En efecto, para cambiar las realidades injustas o dañinas para la condición humana y para los ecosistemas, hay que diagnosticar lo mejor que se pueda lo que pasa para proponer las transformaciones que resulten necesarias, y actuar individual y colectivamente en consecuencia. Que se tenga éxito o no en el empeño nunca estará garantizado, pero si no se intenta estará garantizado que nada nuevo ocurrirá. Y podremos seguir quejándonos con mayor entusiasmo. Hasta que aparezca un Salvador de la Patria y sea demasiado tarde para sostener y ampliar la democracia.

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