La gran tarea es terminar con la fractura social



El gobierno oscila entre la convicción presidencial de que está “en guerra contra un enemigo poderoso” que quiere desestabilizarlo y la necesidad de tomar iniciativas como las anunciadas el 22 de octubre, que tienen al menos el mérito de volver el debate al parlamento y atender en el margen algunas necesidades sociales, aunque sea poco y tarde. Esta opción es ciertamente mejor que la de la deriva autoritaria en la que se ha embarcado el gobierno desde el viernes 18 de octubre.

Más allá de aumentar a algo más de 130 mil pesos las pensiones solidarias y otras medidas menores de alivio, cabe hacer objeciones a la lógica de la respuesta gubernamental. Establecer un ingreso laboral básico subsidiado algo superior al salario mínimo no hará sino presionar a la baja los salarios en las empresas para hacer recaer la mayor proporción posible en el Estado. Mucho más sentido tiene un aumento sustancial de la asignación familiar, por ejemplo, a 25 mil pesos por carga. Por otro lado, no se retira la reintegración tributaria que rebaja los impuestos a los más ricos en 800 millones de dólares -aunque se establece un nuevo tramo de impuesto personal de 40% sobre 8 millones de pesos de ingresos mensuales, pero que rendirá solo 160 millones de dólares- ni la reforma previsional que mantiene a las AFP lucrando indebidamente con las pensiones. Se fortalece en algo los seguros de salud para enfermedades catastróficas, pero no se avanza a un fondo integrado que proteja de manera suficiente y universal a las personas frente a la enfermedad ni mecanismos ciertos de rebaja de los precios de los medicamentos. Nada se dice sobre la concentración económica y sobre los abusos en los servicios básicos, salvo retrotraer las recientes alzas de tarifas de transporte y electricidad. Ni sobre la inseguridad económica generalizada.

Sebastián Piñera persiste, además, en el craso error de mantener a los militares en la calle y el toque de queda en la mayor parte del país, lo que solo genera más violencias y alarma social. El control del lumpen ha fracasado sacando militares a la calle e instaurando el toque de queda, que obliga a un despliegue general de inmensos recursos humanos, en vez de focalizarlos en los actos de violencia. Para no hablar de la ausencia de toda referencia a la cuestión medular: un nuevo orden político que emane del pronunciamiento democrático y que consagre derechos fundamentales negados desde la dictadura a las chilenas y chilenos, y es especial el derecho a determinar su modelo de convivencia y el orden económico-social de su preferencia.

La fractura social chilena va a permanecer mientras el sistema político no se aboque a “terminar con el Estado subsidiario y establecer en plazos breves un Estado inversor, activo frente a los riesgos y solidario para disminuir las brechas sociales y territoriales que fracturan a Chile”, como escribí por ejemplo en 2016, para los que creen que estos temas no se vienen debatiendo desde hace mucho tiempo. Soy de los que opina públicamente desde los años 1980 que la fractura social chilena se debe a la instauración por la fuerza, como en casi ninguna otra parte del mundo, de una sociedad de mercado sin límites.

He escrito una y otra vez que, siguiendo el pensamiento igualitario, todo mercado, aunque sea irreemplazable para asignar recursos descentralizadamente en diversas esferas, es un sistema depredador en tanto está basado en la codicia de los participantes y en el temor (los demás son una amenaza al propio éxito). La paradoja del mercado “reside en que 1) recluta motivaciones bajas para 2) fines deseables; pero 3) también produce efectos no deseados, incluida una significativa e injusta desigualdad” (Gerald A. Cohen). La economía de mercado desregulada y su creciente financiarización es la fuente del capitalismo en tanto sistema en el que el que trabaja es desposeído de los medios para producir y de los frutos de su producción, sistema concentrador por definición y que constituye la base de la desigualdad moderna, como han demostrado los trabajos de Thomas Piketty. Y además es la fuente de la creciente destrucción ecológica del planeta.

Para superar la desigualdad y la insostenibilidad económica, que en el caso de Chile ha alcanzado ribetes paroxísticos, se debe transformar la sociedad y concebirla como el predominio de una red de provisión mutua basada en la reciprocidad en tanto “principio antimercado según el cual yo le sirvo a usted no debido a lo que pueda obtener a cambio por hacerlo, sino porque usted necesita o requiere de mis servicios, y usted me sirve a mí por la misma razón”. Reciprocidad que debe hacerse predominante (Serge Ch. Kolm) y acompañarse de la provisión estatal de bienes de consumo colectivo (Joseph E. Stglitz) y asegurar la preservasión de los bienes comunes (Guy Standing). Las empresas con fines de lucro pueden ser un motor económico parcial en tanto estén social y ecológicamente reguladas, mientras las empresas “mixtas”, que incluyen motivos de servicio a la sociedad y de bienestar de sus trabajadores y no solo el rendimiento accionario, están llamadas a expandirse junto a la economía social y solidaria y la provisión pública para alcanzar un bienestar crecientemente equitativo y sostenible.

El funcionamiento social de reciprocidad existe cotidianamente en muchas esferas, empezando por la familiar y del cuidado. Y se ha expresado en estos días en toda la solidaridad de los unos con los otros frente a la carencia de transporte y de abastecimientos o la vigilancia compartida frente al lumpen. No es una utopía, es el futuro necesario. La economía de mercado debe regularse de modo sistemático y restringirse a lo estrictamente necesario. La fractura social chilena no podrá ir cerrándose si el mercado no sale al menos y a la brevedad de la educación, la salud, las pensiones, el transporte público, los equipamientos colectivos y el acceso al empleo, a ingresos básicos y a financiamiento de actividades económicas de interés general. Ahí está el futuro y no en un neoliberalismo universalmente fracasado.

La lógica del mercado y su tendencia al monopolio y el predominio del afán de lucro hoy siguen prevaleciendo en nuestra sociedad porque el poder del dinero logró controlar el sistema político, aunque muchos nos resistimos sin éxito por dentro y por fuera de las estructuras de poder. Contra él en definitiva se rebeló el pueblo chileno en estos días. Estamos frente a una rebelión social y no frente a un “deseo de destrucción completa del orden social” (Kaiser), una “conmoción pulsional generacional” con “humo, ruido, furia” (Peña) o “un malestar adolescente tremendo, furibundo” que produce “un fenómeno destructivo, que los grupos políticos organizados canalizan en favor de sus propias convicciones” (Capponi) y otras banalidades que no quieren asumir el profundo conflicto de intereses presente en la sociedad chilena. Estos seudo intelectuales se remiten a una visión reaccionaria a lo Hobbes del orden social y a recomendar más represión. Si de simplificar se trata, quedémonos con Pierre Bourdieu y su énfasis en la importancia de la lucha y el conflicto en el funcionamiento de la sociedad, dados sus procesos de diferenciación en campos en los que se expresan jerarquías y oposiciones entre agentes dominantes y dominados.

Ahora que los dominados han entrado en rebelión contra los dominantes en Chile, el desafío colectivo de los primeros es dejar atrás la anomia que se traduce en inconsistencias como sustraerse de la participación política o en destrucciones y encauzar su lucha por derechos a través de los instrumentos de la movilización democrática persistente y plural. Y obtener una rearticulación de los agentes políticos dispuestos a representar los intereses de los dominados y dominadas que aspiran a superar las estructuras de desigualdad y el orden político y constitucional que las sostienen para mejorar sus condiciones de vida y su reconocimiento en el funcionamiento de la sociedad.

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