jueves, 29 de noviembre de 2018

Fin a la indemnización por años de servicio: ¿una nueva regresión social?


El gobierno ha manifestado su intención de eliminar la indemnización por años de servicio (un mes por año trabajado según la última remuneración mensual con un tope de 11 meses y 90 UF) y compensarla con una ampliación del seguro de cesantía. Llama la atención que esto no le resulte contradictorio con haber recientemente aceptado en el Congreso extender la indemnización al trabajo agrícola temporal. La coherencia no parece ser una de las virtudes de la actual administración, aunque en su descargo constatemos que las conductas barrocas son bastante usuales por estas tierras. Volviendo al tema: la diferencia entre ambos mecanismos es que la indemnización proporcional a los años de servicio, vigente en muchas economías (incluyendo algunas muy prósperas y de bajo desempleo como la alemana), representa un costo del despido que no existe en el caso del seguro, que otorga ingresos de reemplazo por un período de tiempo. Así, el actual gobierno “sale del closet” para evidenciar su orientación a favor del empleador en las relaciones laborales. Lo que no es por lo demás demasiado extraño si se considera el mundo del que proviene el presidente Piñera y si se constata cuantos grandes empresarios dominan las principales posiciones ministeriales. Esta regresión social en perspectiva se agrega a otras como la contra-reforma tributaria que, de aprobarse, regalaría unos 900 millones de dólares por año al 1% más rico.

El análisis del tema no puede hacer abstracción del hecho que los empleadores, salvo en algunos casos y circunstancias, dominan la relación laboral en las economías de mercado, y muy especialmente en Chile. Esto proviene de su poder de contratación y despido de los asalariados, es decir de aquellas personas que en su gran mayoría solo poseen su capacidad de trabajar para poder subsistir. En palabras de Bernard Guerrien y Sophie Jallais, “la tarea propia del economista es determinar las consecuencias de los comportamientos cuando se limitan a lo que Adam Smith llama el ‘deseo de riqueza’. Tienen por tanto que tomar en cuenta, entre otras cosas, la lucha por el reparto de la ganancia que genera la actividad de los hombres. Lucha que es en ciertos momentos frontal, pero que adopta habitualmente la forma de compromisos entre las fuerzas en presencia. Las leyes, las normas sociales y las costumbres son en parte una consecuencia de esos compromisos. No es posible entender lo que pasa en nuestras sociedades sin tomarlas en cuenta”.

Las empresas necesitan flexibilidad en la contratación y despido por razones productivas, pues el ciclo económico y las adaptaciones tecnológicas requieren modificaciones periódicas de las dotaciones de trabajadores. Si estas modificaciones no fueran posibles, muchas empresas se tornarían inviables al desaparecer su rentabilidad (salvo que sean subsidiadas, pero ese subsidio debe tener alguna justificación de interés general y en todo caso provenir de excedentes generados en alguna otra parte: todas las empresas no pueden ser subsidiadas al mismo tiempo). Pero lo que se olvida en el enfoque económico liberal es la contrapartida que toda visión socialista o socialdemócrata, amén del mundo sindical, pone por delante: los trabajadores no son objetos desechables ni sus jornadas moldeables de acuerdo al interés empresarial sin consideración de su condición de seres humanos dotados de dignidad y derechos. ¡Y que necesitan legítimamente seguridad en su trabajo y en sus ingresos!

Los liberales se oponen a todo reforzamiento del escaso poder de los asalariados y consideran a la fuerza de trabajo como una mercancía más a transar en “mercados de trabajo”. Rechazan el salario mínimo, la negociación colectiva con sindicatos que tengan algún peso, la regulación del despido o bien que éste tenga algún costo para el empleador. Su argumento es desde el siglo XIX siempre el mismo: estas regulaciones pueden ser bien intencionadas pero afectan la creación de empleo. Y a la vez justifican la exigencia de los dueños del capital -acumulado legítima o ilegítimamente mediante el poder monopólico o el simple expolio- de todo tipo de derechos inamovibles sobre la propiedad de sus activos. Pero este argumento interesado esconde una realidad muy simple: las regulaciones de las retribuciones del capital y del trabajo pueden generar una más equitativa distribución primaria del ingreso, lo que no impide si están bien diseñadas ni la inversión ni la creación de empleo. En efecto, ambas dependen tanto de la rentabilidad para la empresa de cada unidad de capital o de trabajador adicional empleados (en principio nadie invierte ni contrata a alguien si va a significar un costo mayor al ingreso que pueda generar) como de las perspectivas futuras de la demanda por los bienes ofrecidos (ninguna empresa perderá racionalmente la oportunidad de aumentar sus utilidades).

Existiendo una rentabilidad empresarial y una demanda efectiva suficientes (estos temas se tratan en detalle en mi reciente libro “Economía, Una Introducción Heterodoxa”), la intervención pública bien concebida para disminuir las asimetrías de poder favorables al capital en la empresa y para reequilibrarlas a favor de los asalariados, no provoca efectos mayores en los niveles de empleo. Es perfectamente razonable propiciar una “estabilidad dinámica del empleo”, la que supone no solo permitir en ciertas condiciones a las empresas ajustar el volumen y modalidades de empleo de la fuerza de trabajo sino también establecer normas de despido y que este tenga un costo. Una relación laboral más equitativa y eficiente supone, además, mecanismos mutualizados de protección de los ingresos en caso de desempleo temporal y organizar el acceso a capacitaciones para la reinserción laboral. Y también otorgar a los asalariados una capacidad de incrementar sus ingresos según al menos los aumentos de productividad y el nivel de utiidades de las empresas. Este es el componente de seguridad y de coparticipación en la relación laboral que no interesa a los liberales.

El enfoque liberal no valora la retención de recursos humanos y la disminución de la rotación laboral, factores que favorecen el aprendizaje y la adquisición de capacidades y que pueden traducirse en sustanciales aumentos de productividad. Es absurdo económicamente que las coyunturas desfavorables sean abordadas perdiendo capacidades humanas en la empresa. Esta es la razón básica por la cual se justifica que el despido sea oneroso. Cuando es indispensable disminuir el costo laboral, el ajuste coyuntural de la jornada de trabajo es una opción preferible al despido. La permanencia en el empleo y la retención de capacidades en la empresa puede incentivarse, junto a poner un costo al despido, mediante subsidios temporales, como lo ha demostrado la exitosa experiencia de varios países en la gran recesión de 2008-2009.

En suma, los propietarios de las empresas en una sociedad democrática no deben ser autorizados para ejercer una completa “libertad económica” si esto se traduce en un poder de dominación sobre sus asalariados y en externalidades negativas sobre la sociedad. Las empresas deben, además de ser incentivadas para proteger a sus trabajadores, ser impedidas de dañar la salud humana, atentar contra los ecosistemas, deteriorar el entorno urbano y abusar de los consumidores. Por eso los indicadores internacionales de “libertad económica” son especialmente absurdos, como ideológicos son los economistas que los defienden. Las empresas deben convivir con un conjunto de restricciones institucionales justificadas y razonadas, como lo hacen con las cambiantes condiciones del mercado y de los costos de los insumos, las que son al menos tan desafiantes, y con frecuencia mucho más, que gestionar los costos laborales. Y no olvidemos que su sistemática compresión es, desde el lado macroeconómico, un poderoso factor recesivo.

Existen buenos argumentos para afirmar que el cultivo de un clima laboral cooperativo y de una relación constructiva con el entorno es un factor de creación de valor en la empresa. En cambio, desentenderse del entorno e instituir la precariedad en el trabajo como principio organizativo básico generaliza relaciones laborales conflictivas, dificulta la inversión en las capacidades humanas en la empresa y no permite la construcción de estrategias compartidas de mejoramiento de la competitividad. En palabras de Dani Rodrik, “en una discusión tecnocrática de este tipo, es fácil olvidar que lo que los economistas llaman las ‘rigideces del mercado de trabajo’ son en realidad un componente crucial del diálogo social en las economías capitalistas desarrolladas. Proveen una seguridad de los ingresos y del empleo a trabajadores cuya existencia podría de otro modo estar sujeta a trastornos tumultuosos. Además, como lo subraya el economista italiano Giuseppe Bertola, pueden ser eficientes incluso desde una perspectiva estrictamente económica, en la medida en que facilitan la estabilización de los ingresos del trabajo”. Recordemos que los ingresos del trabajo, que permiten el consumo de la mayoría de las familias, son el componente más significativo de la demanda agregada en la mayoría de las economías.

Puesta en este contexto, la discusión que acaba de iniciar el gobierno sobre la indemnización por años de servicios debe considerar que este mecanismo ayuda a inhibir los despidos sin justificación económica, estimula la capacitación para aumentar la productividad al favorecer la permanencia en la empresa y es, llegado el caso, un patrimonio del asalariado que le permite enfrentar mejor el drama del desempleo. Si además existe un seguro de cesantía a todo evento, bienvenido sea para el trabajador. Así, no hay justificaciones sólidas para eliminar o disminuir la indemnización vigente (cuyo tope, recordemos, pasó de 5 a 11 meses en el gobierno de Patricio Aylwin, que tanto dice admirar el actual presidente). Salvo que el objetivo sea simplemente fortalecer aún más en Chile el muy desequilibrado poder del capital sobre el trabajo, en línea con el persistente paradigma del pleno dominio oligárquico propio de la antigua hacienda.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Una nueva tragedia


El uso desmedido de la fuerza por Carabineros para causar terror termina otra vez en el asesinato de un mapuche, esta vez Camilo Catrillanca. El gobierno de Sebastián Piñera debe hacerse responsable de su política de armar comandos a la colombiana, que terminan, como era previsible, saliendo a matar por la espalda con balas en la cabeza a alguien que “arranca en un tractor”, y que supuestamente “ha participado antes en delitos” pero ostenta un certificado de antecedentes incólume. Sería cómico si no fuera trágico. Junto a la investigación judicial de rigor, que ojalá no demore años como suele ocurrir en estos casos y conduzca a sanciones penales proporcionales al delito cometido, no podrán esquivarse las responsabilidades políticas

Ya se habían producido asesinatos de mapuches por la fuerza pública en gobiernos previos, en un contexto que ha llegado a tomar la injustificable forma de castigos colectivos a diversas comunidades. La Inteligencia (¿?) de Carabineros llegó, al parecer, al extremo de inventar falsas pruebas contra dirigentes mapuches, validadas por las autoridades del gobierno anterior. Con el cambio de administración, y después de un disperso plan del empresarial ministro Moreno, la represión vuelve por sus fueros. Prevalece una ceguera que habla muy mal de la capacidad del sistema político chileno actual, y desde luego de quienes hoy gobiernan, de abordar problemas complejos de una manera que no sea simplemente por la fuerza. ¿O acaso no debemos considerar que existe un traumático transfondo histórico y olvidar que los mapuches fueron despojados por la República de buena parte de sus territorios, los que a la postre habían sido respetados por los españoles, incluso al margen de la propia ley chilena? A quien tenga dudas le recomiendo leer la dramática descripción de José Miguel Varela de lo ocurrido a fines del siglo XIX en el libro “Un veterano de Tres Guerras” y su experiencia como Intendente frente a la violencia de los terratenientes contra los mapuches y contra la ley.

Mucho más tarde, luego de los avatares de la reforma agraria y de su reversión violenta por la dictadura de 1973-89, la transición democrática ofreció a los pueblos originarios -a partir de previos parlamentos con presencia del propio Patricio Aylwin- un reconocimiento constitucional, que la derecha bloqueó desde 1990, y un significativo pero insuficiente Fondo de Tierras y Aguas. Con el paso de los años, la voluntad emancipatoria inicial terminó cediendo a la lógica clientelista y burocrática. Peor aún, se volvió a caer en la torpeza de la respuesta meramente represiva frente a acciones violentas de nuevas generaciones de mapuches que -aunque sea políticamente incorrecto afirmarlo- terminaron explicablemente radicalizados al constatar una y otra vez la inoperancia de las promesas del nuevo orden democrático.

Habemos quienes sostenemos la necesidad de combinar una lógica tanto de inclusión como de autonomía frente al histórico tema mapuche Este enfoque debe al menos contemplar:

a) reforzar la devolución de tierras y aguas en diversos lugares del territorio -incluso en parte de los hoy en manos de empresas forestales- pero con un nuevo pacto productivo entre las comunidades, el Estado y las empresas y con la aplicación general de la consulta indígena obligatoria del Convenio 169;

b) establecer una representación mapuche y de pueblos originarios en el parlamento y

c) crear nuevos municipios en territorios mapuches y de otros pueblos originarios que velen autónomamente por el bienestar e identidad plural de sus ciudadanos.

La democracia debe ser capaz de producir resultados que sean significativos para la mayoría social. Debe ser algo muy distinto a la distribución del poder político entre miembros perennes de una “clase política” condicionada por un poder económico cada vez más concentrado. Esto lleva inevitablemente a la percepción colectiva de que la democracia ya no termina siendo la expresión, aunque imperfecta, del ideal del autogobierno, sino un sistema que asegura con más legitimidad la perpetuación de una sociedad de clases y de privilegios. Esta percepción, como llevamos años constatándolo en Chile sin que hayamos logrado hacer nada útil al respecto, conduce a la mayoría de los ciudadanos a la abstención y a algunas minorías a la violencia política. En otros países, la mayoría ha terminado por volcarse hacia esquemas demagógicos o hacia soluciones autoritarias que, aunque inconducentes, canalizan respuestas simplistas frente a la inseguridad económica y frente a la delincuencia, fenómenos que el orden neoliberal no resuelve sino que amplifica.

Llegó el momento de tomar en serio la necesidad de constatar que la representación democrática tradicional debe evolucionar. Y que debe al menos asegurar tres nuevos objetivos: que se tomen más decisiones mediante consulta ciudadana, lograr la paridad de género (por ejemplo mediante la atribución proporcional de escaños a cada lista ya no a individuos sino a duplas hombre-mujer previamente establecidas por las respectivas listas) y también establecer la representación y autonomía de los pueblos originarios. Pero sin olvidar el punto de partida: el fundamento de la democracia es el principio de mayoría, respetando el derecho de las minorías a existir, a expresarse equitativamente y a procurar transformarse en mayoría en elecciones periódicas de las autoridades. Una parte sustancial de este principio básico sigue anulado en Chile, a pesar de los cambios sucesivos desde 1990. Existe aún un derecho a veto de la minoría sobre la mayoría, tanto por los altos quórum de aprobación de las leyes orgánicas y reformas constitucionales como por un ilegítimo Tribunal Constitucional que anula una y otra vez contenidos de leyes aprobadas por el parlamento. Este orden político de “democracia protegida de las mayorías” -que no es otra cosa que una herencia dictatorial impuesta al pueblo chileno- evidentemente produce y producirá cada vez más un alejamiento de la participación democrática y facilitará la multiplicación de violencias. La respuesta a este desafío deberá estar en cambios políticos y económico-sociales, enfrentando con más democracia los problemas de la democracia, y no en la represión indiscriminada que hemos visto en estos días.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Más de lo mismo: AFP prósperas y pensionados quebrados

En la Tercera Digital


La reforma de 1981, que privatizó el sistema de pensiones por razones ideológicas, se justificó con el argumento de que el sistema de reparto estaría quebrado y el cambio demográfico lo haría aún más insostenible en el futuro. Hoy, en cambio, son los jubilados los que están quebrados y las AFP repletas de ganancias, superiores al 20% anual sobre el capital. Las tasas de reemplazo de 70% del sueldo previo prometidas en 1981 son en realidad, medidas por la OCDE, del orden de 40% para los hombres y de 30% para las mujeres.

Se ha persistido en la construcción del mito interesado según el cual los sistemas de reparto ya no serían viables. Decir que el reparto es insostenible, y terminar con él como se hizo en Chile -aunque parcialmente, como veremos- es lo mismo que decir que el cambio demográfico llevará a más gastos de salud y que es insostenible ocuparse de la salud de las personas de edad. El cambio demográfico implicará más gastos en pensiones y salud en las todas las sociedades en el futuro, las que deberán realizar más esfuerzos públicos y privados en estas áreas, cualquiera sea el sistema que utilicen. Punto y a parte.

Por lo demás, el reparto sigue siendo el sistema más frecuente en el mundo para asegurar pensiones a las personas de edad, incluyendo el centro del capitalismo actual, Estados Unidos. Un sistema de reparto consiste en trasladar recursos de determinadas personas (en este caso provenientes de las que trabajan bajo contrato) para asignarlo a otras (las que han llegado a una cierta edad y cumplen con determinados requisitos). Su equilibrio financiero depende del balance entre ingresos y gastos y la justicia de su funcionamiento depende de los criterios que se utilice en los cobros y beneficios, empezando por permitir o no privilegios indebidos. Así, estos sistemas pueden funcionar bien o mal, lo que no depende de su naturaleza sino de la gestión de sus parámetros. Mantener equilibradas las cuentas con cada vez más personas jubiladas supone, en particular, aumentar la base y las tasas de cobro para asegurar ingresos suficientes y/o disminuir los beneficios. Esto es exactamente lo que la mayoría de los países ha venido haciendo (los detalles pueden verse en OECD, Pensions at a Glance, 2017), los que mantienen o recuperan estos sistemas por la certeza y estabilidad que proveen.

La capitalización individual no es una panacea y estará igualmente afectada por el cambio demográfico. No es otra cosa que la extensión de la muy antigua inversión financiera, en este caso con ahorro forzoso acumulado en un fondo junto a su rendimiento que luego se utiliza en la vejez bajo un sistema de retiros parciales hasta la extinción o de renta vitalicia provista por una compañia de seguros, o una combinación de ambos. El sistema privado de pensiones tiene los mismos problemas del capitalismo: inestabilidad, incertidumbre de rendimientos, desigualdad. Con el agravante de que el cambio profundo de la sociedad salarial desde 1980, que se acelerará sustancialmente con la automatización combinada con inteligencia artificial, disminuye la estabilidad de la base de los sistemas de cotizaciones obligatorias inventados a fines del siglo XIX, ya sea que tomen la forma del reparto o de la capitalización, y restringirá su cobertura. Para proteger a los adultos mayores, salvo que se quiera abandonar ese objetivo, se requerirá pasar desde un financiamiento basado preferentemente en cotizaciones salariales a uno basado en cotizaciones e impuestos de base más amplia y consolidar, en vez de restringir, los mecanismos de acceso a pensiones independientes de la historia laboral, junto a estimular el ahorro personal voluntario.

El cambio autoritario de las pensiones en Chile se hizo por razones ideológicas de promoción de “soluciones privadas a los problemas públicos”, y de una manera muy cuestionable, que es lo que algunos hemos advertido desde 1981. La lógica liberal sostiene que cada cual debiera tomar decisiones propias sin interferencia estatal y, en el caso de las jubilaciones, considerar cuánto y dónde ahorrar para la pensión de vejez. No obstante, la lógica económica no dogmática subraya que existe una “miopía intertemporal” que lleva a muchos consumidores a no tomar decisiones en su propio interés en esta materia y otras, como la salud, lo que justifica la intervención de los Estados y el ahorro obligatorio. En Chile se mantuvo la intervención estatal, pero para establecer una maquinaria de creación artificial de ganadores (pocos) y perdedores (la mayoría). Existe un sistema híbrido que combina a) reparto para las Fuerzas Armadas y de Orden, pero nada menos que con un déficit sistemático financiado por el resto de la ciudadanía a través de sus impuestos (las cotizaciones solo financian un 6% de las pensiones militares) del orden de 1% del PIB; b) una pensión asistencial y mínima de reparto financiada por el presupuesto –devenida en 2008 en pensión básica solidaria para sacarla de la indigencia- con un costo del orden de 0,7% del PIB y c) un “capitalismo previsional forzado por el Estado”. Este consiste en un ahorro obligatorio que debe ir a un ente privado, el que lucra obteniendo no menos de un quinto de lo cotizado cada mes por el trabajador (las famosas comisiones de las AFP, las visibles y las invisibles), sin garantía de resultado (sin “beneficios definidos” en la jerga previsional) y con rendimientos de los fondos que fueron elevados en un inicio pero que han ido, como la mayoría de economistas serios predijo, decreciendo en el tiempo. El sistema incluye beneficios tributarios muy favorables a los ahorros previsionales de las personas de altos ingresos. Y no se debe olvidar el enorme gasto fiscal previsional de transición para sostener las pensiones del sistema antiguo, lo que ha implicado un gasto presupuestario anual de entre 4 y 5% del PIB durante más de tres décadas.

El resultado, después de una prolongada experimentación, ha sido que la gran mayoría de los jubilados recibe ingresos muy inferiores a los de su vida activa. En contraste, existen pensionados públicos privilegiados y las administradoras privadas gozan de altas utilidades, en condiciones de oligopolio y de altas barreras de acceso. Y hacia el futuro, la capitalización individual en condiciones de envejecimiento de la población implicará la disminución progresiva de las mensualidades de las nuevas rentas vitalicias, las que, a partir de los fondos acumulados, se construyen con tablas de esperanza de vida por sexo, las más de las veces ampliamente excedidas. Este método perjudica el monto de las pensiones y especialmente a las mujeres, que tienen una esperanza de vida mayor que los hombres (nótese que para remediar esta discriminación en la Unión Europea se prohíbe todo cálculo actuarial que no promedie los datos de esperanza de vida de ambos sexos). También el método perjudica a los más pobres, pues estos tienden a tener en la experiencia internacional una esperanza de vida menor que las personas de más altos ingresos, respecto de lo cual no existen estadísticas disponibles en Chile. Además, se produce una grave incertidumbre asociada a la modalidad de retiro programado, una verdadera bomba de tiempo para muchos jubilados.

En suma, el sistema de capitalización individual obligatorio, en las condiciones del mercado de trabajo chileno actual y futuro, simplemente no sirve para proveer pensiones razonables como proporción de los ingresos previos en la vida activa. Tampoco asegura una cobertura a los numerosos adultos mayores que están fuera de los sistemas de cotización obligatoria. Esto lo hace el Estado mediante un mecanismo que, léase bien, es de reparto, en el que los que pagan impuestos financian las pensiones básicas y los “aportes solidarios” a las pensiones muy bajas o a las mujeres que han tenido hijos. La fuerza de las cosas llevó a aumentar la importancia del reparto, especialmente desde 2008, y seguirá haciéndolo. Lo que cabe ahora es terminar de redefinirlo adecuada y racionalmente.

La reforma previsional anunciada por el presidente Sebastián Piñera no soluciona ninguno de los problemas mencionados. Apunta a aumentar las cotizaciones obligatorias para capitalización privada. O sea se trata de más AFP, solo que en el futuro acompañadas de otras entidades similares, pero solo para el 4% patronal adicional, que entrará en vigencia muy gradualmente. Uno se pregunta por qué no se extiende la entrada de nuevos actores a la administración del 14% de cotizaciones, como indica la más elemental lógica de promoción de la competencia. Una vez más estamos en presencia del contraste entre el discurso del libre mercado y de la competencia y por otro lado gobernar rudamente para sostener el poder económico constituido. Además, la promesa de 40% de aumento en régimen de las pensiones no tiene certeza jurídica o económica alguna y obedece a cálculos con parámetros inciertos. Ampliar la capitalización individual obligatoria podría subir en algo las pensiones a muy largo plazo, pero con un persistente alto costo para el cotizante, utilidades de las AFP muy elevadas y siempre pensiones bajas respecto a los ingresos previos a la jubilación.

El gobierno sostiene que las bajas pensiones se deberían a los empleos inestables que generan lagunas de cotizaciones. Entonces debiera reconocer que la capitalización individual no funciona si los empleos permanentes y estables son la realidad de solo una minoría de los trabajadores.

Soy de los que postula que una reforma, dadas las incertidumbres presentes y futuras del empleo asalariado, debe apuntar primordialmente a aumentar la provisión al margen del mercado y de las circunstancias de la vida laboral de al menos un piso de ingresos para todos los adultos mayores. La pensión básica debe transformarse en un derecho universal para las personas de más de 65 años, y no ser concebida como un acto de solidaridad sino de ciudadanía, que también incluya a los más ricos en tanto estos contribuyan tributariamente conforme al principio de progresividad. Debe alcanzar un nivel razonable (desde el punto de vista de su costo para la colectividad), decente (para permitir una vida con un mínimo de dignidad en la vejez) y no sujeta a situaciones particulares o privilegios. La pensión básica actual debería aumentarse de manera gradual pero sustancial, por ejemplo con la meta de alcanzar en plazos breves unos 250 mil pesos mensuales (lo que tendría un costo fiscal total de cerca de 2,8% del PIB) y en plazos más largos el nivel del ingreso laboral mediano, de 380 mil pesos en 2017 (con un costo total de un 5,1% del PIB). Un piso universal de este tipo existe, por ejemplo, en Nueva Zelandia, y su costo es también cercano al 5% del PIB. Los aumentos de la pensión básica podrían financiarse con un impuesto adicional al consumo (exceptuando los bienes básicos) y subiendo a 50% la tasa marginal del impuesto a la renta (que recordemos era su nivel de 1989), junto a fortalecer sustancialmente el actual Fondo de Reserva de Pensiones para sustentar este gasto en los momentos bajos del ciclo económico y para compensar el futuro cambio demográfico.

Un nuevo sistema mixto debiera incluir un segundo piso de pensiones adicional al nivel básico, que apunte a mejorar la tasa de reemplazo de los ingresos laborales, la que en todo caso estaría asegurada en el nivel del ingreso laboral mediano en la proposición aquí postulada, pero sin monopolio de las AFP y financiada con ahorro voluntario complementado con aportes de los empleadores estimulados con incentivos tributarios equitativos. Las AFP debieran poder gestionar los fondos ya acumulados, pero permitiendo retiros para contingencias justificadas en la vida activa y sin retiro programado en el momento de la jubilación, mecanismo que provoca una incertidumbre indebida en los ingresos futuros de los pensionados. Las AFP debieran dejar de recibir cotizaciones obligatorias y obtener clientes (ahorrantes) como cualquier otra actividad privada competitiva, y no tenerlos a disposición gratis mediante una obligación de cotización establecida por el Estado sin que los asalariados tengan arte ni parte. En cambio, debiera favorecerse los mecanismos de ahorro previsional negociados colectivamente entre trabajadores y empleadores.

Como se observa, estas proposiciones van en el sentido de cambiar la lógica prevaleciente desde 1981. Se trata de no perseverar en un resultado ya demasiado conocido: la garantía de altas utilidades oligopólicas para las AFP a costa de las cotizaciones obligatorias de los trabajadores y de muy bajas pensiones para la mayoría.

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