El sin sentido de las acusaciones constitucionales a ministros
Más allá del hecho “táctico” de que tiene poco sentido realizar acciones políticas destinadas a fracasar, la reciente acusación constitucional contra la ministra de Educación, Marcela Cubillos, requiere de un balance más amplio.
Señalemos que la destitución de un ministro, en caso de aprobarse una acusación constitucional de este tipo, es siempre política, dados los órganos involucrados en el procedimiento. La idea de un procedimiento “jurídico” en este campo es simplemente absurda. Si lo que se juzgara fuese algún delito, esto debiera canalizarse por un tribunal de justicia. Lo más grave del procedimiento es la “muerte cívica” por cinco años, es decir la imposibilidad de ocupar cargo público alguno, que acompaña la destitución.
Esto es precisamente lo que ocurrió con Yasna Provoste en 2008. No olvidemos que este mecanismo fue utilizado por primera vez desde el retorno de la democracia por la derecha, cuando destituyó a la entonces ministra de Educación, hoy senadora. Estuvo a punto de suceder lo mismo en 2008, con Soledad Barría, quien renunció antes que la sanción opositora se concretara. Luego la oposición a la derecha en el primer gobierno del actual presidente cometió el error de hacer una especie de aplicación de la ley del Talión, y destituyó por la vía de la acusación constitucional al ministro de Educación Harald Beyer, área que parece concentrar las pasiones en este juego de castigos personales.
El tema de fondo es que el mecanismo permite una de las peores cosas en política: atacar a personas, y gravemente por la consecuencia de la “muerte cívica”, en vez de modificar políticas, que es lo que importa. En este caso, si la oposición destituye un ministro, llegado el momento el/la presidente/a cambia el ministro, y todo sigue tal cual.
Las acusaciones constitucionales a ministros tienen una larga trayectoria en Chile. Este mecanismo, incorporado en la constitución de 1833, fue utilizado profusamente después de la guerra civil de 1891 para limitar el poder del presidente. Esto hizo evolucionar el régimen político hacia uno llamado “parlamentario” entre 1891-1925, sin que cambiara la constitución, pero permitiendo la incidencia de la “fronda aristocrática” en la conducción del gobierno, que entre otras cosas dilapidó las rentas del salitre. Y llevó a la crisis institucional de los años 1920, de la que emergió una nueva Constitución presidencialista emergida de un plebiscito impuesto por Arturo Alessandri sin mayor deliberación democrática. El mecanismo de las acusaciones parlamentarias a ministros se mantuvo y volvió a ser profusamente utilizado por la oposición contra el presidente Allende, empezando por la destitución de unos de sus ministros más moderados y de espíritu dialogante, José Tohá, a la postre asesinado por la dictadura.
La verdadera discusión debe situarse en el terreno del régimen político. El llamado grupo de los 24, que reunía en los años 1980 a juristas de la oposición a la dictadura de entonces, recomendó que un nuevo orden institucional estableciera un régimen semi-presidencial en Chile. Lo propio ocurrió en diversos debates académicos en los años noventa, en los que se sumaron a la idea representantes de la derecha parlamentaria. En la frustrada discusión constitucional del gobierno de Bachelet II el tema volvió a resurgir.
Un régimen semi-presidencial, en el que el presidente como jefe de Estado nombra un primer ministro o ministro coordinador como jefe de gobierno que requiere de la aprobación mayoritaria del parlamento para ejercer el cargo o pueda ser censurado, tiene la ventaja de regular más racionalmente que en el régimen presidencial las situaciones en las que el presidente no cuenta con mayoría parlamentaria. El jefe de gobierno debiera poder contar siempre con condiciones para ejercer su cargo: escoger sus colaboradores y contar con mayoría en la Cámara de Diputados, reservando al Senado un rol de revisión de leyes con poder de veto parcial y de nominaciones de cargos públicos, incluyendo embajadores y generales. El mecanismo de destituirle ministros al poder ejecutivo es francamente absurdo. Se debiera recurrir a las urnas, mediante la disolución de la Cámara por el presidente, si se constata que ningún jefe de gobierno cuenta con apoyo parlamentario suficiente. De paso, la disolución, contemplada en la versión original de la constitución de 1980 y sacada del texto en los acuerdos de 1989, entre otros errores cometidos entonces, es un buen mecanismo de superación de crisis graves. El cambio constitucional que el país requiere, que en algún momento habrá de producirse, deberá considerar esta opción.
En un esquema de este tipo, si el presidente no tiene mayoría parlamentaria, debiera procurar construirla de manera estable e institucional mediante la nominación del jefe de gobierno con anuencia de la Cámara de Diputados. Esto supone partir por asumir que no va a poder llevar adelante su propio programa, porque así lo decidieron los ciudadanos en las urnas al no darle esa mayoría para legislar. Y pactar un programa de legislatura con las fuerzas parlamentarias que pudieran mostrarse proclives, como en este caso la democracia cristiana y el radicalismo, e incorporarlas al gobierno. El caso a caso de negociaciones ley a ley, por el contrario, parece más un sistema de distribución de prebendas que una gestión coherente de gobierno que no hace sino desprestigiar cotidianamente a la democracia.
La oposición, sea o no mayoría en el parlamento, debiera hacer su trabajo: oponerse a las legislaciones que no comparte y para las cuales tiene un mandato ciudadano de votar en contra. Esto no excluye concordar algunas legislaciones en tanto el gobierno se allane a aproximar posiciones. Pero el rol de la oposición es primordialmente presentar alternativas. Usar el mecanismo de la muerte cívica de ministros debiera excluirse de su campo de acción, pues es solo un acto de castigo individual que no conduce a nada constructivo.