jueves, 27 de diciembre de 2018

La necesaria subordinación de los cuerpos armados al poder civil democrático

El presidente Sebastián Piñera ha hecho bien en anunciar el 26 de diciembre, como conclusión de la crisis policial reciente, que va “a enviar una reforma constitucional para terminar con ese mecanismo (de destitución)”, pues cree “que los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el general Director de Carabineros tienen que estar subordinados al poder civil y cuando el Presidente les pide la renuncia tienen que renunciar en el acto”. Al descubrirse poco a poco la magnitud del engaño policial en el asesinato de Camilo Catrillanca, y la incitación a la obstrucción de la verdad por elementos de la jerarquía policial, resultó inevitable ir de destitución en destitución hasta llegar al general director de Carabineros. Cuando Hermes Soto y varios de sus generales se insubordinaron en días pasados, también había actuado correctamente el gobierno al sacarlos rápidamente para nombrar a un oficial de su confianza y así reafirmar el poder civil. Por ello la petición de renuncia al ministro del Interior, tal vez justificada por el principio general de la responsabilidad política, sería en este caso de alguna manera un premio a la insubordinación y a la tesis de la independencia de los poderes públicos armados que algunos todavía defienden. Esto no impide la necesaria crítica política al ministro Chadwick, en especial por ser uno de los que ha estado en el origen del problema institucional que se evidenció en estos días y por su manejo reciente de la represión en la Araucanía.

Había sido un error del presidente Sebastián Piñera y de su ministro alentar expectativas al nombrar a Hermes Soto y prometer una reestructuración de Carabineros sin ir a la raíz de los problemas. Estos incluyen temas como transformar la relación con los ciudadanos y la sociedad organizada en cada territorio para combatir el delito, la formación cívica del personal, el control civil de la función policial y transparentar y supervigilar el gasto y la administración para evitar abusos. Cabía desde el principio enfrentar la cultura del engaño a las autoridades y al poder judicial, del que Carabineros es un órgano auxiliar, sobre todo después de la llamada Operación Huracán. Esta llevó la falsificación de pruebas a un extremo, logrando la cobertura para una supuesta operación de inteligencia por parte del ministerio del Interior del anterior gobierno.

Lo peor por parte del nuevo gobierno fue terminar de encargar al GOPE y las Fuerzas Especiales un recrudecimiento ciego de la represión en La Araucanía. El resultado más reciente fue el asesinato por la espalda de un inocente y el intento posterior de esconder los hechos con chapuzas sucesivas. Se había creado un clima de “mano dura” para contentar a un grupo de propietarios de tierras -pertenecientes en origen a comunidades mapuches- exasperados por los ataques a sus bienes y en algunos casos dramáticamente por ataques a personas con fatales consecuencias, lo que merece la reprobación de todos. Pero esto se tradujo en un ineficaz acompañamiento del espíritu castigador y discriminador de la más primitiva derecha que ha reemergido en el país. Se ha afirmado en el gobierno la idea de no perder votos en el mundo conservador y de hacerlo a través de respuestas autoritarias frente a cada desafío que plantea la sociedad.

No olvidemos, además, el trasfondo institucional: se pagan hoy las consecuencias de la norma de permanencia y destitución de los jefes militares y de orden establecida en 2005, la que da espacio a los intentos de desacato al poder civil democrático. El gobierno de la época la aceptó porque devolvía, aunque imperfectamente, la subordinación de los órganos armados del Estado a la autoridad presidencial democrática. No olvidemos que el presidente Ricardo Lagos tuvo que lidiar, exitosamente a la postre pero en medio de múltiples tensiones perfectamente injustificadas, con la destitución de dos comandantes en jefe sin tener la autoridad formal para hacerlo. En la actual crisis, la norma absurda de informar al parlamento antes de perfeccionar administrativamente la destitución de los mandos, se da vuelta contra los que la impusieron en el Senado: los hoy ministros Chadwick, Larraín y Espina, entre otros. Su motivación en la época, que es de esperar ya no exista, fue mantener la ilusión de la inamovilidad y sobre todo dar espacio a la independencia y, en su caso, a la desobediencia militar frente a quien resulte elegido/a por los ciudadanos/as para conducir el Estado y que pudiera resultarle molesto a sus intereses y visiones. Hay todavía dando vueltas elementos de la tradición política de la derecha oligárquica, la que propició los golpes y la insubordinacion militar no una sino muchas veces en la historia, y de manera grave contra Freire, Balmaceda, A. Alessandri y Allende.

Lo que está detrás es una concepción instrumental de la democracia, en nombre de una libertad que es para las oligarquías tradicionales esencialmente la que otorga el poder de apropiarse de la parte del león del excedente económico. Muchos de sus representantes no aceptan que los problemas de la democracia se aborden con métodos democráticos y piensan que las explotaciones y discriminaciones forman parte de una suerte de orden natural, en el que ellos están en la cima, o consideran que deben estarlo por algún designio divino. A la vez, sus partidarios (o subordinados) plebeyos aspiran a acompañarlos en el olimpo de la jerarquía social, o al menos a ser tomados en cuenta en la sociedad desigual y patriarcal que los conservadores defienden. Conservadores que defendieron, entre otros hechos históricos cruciales, la ruptura violenta de 1973 en vez del plebiscito que sería convocado por el presidente Salvador Allende para intentar una salida política a la crisis. Y que incitaron a la represión violenta y prolongada contra la izquierda y contra todos quienes aspiran a una sociedad progresista, democrática e igualitaria.

Parte de la izquierda también tuvo en los años sesenta una visión instrumental de la democracia, en nombre de la urgente emancipación de la clase trabajadora y de los pobres del campo y la ciudad, la que debía realizarse contra viento y marea. Pero la mayor parte de este mundo hizo una autocrítica radical hace décadas, después de intensos debates,  al asumir lo ya planteado por Eugenio González en la década de los años cuarenta y más tarde por el allendismo, en el sentido que el Estado democrático de derecho termina siendo una protección fundamental para la mayoría social frente a las oligarquías. Desde entonces la izquierda mantiene una invariable conducta que concibe a la democracia, en palabras de Jorge Arrate, como espacio y límite de su acción política. Incluso los ex estalinistas del PC han reiterado que en Chile su accionar es exclusivamente democrático, y así lo demuestra su práctica, aunque sus adhesiones internacionales dejen que desear.

La lección democrática para la reforma constitucional en la materia o, mejor aún, una nueva Constitución generada participativamente, es que la información al Congreso, al que le cabe un rol deliberativo como representación de los ciudadanos, debe ser posterior y no previa a la completa tramitación de la destitución de los comandantes en jefe o generales directores. Los cuerpos armados estatales deben subordinarse efectivamente a la autoridad política democrática, sin autonomía alguna de decisión incluso en materias operativas y  presupuestarias (Carabineros ha realizado el mayor desfalco al Estado en la historia de Chile, solo comparable a los de Pinochet y la Dina). Nunca debe permitirse cualquier trato arbitrario a los ciudadanos ni el uso de la fuerza por cuenta propia de los órganos públicos armados, y menos para asesinar a nadie (no existe ya en Chile la pena de muerte) o subvertir el orden legal y constitucional. El uso de la fuerza debe ser siempre proporcional a la amenaza y controlado por la autoridad civil y judicial. El incumplimiento de las normas de uso de los recursos públicos o de uso de la fuerza, así como la omisión de información y la mentira a la autoridad, deben ser sancionados severamente y sus responsables separados de inmediato de las filas.

Esas deben ser las condiciones de ingreso y permanencia en las Fuerzas Armadas y de Orden, para que nadie se equivoque. De otro modo entraríamos irremediablemente en la trayectoria de los Estados cleptómanos y violentos, a la que nos empezó a encaminar el régimen dictatorial en 1973-1989 y de la que tanto nos ha costado salir progresivamente, con avances y retrocesos. Hoy nos encontramos en un nuevo punto de inflexión de alcances históricos, en el que los actores políticos y sociales deben estar a la altura del desafío, incluyendo el respeto y consideración debida a la inmensa mayoría de uniformados probos que dedican su vida al servicio de los demás.

martes, 18 de diciembre de 2018

Un año después de la derrota



La actual oposición ha reflexionado poco sobre su derrota de 2017 y acerca de la pérdida de sentido de su práctica política, su largo desgaste, incorrecciones e incoherencias. De la quebrada Nueva Mayoría han surgido tres expresiones que no reflexionan ni trabajan juntas (y que en realidad tampoco compartieron en su momento el programa que firmaron): el PDC caminopropista, la no muy estrecha coordinación PS-PPD-PR y la coordinación que el PC hace con el PRO luego de haber sido sacado de los escenarios unitarios. Tampoco el Frente Amplio ha salido de su identidad constestataria-generacional y no ha ofrecido una interpretación de su exitosa emergencia en 2017 ni impulsado propuestas visibles.

Para avanzar en estos debates, la Fundación por la Democracia que dirige Victor Barrueto realizó mesas de intercambio en días pasados. Fui invitado a comentar una exposición de Rodrigo Valdés y coincidí con él en que las malas ideas inspiran malas políticas, pero con la interpretación de que son los axiomas y modelos neoclásicos al uso entre los economistas convencionales los que no explican ni predicen la evolución económica, ni menos inspiran buenas políticas. Constituyen una teorización de un prejuicio político (el “fundamentalismo de mercado”, en la expresión de Joseph Stiglitz) a favor de los mercados desregulados y su supuesta capacidad de coordinación de los agentes económicos que optimizaría el uso de los recursos en condiciones de equilibrio. Nada de eso ocurre en las economías realmente existentes. No son una abstracción pertinente que describa las economías de mercado tal cual son, con agentes e información asimétricos, crisis periódicas, concentración del capital y de los ingresos y daño ambiental. Y no consideran las condiciones para que los mercados funcionen ni sus fallas en la asignación de recursos, lo que justifica una amplia intervención pública en la economía.

El liberalismo a la Friedman y Von Hayek lleva al extremo la fobia contra la esfera pública y las acciones colectivas racionales y democráticas. Defiende los intercambios descentralizados motivados por el afán de lucro sin limitaciones, aunque su resultado sea la inestabiidad, la desigualdad y la depredación. Este enfoque ha sido adoptado por economistas que han logrado un injustificado y amplio poder político en algunos gobiernos de la Concertación y en el de la Nueva Mayoría (algunos de los cuales provenían de la ortodoxia marxista-leninista y se reconvirtieron a una nueva ortodoxia), en contraste con los programas de esas fuerzas y con la opinión de sus partidarios. Muchos de los ministros de Hacienda no compartían los programas progresistas ni estaban de acuerdo con las reformas tributarias, laborales, de pensiones, de salud y educacionales capaces de reducir la desigualdad y proteger el ambiente. Esto se ha producido por el condicionamiento empresarial y mediático del sistema político y de los gobiernos. Y conducido al descrédito de fuerzas políticas que señalizan en campaña para un lado y en el gobierno giran hacia el lado contrario. Tema para la reflexión, en el que el mérito de Rodrigo Valdés es tratar con claridad de convercer al progresismo que adopte frontalmente el enfoque neoliberal.

Recordé que sus políticas no produjeron, para empezar, resultados aceptables de crecimiento del PIB. Este fue desde 1990 a 2009 de 5,3% anual promedio, muy superior al 3,5% de 1974-89. Pero en el de Bachelet II el crecimiento fue de solo 1,7% anual promedio, uno de los más bajos desde los años 1950. No se escuchó rendición de cuentas alguna en la materia por el exministro, que redujo la inversión pública contra toda lógica durante su gestión, entre otras medidas recesivas. Señalé que sus resultados distributivos fueron también muy deficientes. La desigualdad de la distribución del ingreso monetario venía bajando sistemáticamente, desde un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015, según los cálculos del Banco Mundial. Pero la desigualdad subió en la segunda parte del gobierno de Bachelet II, quebrando inusitadamente la tendencia previa. Junto al aumento del coeficiente de Gini, también lo hizo el de Palma (cuantas veces representa el ingreso del 10% más rico aquel del 40% más pobre), que subió a 2,1 veces en 2017 desde 2,0 en 2015. Era de 2,4 veces en 2006 y 2,2 veces en 2013. Si antes se avanzaba lentamente, en el último bienio se retrocedió, sin que ningún responsable haya dado mayores explicaciones, lo que tampoco ocurrió en esta ocasión. En la OCDE, la relación 10-40 es de 1,2 veces en promedio (y de 0,9 veces en Dinamarca y Finlandia). Se necesita más producción con valor agregado y trabajo calificado, negociación colectiva, tributación progresiva y servicios públicos y transferencias en pensiones y apoyos a las personas a la altura del desafío. Ya no se puede seguir tergiversando. Salvo que se considere que no se puede hacer mucho al respecto, que es lo que Valdés insinúa.

Sobre el tema mencioné que las economías que más han acortado sus brechas previas de PIB con las economías de altos ingresos son las asiáticas (el precursor fue el Japón de posguerra, luego Corea del Sur, Taiwán, Hong-Kong y Singapur y hoy China, India y los países de la ASEAN), con gobiernos que intervienen, y mucho, sobre todos los mercados, mantienen políticas industriales, empresas e inversiones públicas en gran escala y políticas para mantener una desigualdad de ingresos relativamente acotada, favorecida por una fuerte demanda de trabajo calificado. Estas experiencias apenas fueron mencionadas. Agregué que, contrariamente a la leyenda neoliberal, históricamente buena parte de las economías más exitosas en el mejoramiento del bienestar de su población son las que han contado con política industrial y con Estados de bienestar financiados con altos impuestos directos, como las nórdicas y otras europeas, construidos desde la posguerra con una amplia redistribución cuando eran más pobres que Chile hoy. Logran, incluso en Estados Unidos, lo que no hacemos acá: disminuir sustancialmente la desigualdad de ingresos de mercado una vez que se aplican impuestos y transferencias. Pero lo que se escuchó fue un escepticismo sobre la viabilidad de producir disminuciones sustanciales de la desigualdad y una supuesta ausencia de experiencias en la materia.

Recordé, asimismo, que las emisiones por habitante de gases con efecto invernadero, que llevan a un cambio climático irreversible que sufrirían la nuevas generaciones si no se actúa para desacoplar el crecimiento de las emisiones, son en Chile las más altas del continente -después de Trinidad Tobago y Venezuela- y crecen aceleradamente. El tema ambiental ni siquiera fue mencionado en la exposición de Valdés, cuya distancia con la materia es conocida -primero el crecimiento, después se verá qué se hace con los otros asuntos de interés público- y le costó la salida del gobierno.

El progresismo que no produce resultados en reducción de la desigualdad ni de la huella ecológica, y además tampoco en crecimiento, no es progresismo. Tal vez pueda ser un social-liberarismo bajo en calorías, pero no un actor de transformación equitativa y sostenible que represente a la mayoría social, que es lo que se necesita reconstruir a la brevedad como factor de oposición a la gestión de la derecha y de alternancia progresista.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Comentario a Rodrigo Valdés en seminario

Mi comentario a Rodrigo Valdés en seminario de Fundación por la Democracia el viernes 14 de diciembre.

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martes, 4 de diciembre de 2018

Sobre crítica y ecuanimidad




Soy de los que siempre ha pensado que en las ciencias sociales y económicas la perspectiva crítica es fundamental. Cuando se observa la realidad, cabe mirar preferentemente la parte medio vacía del vaso de agua y no la parte medio llena. También creo que en materia de derechos fundamentales de las personas hay que ser intransigentes, porque de lo contrario no serían fundamentales sino que adaptables según las conveniencias del momento y de quienes ejercen el poder. Pero hay algo que también resulta fundamental: mantener un mínimo sentido de la ecuanimidad.

Participé recientemente como ponente en una mesa redonda de la Fundación Presente en el ex Congreso sobre temas sociales. Volvió a aparecer en el debate la descalificación fácil y al voleo de los parlamentarios y “los políticos”, como si no fuéramos todos políticos -activos o pasivos, pero ese es otro tema- por el solo hecho de pertenecer a la sociedad. Me permití recordar que los parlamentarios son elegidos por el pueblo, por acción (mediante el voto) o por omisión (mediante la abstención, dejando que otros los elijan). Y que son de alguna manera un reflejo de la sociedad, más allá de las manipulaciones mediáticas, de la incidencia del dinero empresarial en las campañas y de las eventuales compras de votos. Y que a los que no les gustan los actuales parlamentarios, les cabe organizarse para buscar reemplazarlos. El que piensa que es el sistema político y electoral el que requiere ser cambiado, entonces de nuevo el camino es organizarse y luchar por ese cambio. Salvo que en realidad no se crea mucho en la democracia y en aquello de “vox populi, vox dei” (la voz del pueblo es la voz de Dios), que es lo que está muchas veces detrás del alegato contra los políticos y los parlamentarios.

Otro tópico recurrente en muchos debates, y también en el que asistí recientemente, es que “desde 1990 no se ha hecho nada”, lo que afirman tanto personas de derecha como de algún centro e izquierda. Me parece que un poco de ecuanimidad debe llevar a reconocer al menos cosas como que: 

– Vivimos en un clima de libertades y de respeto del derecho, imperfecto e insuficiente y sin que prevalezca el principio de mayoría en temas cruciales y haya avanzado la corrupción en diversos órganos públicos, pero que en nada se puede comparar a la dictadura de 1973-1990;

– Ya no existe la ley de autoamnistía de 1978, a pesar de la lentitud de los tribunales e insuficiencias variadas, pues la justicia considera hoy que debe prevalecer la legislación internacional en materia de crímenes de lesa humanidad, lo que ha conducido a muchas condenas a violadores de los derechos humanos, cuyas penas se cumplen en la mayoría de los casos mediante privación de libertad (sin olvidar que Pinochet no fue condenado aludiendo una demencia que logró certificar, pero si fue enjuiciado por diversos crímenes), y que nada de eso ha sido fruto del espíritu santo sino de muy respetables y prolongadas luchas;

– Los ingresos de las familias y el empleo y los mecanismos de protección social han aumentado desde 1990 más que en cualquier otra etapa prolongada de la historia de Chile y la producción crecido al doble que en dictadura, si bien las insuficiencias son múltiples y en algunos casos graves: la economía se ha concentrado enormemente, los derechos de los trabajadores y los consumidores son inexcusablemente limitados y también lo son las políticas minera y pesquera, las de diversificación industrial y de innovación, la educacional, de salud y previsional, así como la protección del medio ambiente, como fruto en parte de la herencia dictatorial y de la influencia del gran empresariado en el parlamento; pero todo esto no elimina los progresos, que son los mejores de América Latina en diversas materias;

– La concentración de la distribución del ingreso monetario, que sigue siendo intolerable, bajó de un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015 (según los cálculos del Banco Mundial);

– La esperanza de vida al nacer, que refleja una parte significativa de las condiciones de vida de la población (y no solo de los más ricos, como en buena medida ocurre con el PIB por habitante en condiciones de concentración del ingreso) aumentó en 6 años y pasó de 73,7 años en 1990 a 79,7 años en 2017, la tasa más alta de América Latina (después de los 80 años de Costa Rica y los 79,9 años de Cuba), cifra que supera hoy a la de Estados Unidos, cuya esperanza de vida al nacer aumentó en solo 4 años y pasó de 75,3 años en 1990 a 79,5 años en 2017, según la Organización Panamericana de la Salud (2018);

– La tasa de mortalidad de los niños menores de un año (un indicador directo de pobreza) pasó de 16,0 en 1990 a 6,9 en 2015 por cada 100 mil nacidos vivos;

– La tasa de mortalidad por homicidios (un indicador directo de criminalidad) pasó de 10,2 en 2000 a 7,6 en 2015 por cada 100 mil habitantes en el caso de los hombres y de 1,4 a 1,0 en el caso de las mujeres.

En temas culturales y de discriminación se han producido avances notorios, los que hoy forman parte del paisaje como si siempre hubieran estado ahí, a pesar de la oposición de la derecha dura y de conservadores de otros signos, los que en su momento usaron los argumentos más retrógrados que sea posible imaginar. Entre estos avances progresistas se cuenta en 1994 la despenalización del adulterio femenino; en 1998, el fin de los hijos ilegítimos; en 1999, la despenalización de la sodomía; en 2004, la ley de divorcio; en 2015, la ley de Acuerdo de Unión Civil; en 2017, la ley de despenalización del aborto en tres causales, y en 2018, la ley de Identidad de género.

La “legitimidad del reclamo” frente a lo que se pueda considerar equivocado, insuficiente o injusto, que alimenta de manera crucial la deliberación en democracia, se ha visto opacada en nuestro país por la “cultura de la queja” y de la maledicencia. Nos hemos acostumbrado a emitir, y a aplaudir, afirmaciones que no dan cuenta de datos básicos de la realidad, o en el mejor de los casos a cuestiones laterales. Me quejo luego existo, y sigo tan contento/a. Y no me hago cargo de contribuir a cambiar nada, ni me siento responsable de nada. En efecto, para cambiar las realidades injustas o dañinas para la condición humana y para los ecosistemas, hay que diagnosticar lo mejor que se pueda lo que pasa para proponer las transformaciones que resulten necesarias, y actuar individual y colectivamente en consecuencia. Que se tenga éxito o no en el empeño nunca estará garantizado, pero si no se intenta estará garantizado que nada nuevo ocurrirá. Y podremos seguir quejándonos con mayor entusiasmo. Hasta que aparezca un Salvador de la Patria y sea demasiado tarde para sostener y ampliar la democracia.

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