lunes, 20 de mayo de 2019

Carlos Altamirano, el protagonista controvertido


Lo vi por última vez hace unos meses, en un encuentro para recordar a un cercano. Ahí estaba este hombre sencillo, siempre dialogante y afectuoso al modo de los hombres de su época, en ese momento expresando amistad por el que había partido. Estaba acompañado del hijo de su mujer ya fallecida, mi coetáneo de generación, colegio, exilio, universidad y de amistades de la vida a través del cual conocí a lo largo de los años, más allá de la política, a una persona que aprendí a querer y respetar: Carlos Altamirano. Su edad avanzada no lo hacía menos lúcido en la conversación en ese encuentro, compartiendo con sentido del humor y siempre con su inteligencia desbordante.

Ese hombre ya era desde hace muchos años un mito viviente, el que tantos quisieron ver muerto y otros tantos descalificaron y siguen descalificando con odiosidad. Si, Carlos Altamirano fue tal vez la persona más odiada por las oligarquías de Chile en el siglo XX, junto a Salvador Allende y a Jacques Chonchol. Porque fue parte del más importante proceso de cambio que viviera la sociedad chilena, aquella signada por la herencia colonial y por la cultura de la hacienda, aquella a la que la generación de Carlos Altamirano puso fin, aunque lo haya hecho en medio de una tragedia seguida de una gran contrarevolución. El venía familiarmente del mundo oligárquico, con el que en algún momento de su vida rompió por la convicción que se formó de que la sociedad chilena no podía seguir siendo dominada por tan pocos privilegiados que poseían tanto en desmedro de todos. Y lo odiaron no solo por sus ideas, sino además por esa proveniencia social y por su inteligencia y capacidad polémica, siempre puesta al servicio de un proyecto de cambio hacia una sociedad más igualitaria, siempre reflexionando sin ilusiones sobre la dificultad de esa tarea a la que a sus ojos, sin embargo, no se debía jamás renunciar.

Carlos Altamirano fue un hombre íntegro, firme defensor de sus ideas igualitarias y progresistas, brillante y polémico, protagonista de una época trágica en la que se enfrentó a la derecha sin dudarlo y que supo defender siempre el carácter libertario del socialismo para reconstruirlo como opción democrática después de la derrota catastrófica de 1973 y también para criticar lo que llamó el acomodo de aquellos de sus líderes que se mostraron propensos a abandonar el proyecto de cambio en beneficio de espacios de poder.

Desde alguna izquierda se le reprocha haber tenido discrepancias con Allende, y algunos odiosos lo acusan de “haberlo traicionado”. Las discrepancias entre ambos existieron, pero desde el mismo campo político. Siempre escuché a Altamirano referirse a Allende con enorme respeto, como los amigos personales que fueron. Altamirano creía que no sería posible tener éxito en el camino de avanzar en el programa de la Unidad Popular por la resistencia implacable de una derecha oligárquica que quería una salida violenta y un enfrentamiento inexorable. Allende pensaba que ese quiebre era posible de evitar sin renunciar al programa o que, en todo caso, el no haría otra cosa que intentarlo contra viento y marea. No nos olvidemos que Allende quiso que Altamirano dirigiera el PS a partir de 1971, y no Aniceto Rodríguez, con el que tenía más cercanía política pero en el que confiaba menos. Al llegar el momento crucial de la tensión extrema de 1973, al borde del golpe, Allende tomó la opción de una salida política que implicaba llamar a un plebiscito que pensaba perdería, por lo que renunciaría y llamaría a nuevas elecciones apoyando a una figura como el general Prats, representando a un campo popular ampliado (véase al respecto la entrevista a Joan Garcés publicada en septiembre de 2018 en The Clinic). Altamirano no estuvo de acuerdo, y mandó a su segundo Adonis Sepúlveda a la reunión del viernes 7 de septiembre de 1973 en que se quebró la coalición de gobierno al no darle el apoyo al presidente parte de ella (el PS, el Mapu Garretón y la Izquierda Cristiana). Pero Altamirano testimonia que si llamó telefónicamente en las horas posteriores a Allende para manifestarle que en definitiva lo apoyaría. También Miguel Enríquez le manifestó a Allende en los días previos que no se cruzaría en ese camino. Pero todo fue demasiado tarde. Así de difícil y compleja fue la historia del mayor intento de transformaciones que viera la historia del Chile contemporáneo, con un presidente Allende a cargo del gobierno democrático y buscando a toda costa una salida política -y en la hora cúlmine prefiriendo dar su vida antes que entregarse a los golpistas- y un Altamirano que buscaba preparar a la izquierda para el embate norteamericano, de la derecha y del golpismo DC que se traduciría en la destrucción del régimen democrático, como efectivamente ocurrió. Su denuncia el 9 de septiembre de los preparativos golpistas en la Armada le son hasta hoy reprochados, cuando lo reprochable era la participación del grupo golpista de la Armada (con la muy honorable excepción de su Comandante en Jefe, el Almirante Montero) en la preparación del fin violento de la democracia chilena. Y más allá de su análisis de la situación, tampoco Altamirano, el PS y la izquierda estaban en condiciones de construir capacidades de resistencia militar contra fuerzas armadas cohesionadas en un golpe militar.

Otros criticaron a Altamirano por haber sobrevivido. O no haber muerto con Allende. Lo que Altamirano hizo fue intentar el 11 de septiembre coordinar una resistencia junto a Arnoldo Camú, Miguel Enríquez y otros en Indumet en el cordón Vicuña Mackenna, sin apoyo comunista, donde fueron cercados y debieron dispersarse hacia las poblaciones cercanas. La voluntad inicial de resistencia física al golpe fue barrida en pocas horas, no habiéndose producido una fisura militar y en condiciones en que la izquierda no tenía ya por entonces una sólida mayoría social que acompañara una huelga general de resistencia que pudiera volcar la situación. Se inició así una larga tragedia de 17 años. Altamirano tuvo que pasar a la clandestinidad después de consumado el golpe e iniciada una persecución implacable en su contra cuyo objetivo era uno solo: matarlo. Después de tres meses en una muy precaria situación de seguridad y pasando de casa en casa, hubiera sido un grave error de Altamirano tomar la decisión de seguir y quedarse hasta morir, porque eso era ofrecer un trofeo gratuito a un dictador que buscaba aniquilar a sangre y fuego a los líderes sobrevivientes de la izquierda, como ocurriría en octubre de 1974 con Miguel Enríquez y luego con las direcciones clandestinas del PS y el PC en los años posteriores. Que Altamirano muriera no tenía ningún sentido, salvo agravar la derrota y la desolación. Altamirano hizo bien en ponerse fuera del alcance de la dictadura, que de todos modos intentó matarlo no una sino varias veces en el exilio, sin lograrlo, como si fue el caso del general Prats y de Orlando Letelier, y casi el de Bernardo Leighton.

En el exilio, Altamirano fue objeto de reproches crecientes y mantuvo una relación políticamente distante con la dirección clandestina y con los llamados “elenos” asociados a Clodomiro Almeyda que fueron tomando el control del PS. En un documento de marzo de 1974, esa dirección dio un vuelco hacia un acercamiento ideológico y político con el Partido Comunista. Altamirano vio, con razón, que se ponía en juego la autonomía histórica del socialismo chileno, cuyos dirigentes, él incluido, debieron replegarse para sobrevivir a la Alemania del Este bajo influencia soviética. Finalmente, el quiebre se produjo en 1979, y Altamirano abandonó la RDA y decidió entregar la conducción del socialismo autónomo de los soviéticos a nuevas figuras, en especial a Jorge Arrate y Ricardo Núñez. Se retiró del primer plano, consciente de que su figura contribuía ya más a la polémica que a la reconstrucción de una alternativa de izquierda después de una derrota tan profunda. Fue muy consistente con esa postura en las décadas que siguieron. Pero no es justo decir que se le debe admirar por retirarse del primer plano, sino por la persistencia de sus ideas antioligárquicas y de búsqueda de una sociedad igualitaria y libertaria, como las que expresó en su carta al congreso de unificación de 1990. Fue uno de los primeros dirigentes de la izquierda chilena, y ciertamente el primero de su generación, en manifestar la necesidad de adherir a la causa feminista, de respetar la diversidad sexual y de tomar en serio el tema de la destrucción del medioambiente. Altamirano siguió influyendo para que el socialismo definiera a la democracia como el espacio y límite de su acción y siempre se mantuvo vinculado a la conversación política con diversas figuras del socialismo y de la política chilena. Nunca abandonó sus lances polémicos y en un evento en Rancagua en mayo de 2011 en el que lo acompañé, ante la pregunta de “qué es el socialismo hoy”, contestó: “todo lo contrario de lo que hacen los socialistas hoy en Chile”.

Altamirano, a pesar de su avanzada edad, seguía participando en algunas actividades, especialmente con sus compañeros de 1971-1973 (en estos días había aceptado feliz una invitación a un asado por parte de Hernán Coloma, que no alcanzó a concretarse) aunque siempre se mantuvo reacio a asistir a eventos partidarios. En uno de ellos, citado para otro propósito, tuve la ocasión, en 2004, como presidente del PS, de rendirle un homenaje en la sala de la ex Cámara de Diputados, resaltando su rol en la historia del socialismo chileno y su coraje político y personal. Fue un momento de emoción para él, creo, y para todos los presentes en la sala, que le brindaron un prolongado aplauso. Y para mí también fue un privilegio haber podido, en un rol institucional de representación de los socialistas, hacer un reconocimiento que Altamirano ya no esperaba, como me lo dijo.

Valgan estas palabras escritas al calor de la emoción en el momento de su partida como una reiteración del reconocimiento a un hombre que marcó su época y nos deja el legado, más allá de las circunstancias trágicas que le tocó vivir, de un ejemplo de entrega, que nunca abandonó, a la causa de una sociedad más justa. Este hombre del siglo XX, preocupado por los temas del siglo XXI, manifestó al final de su vida, en lo que muchos nos reconocemos, que “el movimiento de izquierda no puede ni debe morir. La izquierda ha sido y es la manera social y humanista de hacer historia, de mirar el mundo, de orientarse hacia el futuro”.

La discusión de fondo: el modelo de sociedad



El gobierno de Sebastián Piñera logró la aprobación de la idea de legislar en materia de pensiones, como antes pudo hacerlo en materia de contrarreforma tributaria. Pero no está en condiciones de obtener la aprobación de muchos de los contenidos específicos de esas legislaciones. A la vez, no parece estar verdaderamente dispuesto a pactar contenidos que satisfagan a las partes de manera formal. Prefiere, por lo que se observa, regatear cada coma, enrareciendo todavía más el clima político y también el económico. Es cierto que con esto logra dividir a la oposición en el día a día, lo que no es poca cosa, pero los actores de la política, la sociedad y la economía no pueden recibir señales gubernamentales de tergiversación e improvisación permanentes. A esto se agregan una y otra vez señales de confusión de la función presidencial y gubernamental con los negocios, en medio de la impresionante serie de descubrimientos de actos de corrupción en casi todos los cuerpos del Estado. El gobierno debiera asumir que hay una crisis de las instituciones y de la ética pública. Y al mismo tiempo hacer una contribución definiendo qué va a hacer para detener la sangría del prestigio de las instituciones y en qué puede hacer avanzar su agenda y en qué no, dadas las realidades parlamentarias y sociales que enfrenta. Y así procurar no exacerbar el clima de conflicto y tergiversación que ha creado por sus idas y venidas en materia económico-social y por su ausencia de postura firme y clara en materia de desvíos de fondos del Estado y de conflictos de interés.

En vez de eso, el gobierno trata de convencer a la opinión pública que sus opositores en el parlamento y la sociedad a sus reformas son obstruccionistas e incluso, lo que es un despropósito manifiesto, poco patriotas. Debiera reconocer que simplemente la oposición cumple su función en una democracia al representar a quienes los eligieron para legislar y defender sus ideas e intereses. El ejecutivo fue electo por los ciudadanos y legítimamente trata de empujar su programa de liberalización económica y educacional, tributaria y laboral. Ese es su credo, el del Estado mínimo y el mercado máximo y supuestamente el de la libertad de opción (salvo poder autodeterminar su propia conducta en tanto no se dañe a los demás y escoger el tipo de régimen político y económico en el que queremos vivir, eso si que no, lo que es una bomba de tiempo que la derecha no quiere asumir). Pero se olvida el gobierno que también los parlamentarios fueron elegidos y que no cuenta con una mayoría automática entre ellos. Así funciona ese antiguo invento institucional que se llama la separación de poderes, que se traduce en que el que gobierna no puede hacer lo que quiera, lo que siempre será una buena noticia. En eso estamos.

Más allá de la contingencia, existe una discusión de fondo no resuelta y un dilema político de envergadura. La mayoría social, contrariamente a lo que muchos quisieran creer, no parece estar dispuesta a adherir a un sistema de pensiones que funciona como un negocio privado y entrega muy bajas jubilaciones. Aspira más bien a uno que permita una tasa de reemplazo razonable de los ingresos de la vida activa previa a la jubilación y un ingreso básico en la vejez para los que han estado desconectados total o parcialmente del empleo formal y continuo, con ingresos bajos e irregulares. Tampoco la mayoría parece adherir a seguros privados de salud que “no se pueden dar el lujo” de hacerse cargo de la enfermedad y hacen imposible un seguro público bien financiado, ni a relaciones laborales precarias y asimétricas en jornadas extenuantes, ni a ciudades y comunas sin bienes públicos suficientes ni al deterioro del aire que respiramos y al desarreglo del clima y de los diversos ecosistemas.

La mayoría social aspira, como en todas las sociedades contemporáneas, a tener un trabajo decente y recibir retribuciones que le permitan consumir bienes y servicios al menos suficientes y en condiciones de cierta igualdad de acceso. Así, un primer clivaje que persiste y viene de muy atrás -lo que no tiene nada que ver con el relato de la “modernización capitalista” que la izquierda no entendería-es que los que viven de su trabajo aspiran a condiciones laborales estables, no arbitrarias y equitativamente remuneradas, lo que supone limitar el poder económico para que ellos y los que sobreviven en los márgenes de la sociedad puedan alcanzar niveles básicos y decentes de consumoEn Chile lo nuevo es que ese consumo ha aumentado conforme han aumentado los ingresos, aunque mal distribuidos, a lo que se agrega que ese consumo no debe ser incompatible con la propia salud y sobre todo con la del planeta, lo que supone políticas de intervención para estos fines que los defensores del liberalismo económico no aceptan sino a regañadientes. 

Además, y aquí está el segundo clivaje fundamental, las mayorías aspiran a un sistema de protección social que cubra los principales riesgos y logre una disminución general de las desigualdades de derechos y oportunidades y de la precariedad de los que viven de su trabajo. Esta es la base económica y sociológica de las transformaciones que, con mayor o menor pericia y logros de largo plazo, defienden la izquierda y el progresismo de distintas maneras en todas partes. Y en Chile de manera bastante confusa de un buen tiempo a esta parte, lo que da un aire a un gobierno de Sebastián Piñera que de modernizador no tiene nada.

El capitalismo hoy globalizado reproduce todos los días los mencionados clivajes con sus secuelas de desigualdad y depredación de los ecosistemas y por la misma vía recrea las condiciones para su posible superación. En tanto haya, claro, alternativas políticas creíbles para hacerse cargo de esa superación, lo que por el momento no parece estar demasiado a la vista y le permite a la derecha seguir con la ilusión de que ganar tiempo en su pretensión de mantener privilegios insostenibles es lo mismo que resolver los problemas de fondo de la sociedad chilena.

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