Más sobre la tragedia del Medio Oriente
Lo dicho por Daniel Jadue sobre los judíos y sobre una supuesta contradicción entre ser judío y de izquierda es injusto e inexacto. La comparación con los nazis es ofensiva. Una precisión: lo del "pueblo elegido", en su interpretación teológica, establece obligaciones adicionales de los judíos hacia el resto, más que ser sinónimo de supremacía sobre el resto. Otra cosa es que se use el pretexto religioso o étnico, como tantas veces en la historia, por quienes ejercen el poder. El ultranacionalismo y la extrema derecha israelí no son el pueblo judío, que merece respeto y consideración, como todo otro pueblo dotado de identidad nacional y de una religión y cultura propias. El hecho actual es que el supremacismo del Estado de Israel es una voluntad política de los gobernantes y no es equivalente a la condición religiosa, étnica y cultural judía. Del mismo modo, el catolicismo, a pesar de todos los desvaríos de poder de la Iglesia en la historia y su condición no solo "elegida" sino "omnímoda", pues todos deben obediencia a un Papa infalible, mientras los no creyentes debemos ser objeto de conversión, junto los partícipes de cualquier otra religión, no puede ser tenido por responsable de los delirios del supremacismo blanco. La evangelización católica española y portuguesa fue la gran justificación de la colonización americana a sangre y fuego y de la apropiación de sus recursos humanos y materiales, y más tarde de la esclavización masiva de poblaciones secuestradas como mano de obra gratuita desde África. Pero eso no implica responsabilizar a los católicos per se del colonialismo y la esclavitud.
El problema es el delirio del supremacismo racial o religioso transformado en poder estatal y económico, no las raíces culturales de las naciones. Por eso el ideal democrático defiende el derecho de los pueblos a la autodeterminación nacional, la laicidad del Estado, la libertad religiosa y la igualdad de derechos de la ciudadanía independientemente de su origen étnico o convicciones de cualquier índole, mientras su prolongación natural es el derecho internacional para resolver las disputas territoriales entre naciones como alternativa a la guerra.
Una cosa es el dolor de ver hoy al pueblo palestino injustamente ocupado y masacrado en medio de un sufrimiento indecible, y más aún si se pertenece a él, y otra es insinuar que las violencias del Estado de Israel provienen de una condición étnica o religiosa.
Todo esto ocurre en medio del apoyo de una potencia, Estados Unidos, que ha hecho de Israel una especie de Estado acólito en el Mediterráneo y el Medio Oriente, dos zonas claves para su afán de dominio estratégico, y el de un neo-imperio teocrático, como el de los ayatolas de Irán, que quiere hacer desaparecer a Israel y disputar la hegemonía de la región a Egipto y Arabia Saudita y por eso apoya a Hamas (a pesar de ser suníes y no chiitas), y entre tanto reprime con fiereza los derechos de las mujeres en su territorio por razones de integrismo religioso inaceptable para cualquier progresista.
El origen de la tragedia palestina se sitúa en que el pueblo judío después del holocausto tenía derecho a un hogar nacional para protegerse de la furia criminal antisemita, practicada primero por el imperio ruso y sus pogromos y luego por la Alemania nazi, en este caso en una escala homicida inenarrable, junto al exterminio de los gitanos, los discapacitados, los homosexuales y los resistentes. La búsqueda previa de ese hogar nacional judío por el nacionalismo sionista, luego de la expulsión de su pueblo de Palestina hace cerca de dos mil años por los romanos, incluyó lugares de África y de América Latina, además de Europa, pero prevaleció la tradición vinculada a Jerusalén y su entorno por razones religiosas y de origen histórico. Al colapsar el imperio turco al término de la primera guerra mundial, el imperio británico como nuevo aspirante a ocupar Palestina accedió a la demanda sionista para establecer ahí un hogar nacional judío (declaración Balfour de 1917).
La creación del Estado de Israel no respetó los derechos de los árabes (musulmanes y cristianos) que habitaban la parte palestina asignada a Israel en 1947 por Naciones Unidas, sin ser consultados en absoluto, pues se trataba de un pueblo colonizado más, por Turquía primero durante cinco siglos y por el Reino Unido después de la primera guerra mundial. La partición realizada por Naciones Unidas en 1947, influenciada por los británicos y con un acuerdo norteamericano-soviético detrás, nunca fue respetada por quienes fundaron el Estado de Israel, una generación traumatizada, como era de esperar, por el exterminio nazi. Antes bien, buscó expandir al máximo el territorio bajo su control, expulsando a 750 mil palestinos en 1948 y ocupando sus propiedades, en medio de la guerra sin destino declarada por los Estados árabes vecinos. Israel debía ocupar un 55% del territorio de Palestina bajo mandato británico y pasó a ocupar, después de la guerra de 1948, el 77% del mismo.
Así como se crearon hogares nacionales para otros pueblos oprimidos, como el Armenio, hasta hoy acosado por el vecino de raíz turca Azerbaiyán, se debiera haber creado como reparación de guerra un Estado judío en alguna parte del territorio alemán, dado que el Estado nazi fue el responsable de la mayor masacre de judíos en la historia. Pero prevaleció en 1947 la influencia del Imperio británico, que trasladó la responsabilidad a un actor que no tenía velas en el entierro: el pueblo palestino colonizado, fuera de Europa. Otra cosa era concebir a Jerusalén como una ciudad internacional compartida por las tres religiones del libro, altamente simbólica para cada una de ellas y en tanto factor de paz, como establece la resolución de la ONU de 1947. Pero construir ex nihilo un Estado después de dos mil años, en medio de una disputa sobre sitios cruciales para tres religiones ancestrales, no podía sino terminar en tragedia y guerras recurrentes, como ha ocurrido.
Desde un punto de vista de ciudadanía universal basada en el respeto de los derechos humanos, son igualmente intolerables los crímenes de guerra que realiza por ya meses (y años) el Estado de Israel en los territorios palestinos y los asesinatos indiscriminados y las exacciones de Hamas del 7 de octubre pasado. A estas alturas, un posible arreglo en el Medio Oriente solo puede provenir de una internacionalización parcial de Jerusalén y de un acuerdo territorial equitativo de coexistencia de dos Estados, judío y palestino, con fronteras aseguradas por fuerzas internacionales. Esto es algo muy difícil de alcanzar, pero que tiene una aproximación en los acuerdos de Oslo de 1993 entre Yasser Arafat, probablemente envenenado más tarde por los servicios secretos de Israel, y Yitzhak Rabin, asesinado por un ultra religioso israelí, es decir un reparto mínimamente justo de los territorios en disputa y una reparación de los expolios que han sufrido los palestinos por generaciones. Evidentemente, no hay esperanza para ese arreglo en el corto plazo mientras sigan siendo los protagonistas del conflicto el fundamentalismo de Hamas, que quiere terminar con la presencia de los judíos y con Israel, y la maquinaria de crímenes de guerra del Estado de Israel dirigido por la extrema derecha. Esta busca expresamente, por boca de sus ministros, incluyendo Netanyahu, anexar la totalidad del territorio palestino y entre tanto expulsar o disminuir al mínimo a su población árabe, lo que explica la magnitud de la masacre humana, mayoritariamente de mujeres y niños, y el nivel de la destrucción física con bombas y retroexcavadoras realizadas implacablemente en Gaza, para espanto del resto de la humanidad.
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