Permanecen diversas disfuncionalidades en la administración del Estado chileno, con importantes consecuencias en la calidad de la democracia. Abordarlas no está en la agenda prioritaria del nuevo gobierno inaugurado en marzo de 2014, pero probablemente los temas de la lucha contra la corrupción, la influencia del dinero privado en la política, la profesionalización de la función pública y los rediseños institucionales, que están presentes en el programa de Michelle Bachelet, seguirán constituyendo asuntos controvertidos en Chile. Este artículo discute sobre los problemas en juego y propone, desde una lógica normativa, un cierto número de acciones a llevar a cabo en estas materias.
En los primeros meses de 2003 tuvo lugar en Chile la última reforma importante a los mecanismos de financiamiento de la política, legalizándose el aporte anónimo de las empresas a las campañas electorales, y al método de reclutamiento de los funcionarios de más alto rango, creándose el sistema de Alta Dirección Pública. Desde entonces no ha habido grandes iniciativas de reforma del Estado, con la parcial excepción de la que permitió la elección directa de los consejeros regionales en 2013. No obstante, aunque la agenda gubernamental del gobierno inaugurado en marzo de 2014 está marcada por las reformas tributaria y a la educación, permanecen numerosos problemas en la administración del Estado, con importantes consecuencias en la calidad de la democracia, como lucha contra la corrupción, la influencia del dinero privado en la política, la profesionalización de la función pública y los rediseños institucionales. Probablemente, dado que en buena medida forman parte del programa de gobierno de Michelle Bachelet, cuya coalición Nueva Mayoría ha querido inscribirlo en la lógica de un nuevo ciclo político distinto de la larga transición abierta en 1990, irán ganando relevancia pública en el período 2014‐2018. Algunos de esos problemas se reseñan a continuación.
Lucha contra la corrupción, intervención de la política por el dinero y transparencia
La periódica constatación por la Contraloría General de la República o el Servicio Electoral del uso incorrecto e ilegal de recursos en uno u otro organismo público o en campañas políticas suele tener alto un impacto social. En ocasiones se crea, cuando se acumulan los episodios, un fuerte y en muchos sentido deprimente impacto mediático. Por momentos parece que el país se derrumbara bajo el peso de una corrupción generalizada. Sin embargo, una vez al año, Chile aparece en el listado de Transparencia Internacional en la mejor posición de América Latina en materia de probidad y entre la treintena de países menos corruptos en el mundo. ¿Cuál de las dos imágenes cabe retener?
Existe un explicable interés de utilización partidista de los temas de corrupción, aunque no siempre sea demasiado objetivo. A ello se suma la sensibilidad ciudadana sobre el tema, lo que habla de la persistencia de un rechazo genérico a la política, pero sobre todo de los valores cívicos que reprochan el que autoridades públicas desvíen recursos colectivos para fines particulares (personales o partidistas), aunque sea a pequeña escala, así como el tráfico de influencias o el clientelismo. Es probable que algunas de las prácticas prevalecientes en el mundo de las actividades privadas, en especial los conflictos de interés, acrecienten la demanda del ciudadano común por honestidad en el uso de los recursos públicos.
Nadie puede garantizar que entre centenares de miles de funcionarios públicos, miles de directivos y centenares de responsables del uso de recursos fiscales o de la aplicación de regulaciones, no haya quienes realicen actos corruptos, cediendo a la codicia. Tampoco algo así se puede garantizar que no ocurra en el sector privado, o en las organizaciones sin fines de lucro de variada índole. Lo que si el gobierno –y los responsables de cualquier organización que administra recursos de otros‐ puede y debe hacer es garantizar una actitud: perseguir sin demora y con todo el peso de las normas internas y de la ley todo acto de desvío para fines particulares de recursos a su cargo (con énfasis en las compras estatales y en las asignaciones directas) o el trato de privilegio respecto de intereses privados a cambio de dinero o de favores presentes o futuros, grandes o pequeños.
Aunque a muchos ciudadanos de buena fe no siempre les guste reconocerlo, porque consideran ilegítimo el uso de recursos colectivos para la actividad política y el financiamiento de campañas electorales, ésta tiene un costo. Un modo de evitar la corrupción es prevenir que los legisladores y funcionarios sujetos a responsabilidad y lealtad política deban pagar favores una vez que asumen sus escaños parlamentarios o cargos de gobierno. De manera austera, ese costo debe ser cubierto por recursos públicos, y así evitar la influencia de los intereses económicos entre legisladores y funcionarios. Se deslegitima así sustancialmente el pretexto de la necesidad de financiar campañas para el desvío de recursos fiscales o el trato de favor a intereses privados particulares. Lo que en 2003 se presentó como un equilibrado acuerdo político –autorización de aporte de empresas a las campañas, creación del sistema de concursos de Alta Dirección Pública ‐ debe revisarse radicalmente. En lo que respecta a lo primero, debiera lisa y llanamente prohibirse el aporte legal de las empresas a la actividad política (las legislaciones chilenas en materia minera y pesquera, por ejemplo, están casi sin disimulo intervenidas por los intereses empresariales, que se las arreglan además para asegurar largos períodos de invariabilidad legislativa) y limitarse las donaciones individuales privadas a montos pequeños. El argumento de que esta prohibición implicaría su uso no regulado, lo que sería peor, no resiste análisis: la ley debe mandar que la luz roja en las calles sea respetada, aunque algunos se las arreglen para no hacerlo. Para que esta norma sea efectiva, debe consagrarse que su incumplimiento debe llevar, en caso de comprobarse, a la pérdida inmediata del cargo para el que se ha sido elegido.
Siguiendo la misma lógica, ningún funcionario debe poder ser contratado al menos por cinco años luego de abandonar un cargo público por empresas de algún sector en el que éste hubiera desempeñado responsabilidades regulatorias o fiscalizadoras. La experiencia comparada tiende a indicar que éste tipo de legislaciones simples y drásticas no evitan totalmente el problema, pero lo morigeran y disminuyen la tolerancia social hacia la corrupción. En palabras de G. Shabbir Cheema (2003:109): “las causas fundamentales de la corrupción son las estructuras económicas, la incapacidad institucional de diseño e implementación de estrategias de reforma, y la falta de voluntad política”.
Junto a legislaciones drásticas, otra clave es revalorizar social y culturalmente la virtud cívica, reemplazada en las últimas décadas en Chile por el predominio del afán de lucro. Pero el mejor remedio es y seguirá siendo que muchos ojos miren la actividad pública, aunque haya quienes consideren que se rigidiza la gestión de gobierno, o que se abren espacios para la antigua costumbre de acusar sin fundamento. En el largo plazo, se gana más de lo que se pierde si se logra disminuir las “oportunidades de corrupción” y, en especial, terminar con la asignación discrecional de recursos (sin reglas de asignación, sin concursos, sin decisiones colegiadas, sin rendición de cuentas, sin expresión de causa). Se requiere vigilar y transparentar las licitaciones. En especial, en el área municipal, diversas licitaciones de recolección de basura y otros servicios urbanos parecen dejar mucho que desear. A esto cabe agregar la amplia publicidad que debe darse a las autorizaciones de actividad privada y a las fijaciones tarifarias, que tienen enfrascadas al Estado chileno en múltiples juicios por cientos de millones de dólares con algunas empresas reguladas.
Si el objetivo es terminar con el clientelismo y pasar de la discrecionalidad a las reglas, ¿por qué no acudir sistemáticamente a la sociedad civil, estableciendo, junto a la mayor transparencia de las decisiones públicas, Comités de Usuarios que sean habilitados, además de los organismos oficiales de control, para revisar procedimientos y decisiones en cada órgano público, especialmente los que gestionan fondos concursables o directamente asignables? Ya existen experiencias de Comités de Usuarios, como en el nuevo mecanismo del Seguro de Desempleo aprobado en 2002.
Reemplazar el favoritismo por el mérito en el nombramiento de cargos públicos
La igualdad de acceso a los cargos públicos es un principio democrático que ha perdido fuerza en Chile, o que más bien nunca tuvo mucha fuerza en un Estado tradicionalmente prebendario. Pero no cabe olvidar que éste es un principio republicano fundamental, que ya formaba parte de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789. Su artículo 6, respecto del cual hay poco que agregar para fundar la doctrina democrática en la materia, señala: “La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir a su formación personalmente o a través de sus representantes. Debe ser la misma para todos, ya sea que proteja o que castigue. Todos los ciudadanos, siendo iguales a sus ojos, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y de sus talentos”.
La violación del principio de igualdad ante la ley, que incluye la igualdad de acceso a los empleos públicos, provoca universalmente en el mundo moderno la mayor de las irritaciones ciudadanas contra los gobernantes, especialmente en su variante del nepotismo, y es el factor principal de su deslegitimación, que en determinadas circunstancias arrastra la de la democracia en su conjunto (“que se vayan todos”). En democracia, los gobernantes son elegidos, o debieran serlo, para llevar a cabo un programa de acción. Para ello deben poder trabajar en los puestos de liderazgo del gobierno con colaboradores de su confianza, en el sentido que comparten el mandato popular de realizar un programa y están exclusivamente motivados por su realización, nombrados discrecionalmente (y siendo en todo momento removibles) por el jefe de gobierno de cara al público. Estos deben poder disponer de pequeños equipos de apoyo técnico y político que expresamente entren y salgan con ellos de los gabinetes de los ministerios. El resto de los empleos públicos, en una democracia moderna, debe ser de carácter profesional, no sujeto a discrecionalidad y menos a persecución política. Para ello se inventó el sistema de plantas, en el que los funcionarios no pueden ser removidos sino por mal desempeño, y en ningún caso por sus opiniones o convicciones. Y el ingreso y los ascensos deben realizarse mediante evaluaciones objetivas, anónimas, basadas exclusivamente en el mérito y no en el pago de favores o la constitución de clientelas. Este último es el camino más directo al desvío de recursos públicos, a la ineficiencia y la mediocridad en detrimento del mandato de servir a los ciudadanos.
Asegurar normas objetivas de acceso y promoción interna, con una cultura de la evaluación permanente de los recursos humanos, debe hacerse además sin la arbitrariedad constituida por los miles de cargos a contrata y honorarios, que son una de las fuentes principales del clientelismo que se ha instalado en la administración pública chilena. Cabe redefinir de manera drástica el uso de personal a honorarios y a contrata discrecional, aunque ello vaya en contra de las recomendaciones favorables a una supuesta eficiencia basada en la absoluta flexibilidad laboral. Debe recalcarse que el Estatuto Administrativo señala como norma general que en cada servicio público no más del 20% de los recursos humanos debe ser a contrata, lo que es materia de modificación cada año en la Ley de Presupuestos en casos particulares. ¿Por qué no obligar en lo sucesivo a cada responsable público a una justificación anual exhaustiva frente al parlamento de la derogación de la regla general? Esta es una tarea para el parlamento, que debiera atreverse a rechazar la actitud cómoda de los responsables de las finanzas públicas que no se hacen cargo de esta dimensión de la profesionalización de la función pública bajo el falso principio de la flexibilidad y de la economía, que suele transformarse a larga en despilfarro por el exceso de discrecionalidad que lleva al abuso y al pago de favores.
Hagamos un poco de historia. Hasta diciembre de 1989, y desde el golpe de Estado de 1973, todos los cargos de la administración del Estado eran de exclusiva confianza de la autoridad dictatorial. Bastaba un decreto del Ministro del Interior para la cesación en el cargo de cualquier funcionario. Se combinaba allí tanto el autoritarismo liso y llano como la emergente escuela del New Public Management y su lógica de la flexibilidad, hasta que la junta militar dictó en diciembre de 1989, al terminar su régimen, un estatuto que después de 17 años le daba a los funcionarios la más completa inamovilidad, con excepción del primer (ministros y subsecretarios) y segundo (unos 700 jefes de división y equivalentes) niveles de la administración. Se dejó además en suspenso todo mecanismo de calificación, lo que hubo que corregir en el primer gobierno democrático (Martner, 1993), con excepción de los profesores, lo que se hizo solo una década más tarde.
Por esta razón, el entonces Presidente electo Patricio Aylwin solicitó a la feneciente junta militar, y obtuvo de ella, una modificación de la ley del Estatuto Administrativo para que el tercer nivel (los del orden de tres mil jefes de departamentos) fueran también de exclusiva confianza presidencial, con garantías de continuidad funcionaria (“plantas paralelas”) para los desplazados del cargo. Lo que tuvo una justificación circunstancial, pues en realidad muchos de esos jefes de departamento no tenían las competencias necesarias y habían llegado ahí arbitrariamente, se transformó en un problema en el largo plazo: un espacio de oro para el clientelismo y para el sistema de pase partidario informal a la hora de nombrar a personas que debían cumplir funciones profesionales al servicio de los ciudadanos.
La creación del sistema de Alta Dirección Pública en 2003, luego de una crisis de corrupción en el Ministerio de Obras Públicas, estableció que el tercer nivel debía dejar de ser de nominación presidencial y llenarse por concurso por tres años, mientras algunos cargos de alta jerarquía debían hacer lo propio. El sistema partió en el año 2004 con 417 cargos. A febrero de 2014, los cargos que se eligen a través de la ADP llegan a 1.255. De ellos, 944 corresponden a cargos adscritos a 112 servicios públicos del gobierno central. Además, el sistema participa en la selección de los directores independientes de CODELCO, jueces y secretarios de tribunales tributarios y aduaneros, ministros de tribunales ambientales, nuevos organismos de la nueva institucionalidad educacional, y más recientemente en los concursos de jefes de departamentos de educación municipal y de directores de escuelas y liceos municipales, es decir otros 311 cargos de 227 organismos públicos. De los 944 cargos adscritos, 110 son del primer nivel jerárquico, en que la autoridad que nombra es el Presidente de la República. Los altos directivos públicos de cargos adscritos nombrados mediante el Sistema ADP tienen una duración de tres años en su cargo y pueden ser renovados hasta dos veces, por igual plazo.
El problema básico que permanece es que siguen siendo funcionarios de exclusiva confianza y su renuncia puede ser solicitada en cualquier momento por la autoridad, lo que ha ocurrido en los dos últimos cambios de gobierno. En definitiva, es apenas un sistema de filtro de nombramientos presidenciales, antes que uno inscrito en la carrera administrativa profesional.
Si se quiere diferenciar responsabilidad política y profesionalismo de la función pública, el cuerpo de funcionarios distinto de los altos cargos que son nombrados a discreción por el o la Presidente o Presidenta de la República debe ser reclutado mediante estricto concurso de oposición, anónimamente y con movilidad horizontal entre servicios además de la movilidad vertical al interior de cada servicio público. Su función debe ser ejecutar las políticas impulsadas por la autoridad política que responde ante los ciudadanos, y contribuir técnicamente a su diseño, puesta en práctica y evaluación, en una lógica de optimización del desempeño en materia de pertinencia de las políticas públicas y de maximización de la eficacia (capacidad de obtener los objetivos buscados) y eficiencia (prestar el servicio al mínimo costo por unidad producida). La carrera funcionaria no debe llegar hasta la cima de la jerarquía estatal, salvo que cuente con la confianza presidencial, cima que debe ser ocupada por las razones expuestas por personas mandatadas directa o indirectamente por la soberanía popular.
Los funcionarios de carrera deben poder trabajar con gobiernos de un signo u otro, siempre que sean competentes. La consecuencia de esta afirmación es que se debe restringir drásticamente en Chile los cargos de confianza política y limitarlos a no más de unas 300 posiciones directivas (con sus respectivos colaboradores directos). Habrá que distinguir en esta lógica acuciosamente y con fundamento entre los servicios que definen políticas, cuyos directivos deben tener un compromiso con el programa de gobierno y deben seguir siendo de confianza presidencial (y periódica rendición de cuenta ante el parlamento), y los que ejecutan políticas y deben ser dirigidos y compuestos por personas reclutadas y promovidas de acuerdo a su exclusivo mérito profesional.
Redefinir la formación de directivos
El Estado debe poder formar directivos y funcionarios competentes, directamente y a través de las universidades para diseñar y gestionar las políticas públicas y desarrollar la esfera pública. La política pública puede definirse como “la suma de las actividades de gobierno, realizadas directamente o a través de agentes, en tanto esas actividades tienen influencia en la vida de los ciudadanos” (Peters, 1999). La esfera pública se entiende como aquella que “hace posible la participación de los ciudadanos en la formulación y la consecución de las políticas públicas, una participación continuamente vigilante y que procede por co‐decisión” (Habermas, 2009). Una organización pública persigue, de acuerdo a sus medios y capacidad de aprendizaje organizacional, la realización de objetivos de servicio público, con efectos en el entorno económico, social y ambiental.
El desarrollo de competencias para estos fines incluye ampliar tres tipos de saberes en el área: el saber‐conocer (suma de los saberes teóricos y técnicos o conocimientos, tanto intuitivos como reflexivos); el saber‐hacer (o habilidades, derivadas de combinaciones de atributos) y el saber‐ser (o calidades de las disposiciones personales, como la actitud ética y el espíritu crítico). La interacción entre estos componentes refuerza el carácter de “conocedor” (saber + saber‐ser) y "realizador” (saber + saber‐hacer+ saber‐ser) de las personas en el contexto de su inserción social y organizacional. El objetivo de la formación de directivos públicos debe ser expandir los conocimientos y habilidades y fortalecer las actitudes que conforman las competencias para el logro de mejores resultados en las organizaciones cuyos fines son el mejoramiento de la vida de los ciudadanos.
Los directivos deben tener la capacidad de identificar y analizar situaciones para resolver problemas con pertinencia. Para ello se requiere hacer converger diversas disciplinas del conocimiento científico para afianzar las habilidades de a) interpretación (comprender y expresar el sentido o significado de una variedad de experiencias, situaciones, datos, eventos, juicios, convenciones, creencias, reglas o criterios); b) de análisis (identificar las relaciones de inferencia o causales estableciendo conjeturas e hipótesis contrastadas con información y evidencia relevante mediante metodologías probadas‐ entre variables y entre declaraciones, preguntas, conceptos, descripciones y representaciones que procuran expresar creencias, juicios, razones, informaciones u opiniones) y c) de evaluación (establecer la credibilidad de las declaraciones u otras representaciones que describen experiencias, percepciones, juicios, creencias y opiniones y la fortaleza lógica de las relaciones de inferencia) de las políticas públicas y de los comportamientos organizacionales de las instituciones que las llevan a cabo. También supone el desarrollo del espíritu crítico, entendido como una serie de disposiciones: la curiosidad frente a variados temas, la preocupación por permanecer bien informado, la confianza en los procesos de investigación razonada y en la capacidad propia para llevarla a cabo, la apertura de mente frente a diversas visiones de mundo, la flexibilidad en la consideración de alternativas, la disponibilidad para entender opiniones de otros, la ecuanimidad en la apreciación de razonamientos, la honestidad en el reconocimiento de los propios sesgos, prejuicios y estereotipos o tendencias egocéntricas, la prudencia en la suspensión, enunciado o alteración de juicios y la disposición a reconsiderar y revisar puntos de vista donde la reflexión honesta sugiere que es necesario .
El primer grupo de competencias a desarrollar apunta a mejorar la capacidad de respuesta a preguntas respecto a por qué y para quién debe realizarse una intervención del Estado mediante una política pública, es decir la pertinencia de su diseño (¿para asegurar el ejercicio de derechos al margen del mercado, habida cuenta de las restricciones económicas, sociales e institucionales?; ¿para garantizar determinados niveles de equidad en el acceso a bienes y servicios?; ¿para proveer lo que el mercado no provee?; ¿para asegurar o mejorar el funcionamiento del mercado corrigiendo una falla parcial del mercado cuando el Estado falla menos que el mercado? ). Esta es una tarea en donde el análisis positivo – el juicio de hecho respecto del objeto de estudio y la dinámica de las acciones de los agentes que intervienen en él‐ y el análisis normativo –el juicio de valor respecto a qué debe o no hacerse y cómo hacerlo‐ tienen fronteras tenues. La dimensión positiva y la dimensión normativa se encuentran en este campo especialmente entrelazadas.
El segundo grupo de competencias a desarrollar apunta a mejorar la capacidad de respuesta a preguntas respecto a cómo llevar adelante políticas públicas efectivamente al servicio de los ciudadanos, es decir la calidad de su puesta en práctica, el grado y alcance en que las organizaciones cumplen con su misión de servicio público y el grado en que sus actividades se realizan al mínimo costo dados los objetivos a alcanzar. Supone identificar estilos de liderazgo y de gestión organizacional considerando la gama de enfoques teóricos existentes, desde el modelo burocrático jerárquico tradicional, pasando por la gerencia pública y sus postulados (entre los que se incluye que los ejecutivos deben procurar resolver la ambigüedad, la incertidumbre y el conflicto alrededor de las políticas para definir de antemano lo que quieren que sus funcionarios realicen en un lapso determinado; que las funciones de formulación de políticas y las de operaciones se asignen a entidades distintas, con organizaciones operativas encabezadas por funcionarios expertos en gestión; que los sistemas administrativos centralizados se reformen para trasladar obligaciones, autoridad y responsabilidad hacia abajo en la línea jerárquica) y los modelos post‐burocráticos de gestión por resultados y para resultados, que enfatizan la superación de problemas socialmente relevantes como la disminución de la pobreza y las desigualdades; el crecimiento económico sustentable; el mejoramiento en la calidad de vida y en la esperanza de vida saludable; el aumento de la formación de la población; la disminución del costo de operación gubernamental y el mejoramiento de la definición y medición de los resultados de desarrollo.
Estas formaciones deben estar, además, inmersas en los valores éticos propios de la función pública en un contexto democrático, es decir los del profesionalismo y el mérito, la integridad en la asignación y administración de los recursos públicos y el respeto por la diversidad, tratando a todos con dignidad y no discriminando a ningún individuo o grupo.
Criterios para la evaluación de alternativas de diseño institucional
Dado que la agenda del gobierno actual y del anterior han sido intensivas en la creación de nuevos ministerios a partir de agencias gubernamentales existentes (ministerios de Desarrollo Social y Deportes durante Piñera, Asuntos Indígenas y Cultura y Patrimonio prometidos por la presidenta Bachelet para su nuevo período), y que la tentación de la promesa de rediseño institucional está siempre presente en las agendas gubernamentales para enfrentar la emergencia de problemas de coyuntura, cabe reseñar algunos criterios de evaluación de la pertinencia de unas u otras opciones de diseño institucional como marco analítico de referencia. Vale la pena tener en cuenta, en primer lugar, el contraste entre la experiencia neozelandesa, inspirada en los rediseños británicos, que Trosa (2000) llama de “juego de lego”, que resultó en la transformación de prácticamente todas las estructuras administrativas en agencias autónomas ‐con la consecuencia de parcelizar la administración, multiplicar las necesidades de coordinación y una mayor dificultad para mantener la coherencia de las políticas públicas, con la australiana, de enfoque sistémico y que buscó hacer trabajar en conjunto las reformas presupuestarias, a la evaluación y “benchmarking” de políticas y a la descentralización, poniendo el acento en la definición de los servicios a ser prestados a los ciudadanos, y luego, si resulta necesario, abordar reformas de estructura administrativa, privilegiando más bien una “coherencia sistémica”. En esta lógica Laffont (2000) se ha ocupado de definir algunos “principios de gestión para un Estado moderno” que pueden ser útiles para privilegiar la búsqueda de la mencionada coherencia.
En primer lugar se trata de tomar nota de los límites de la racionalidad en las decisiones públicas. Así, cabe sostener que “el gobierno, habiendo tomado conciencia de su racionalidad limitada, procurará diversificar los riesgos de decisiones erróneas (cuando ello es posible) descentralizando las decisiones”, y que “el gobierno organizará el proceso decisional arbitrando entre los errores de tipo 1 (tomar una mala decisión) y los errores de tipo 2 (rechazar una buena decisión)”. La organización del proceso decisional para arbitrar entre los dos tipos de errores mencionados puede parecer una cuestión en exceso abstracta. Sin embargo, tiene traducciones concretas en el diseño de mecanismos que establecen la colegiatura en la aprobación o rechazo de proyectos o regulaciones (como en el caso de varios de los consejos ministeriales creados en las dos últimas décadas en Chile): si la colegiatura, al estimular la deliberación y la existencia de mayor información, tiende a disminuir la probabilidad de aprobar un mal proyecto (un proyecto de inversión, o una norma, o el nombramiento de un responsable de programa público), también puede tener la consecuencia de aumentar la probabilidad de rechazar un buen proyecto, al aumentarse el número de intervinientes eventualmente no ilustrados en la decisión. Son numerosas las cuestiones de política pública en las que se debe arbitrar entre costos y beneficios en ausencia de consenso científico (especialmente sobre los efectos sanitarios o ambientales de diversos proyectos energéticos y productivos).
Un segundo grupo de principios de gestión de un Estado moderno procura contrarrestar los comportamientos estratégicos de los actores que realizan las políticas públicas y también considerar el comportamiento estratégico y la necesidad de otorgar incentivos a los agentes económicos que disponen de información privada (situación de selección adversa) o que realizan acciones privadas (situación de riesgo moral). Estos incentivos deben ser pocos y medibles. Para disminuir el riesgo de captura de los reguladores por los agentes económicos regulados, se entiende que se debe:
‐ disminuir los factores de colusión;
‐ reforzar los incentivos de los reguladores aumentando su remuneración si transmiten información verificable desfavorable al agente regulado y ‐ aumentar el costo de transacción de la colusión.
A su vez, el gobierno debe organizar, tanto como le sea posible, la competencia entre sus propios servicios cuando no sea un obstáculo a las necesarias coordinaciones.
En tercer lugar, es pertinente considerar el principio que sostiene que se debe actuar sobre la insuficiencia de compromiso intertemporal en la acción pública. Un ejemplo actual es la contraposición de objetivos de largo plazo con demandas de corto plazo en el ámbito ambiental y energético. Los problemas ambientales por definición tienen soluciones de largo plazo. Los resultados de medidas para conservar bosques o disminuir la contaminación o la emisión de gases con efecto invernadero se perciben muchos años después, incluso décadas, de las primeras iniciativas, cuando ya todos se olvidaron de las medidas iniciales y los gobiernos han cambiado. Por otra parte, los gobiernos necesitan de éxitos inmediatos, y en particular de suministro energético continuo, suficiente y de mínimo costo dadas las tecnologías disponibles para haber posible el aumento de la inversión y del empleo. Muchos ejemplos ponen en evidencia este dilema. Por ello la solución para enfrentar los problemas medioambientales y energéticos sólo puede encontrarse en el establecimiento de una institucionalidad que no relegue el largo plazo y evite que el gobierno cambie sus compromisos en vista de situaciones coyunturales, aunque aparenten ser relativamente más importantes. Resolver este tipo de dilemas supone actuar respecto de fines múltiples con temporalidad diferenciada, y el proceso de toma de decisiones institucionales debe adecuarse a esa situación mediante entidades colegiadas en las que estén representadas las preocupaciones de largo plazo con derecho a veto en base a definiciones estratégicas previamente adoptadas.
Referencias
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Cheema, G. Shabbir. 2003. “Strengthening the Integrity of Government”. En Reinventing Government for The Twenty‐First Century. State Capacity in a Globalizing Society. Dennis A. Rondinelli y G. Shabbir Cheema, editores. Bloomfield: Kumarian Press.
Habermas, Jürgen. 2009. “¿Tiene Aún la Democracia una Dimensión Epistémica? Investigación Empírica y Teoría Normativa”. En ¡Ay, Europa! Pequeños Escritos Políticos. Madrid: Editorial Trotta, pp. 136‐183.
Laffont, Jean Jacques. 2000. “Étapes vers un État Moderne: Une Analyse Économique”. État et Gestion Publique. Conseil d’Analyse Économique. Paris: La Documentation Francaise.
Peters, B. Guy. 1999. American Public Policy: Promise and Performance, Fifth Edition. New York: Chatam House Publishers.
Trosa, Sylvie. 2000. “Réinventer l’État. Ici et Ailleurs”. En État et Gestion Publique. Conseil d’Analyse Économique. Paris: La Documentation Francaise.
United Nations. Competencies For The Future. http://www.unep.org/vacancies/PDF/competencies.pdf. Consultado el 01‐06‐2014.
Varios autores. 1990. Critical Thinking: A Statement of Expert Consensus for Purposes of Educational Assessment and Instruction. Milbrae, CA: The California Acadamic Press.