¿Un nuevo escenario político?
En El Mostrador
Para intentar entender la confusa situación política actual no queda sino remontarse un poco en el tiempo. Partamos por señalar que en el segundo Gobierno de Michelle Bachelet, inaugurado con una expresa voluntad reformadora, se fueron acumulando las tensiones subterráneas en la sociedad chilena, aunque con una aparente estabilidad política. El problema es que esto era un espejismo, pues provenía del sistema de bloqueo de mayorías que resultó de la transición, el que no podía sino estallar en algún momento.
Se avanzó en terminar con el sistema binominal, pero un momento crucial fue la minimización de una reforma tributaria –bloqueada en el Senado desde la derecha pero también desde las filas de la coalición de gobierno– que era indispensable para darles mayor consistencia a las políticas sociales y de innovación productiva. Estas debían necesariamente acompañar la expansión promedio de los ingresos durante más de dos décadas, ampliando el acceso de nuevos sectores sociales a la educación superior, a la atención de salud y pensiones razonables, a la vivienda, transporte público y entornos urbanos seguros, así como reforzar la investigación y desarrollo tecnológico, todo lo cual requiere de muchos recursos (razonablemente un 10% adicional del PIB en régimen, como es el caso de muchos países intermedios de la OCDE). Luego de un salto en crecimiento, acompañado de una altísima concentración económica, era indispensable construir un Estado de bienestar y políticas activas de innovación.
Pero los conservadores de distintas obediencias se negaron con gran ceguera a avanzar en esta dirección. Al hacerlo, boicotearon la posibilidad de crear un ambiente de inclusión y de mayor capacidad de las familias de abordar los riesgos de desempleo, enfermedad y vejez sin ingresos suficientes, junto con ofrecer a las nuevas generaciones una educación que abriera los horizontes de la igualación de oportunidades. En ese proceso, se fue agotando la credibilidad de la narrativa de las reformas que había dado una mayoría prolongada a la coalición de la transición, aunque con un primer traspié después de 20 años en 2010, lo que llevó sin sobresaltos iniciales a ampliarla al Partido Comunista en la elección de 2014. No obstante, esto resultó a la postre frágil, con síntomas de una regresión antiizquierdista en sectores de centro que terminaron por quebrar la nueva alianza.
Junto a un crecimiento económico más lento, que agotó la expansión basada en recursos naturales y con una elite económica que apostó por una absurda ausencia de políticas de diversificación productiva en un mundo en acelerado cambio tecnológico, empezó la descomposición de la llamada centroizquierda y la emergencia de nuevas fuerzas políticas generacionales. Pero sobre todo se produjo una fuerte sustracción de la participación en la esfera pública y el reforzamiento de la anomia, es decir, la pérdida de legitimidad de las normas sociales.
La crisis de la narrativa y de la credibilidad del “crecimiento con equidad” y de la promesa de completar la democratización del país, tuvo como colofón que se diera a conocer una propuesta de nueva Constitución solo una semana antes de que la Nueva Mayoría dejara el Gobierno en 2018. La falta de avances sociales suficientes, la resignación, los boicots internos, la renuncia al cambio (“fumar opio”) y la división, dieron lugar a un nuevo impulso de la derecha, que accedió de nuevo democráticamente al poder.
Si la desconexión con la situación social que se observaba en el Gobierno saliente era manifiesta, la del equipo entrante fue mayúscula: su programa de disminución de impuestos a los más ricos, de desregulación laboral y un evidente desprecio a las personas de la calle por las autoridades, terminaron por producir una rebelión social de proporciones inusitadas en la historia de Chile. Vale la pena citar a Mariam Martínez-Bascuñán, aunque lo suyo esté escrito en otro contexto: “La angustia de los desposeídos no se entiende mirando solo aquello a lo que se oponen, pues… no están ‘en contra de algo’: sencillamente están ‘en otro lugar’… son los desposeídos quienes encarnan la premisa del espejismo democrático arendtiano: una democracia puede funcionar con normas reconocidas solo por una minoría, hasta que deja de funcionar. Porque todos sabemos lo que pasa cuando los indiferentes, los atomizados, los expulsados de todo interés común, abandonan de pronto, con un aullido, su aparente indiferencia”.
El “todo sabemos lo que pasa cuando” es, precisamente, el problema político central en el Chile de hoy: hay quienes se niegan a saber lo que pasa, ensimismados en su condición oligárquica o en la pertenencia cómoda a pequeñas esferas de poder. Todo lo acontecido desde octubre de 2019 es un conjunto de respuestas parciales e incompletas a una “policrisis”, que es social, cultural y también institucional. El fracaso de la propuesta de la Convención, que acumuló gratuitamente oposiciones por doquier sin ninguna consideración por el objetivo central de dotar a Chile de una Constitución que abriera cerrojos –y en la que el quórum de 2/3 concebido para “moderar” terminó por obligar a las fuerzas centrales a aceptar excesos variados para alcanzarlo–, cerró el ciclo del acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y de la política de los divertimentos generacionales y de grupos de interés parcial.
El nudo actual es que el nuevo escenario es uno en que la derecha, fortalecida por el plebiscito de 2022, está mostrando signos de querer retroceder a otros tiempos, en un proceso en que vuelve a acariciar la utopía oligárquica de mantener instituciones “atadas y bien atadas” en favor de sus intereses. En efecto, la derecha (y en especial la UDI, que es su expresión más consistente) insinúa a través de algunos de sus voceros que llegó el momento de volver a la Constitución de 1980 sin más.
Olvida este sector del país que el 4 de septiembre se rechazó una propuesta constitucional elaborada por una Convención elegida para el efecto y nada más. No se derogó el resultado del plebiscito de octubre de 2020, que como sabemos estableció de manera perentoria un mandato para una nueva Constitución a ser elaborada y aprobada al margen del Congreso. La derecha insinúa que ese mandato es en origen ilegítimo y que en todo caso habría quedado invalidado, lo que es un punto de vista, no una verdad jurídica. El poder constituyente proviene del pueblo y puede ser objeto de delegación, pero siempre que el pueblo lo apruebe de manera expresa. No hay otra legitimidad democrática que esa. La Constitución del 80 reformada no tiene legitimidad constituyente en origen, y menos después del pronunciamiento popular de octubre de 2020.
Al no haberse previsto de manera expresa, en la reforma constitucional del 24 de diciembre de 2019, la manera en que podría seguir el proceso en caso de derrota de la propuesta de la Convención, este debe ser encaminado mediante una reforma constitucional aprobada por 4/7 del actual Congreso, según la norma vigente desde el 19 de agosto de 2022. Nadie con representación parlamentaria ha puesto en cuestión esta mecánica de toma de decisiones para dar continuidad al proceso constituyente, salvo una ultraderecha que está al acecho para producir algún zarpazo antidemocrático en cuanto pueda.
En las conversaciones sobre un nuevo proceso, la pretensión adicional de volver a un sistema de redacción de normas que incluya a personas designadas junto a representantes elegidos, es una regresión evidente a posturas no democráticas. ¿Qué es un experto? ¿Alguien que sabe más de algo que los demás? ¿En qué grado? ¿Con qué certificación? ¿En qué lugar respetable del mundo existe un sistema de representación semejante? Recordemos que en el Reino Unido, incluso, nadie puede ser ministro si no es primero representante elegido por el pueblo.
Voceros de la UDI se han permitido incluso llegar más lejos y afirmar que no hay que "confundir democracia con electoralismo". Como bien se sabe, es de la esencia de la democracia que las autoridades y los representantes sean elegidos directa y periódicamente por el pueblo, según el principio de mayoría y de respeto de las minorías, a la vez que cualquier ciudadano(a) debe tener derecho a ser elegido(a) en las posiciones públicas de representación. Eso no es electoralismo, es la democracia propiamente tal.
La derecha está jugando con fuego al volver a sus pretensiones de recreación de privilegios institucionales –los económicos no los abandonará nunca, pues son su razón de ser– y poner en cuestión que la única legitimidad posible para un sistema político estable en Chile es la de tipo democrático, es decir, sustentada en la soberanía popular periódicamente expresada, en la separación de poderes y en un régimen de libertades y derechos. En todo caso, el Gobierno deberá impulsar todas las reformas constitucionales parciales por 4/7 que estime necesarias, de persistir la voluntad de bloqueo del proceso constituyente por la derecha. Entretanto, los “acuerdos imperfectos” que son un retroceso respecto a la situación vigente, manifiestamente no tienen sentido.
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