Perú: destitución, autogolpe y presidencialismo
Perú es un país clave en el contexto sudamericano. 33 millones de habitantes y fronteras con cinco países. Es la quinta economía sudamericana medida por el PIB (después de Brasil, Argentina, Colombia y Chile) y tiene un fuerte sector minero y agrícola. Lo que ocurra en Perú, como sucede ahora con su inestabilidad política, será siempre de importancia para Chile.
La constante discordancia entre el signo político del gobierno y el del congreso, la dispersión del sistema de partidos e instituciones con fragilidades diversas en medio de una alta desigualdad social y territorial, constituyen una realidad sociopolítica que ha conducido a una recurrente inestabilidad política en el Perú, aunque el crecimiento económico ha permanecido estable y es mayor al de Chile (4% promedio entre 2010 y 2021, a comparar con 3,3% en nuestro caso, según los datos del FMI).
El presidente del Perú elegido en 2021, Pedro Castillo, enfrentó el 7 de diciembre un tercer intento de destitución desde que inició su gobierno. Los opositores debían sumar más de 2/3 de los votos del congreso unicameral para lograrlo, lo que no era claro que ocurriera. En las dos ocasiones previas habían fracasado en su intento.
El congreso usó una norma constitucional frecuente en los sistemas presidencialistas, incluyendo Estados Unidos y también Chile, concebida en principio para situaciones excepcionales de abuso de poder presidencial o de pérdida de condiciones de ejercicio del cargo, en este caso una “vacancia” por “incapacidad moral“. La diferencia es que en Perú el uso de este mecanismo se ha vuelto un componente usual del conflicto político contingente.
El 7 de diciembre, Pedro Castillo se adelantó unas horas al nuevo intento de “vacancia” y proclamó, violando expresamente la constitución y sin siquiera el apoyo de su gabinete, la disolución del congreso, la intervención de los poderes del Estado y el establecimiento de un gobierno personal por decreto, lo que el partido que lo llevó a la presidencia condenó de inmediato y calificó de golpe de Estado, junto a las demás fuerzas políticas del arco parlamentario. Castillo, en una maniobra que hasta ahora no encuentra una explicación convincente -más allá de conjeturar un diseño previo de espera de un momento de crisis para utilizar la institución presidencial y poner fin a la influencia del congreso- terminó siguiendo un remedo del esquema golpista de Alberto Fujimori en 1992. Este logró en ese momento un respaldo militar y de opinión que en este caso no existió en absoluto.
El congreso respondió al autogolpe presidencial procediendo a la destitución de Castillo, con una mayoría reforzada. Fue reemplazado (y luego detenido por la policía) mediante sucesión por la vicepresidenta, Dina Boluarte, de su mismo signo político. Ésta no cuenta, sin embargo, con el apoyo sólido de ninguna fuerza parlamentaria y su presidencia es de transición por definición, por lo que pareció extemporáneo su anuncio inicial de completar el período de cinco años de Pedro Castillo, hasta 2026. Las manifestaciones callejeras en todo el Perú, reclamando nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias, derrumbaron rápidamente esta perspectiva y llevaron al anuncio de elecciones por Boluarte para 2024, lo que podría terminar siendo una fecha demasiado lejana.
Se completó, aunque siguiendo las normas constitucionales, una secuencia que ha llevado al Perú a tener tres destituciones o renuncias presidenciales y seis presidentes desde 2018. El fondo del asunto parece ser un sistema de partidos fragmentado, como en muchas otras partes del continente, pero con la particularidad del rol de un partido caudillista de derecha heredero del ex dictador Alberto Fujimori. Éste se mantuvo en el poder durante una década y fue portador, sin provenir de la oligarquía tradicional (y habiendo derrotado a Mario Vargas Llosa en la segunda vuelta presidencial con el apoyo de la izquierda), de una alternativa de restablecimiento del orden tradicional, acompañado de un esquema de clientelismo populista. Anudó una alianza corrupta con las fuerzas militares y justificó su régimen autoritario por la necesidad de enfrentar a uno de los grupos armados más irracionalmente violentos que haya conocido el continente latinoamericano, Sendero Luminoso.
Este grupo ultradogmático, de curiosa inspiración maoísta, había iniciado una lucha armada sin contemplaciones justo cuando el Perú recuperó la democracia en 1980, y causó miles de muertes. De acuerdo con la Comisión de la Verdad y Reconciliación, de un total de 69 280 víctimas fatales en el proceso de violencia, Sendero Luminoso habría provocado la muerte de más de 30 mil personas hasta que fue desarticulado.
El fujimorismo actual, aunque su fundador esté en prisión desde 2005 y haya sido condenado a 25 años de cárcel como responsable de asesinatos, mantiene una importante fuerza electoral en el mundo popular, liderado por la hija del exdictador. Pero no gana las elecciones presidenciales, si bien estuvo muy cerca de lograrlo en 2011, 2016 y 2021 y obtiene periódicamente una amplia influencia en el Congreso. Este es un factor permanente de condicionamiento y desestabilización frente al hecho que los presidentes no fujimoristas de distinto signo (nacionalista con Humala, de derecha liberal con Kuczynski y ahora de una izquierda ortodoxa con arraigo sindical y campesino), reúnen relativamente pocos votos en la primera vuelta presidencial y luego forman coaliciones heteróclitas para ganar por corta distancia en segunda vuelta, pero sin fuerza gobernante suficiente.
Hechos de corrupción sobrevinientes o previos han dado pábulo a las “vacancias“, con coaliciones destituyentes de 2/3. Esto le ocurrió a Kuczynski en 2018, en base a la acusación de sobornos de una empresa brasileña especializada en corromper gobernantes para obtener obras públicas en casi toda América Latina, lo que ya era el caso del expresidente Alan García, que se suicidó antes de ser detenido, y de Keiko Fujimori, que estuvo en prisión preventiva por recibir fondos ilegales de Odebrecht para su campaña. Luego su vicepresidente y sucesor Martín Vizcarra fue acusado de corrupción en su gestión previa como gobernador regional y destituido. Después de Vizcarra, el Congreso nombró dos presidentes, hasta que se realizaron nuevas elecciones en 2021. En ellas resultó victorioso por estrecho margen Pedro Castillo, un profesor rural y sindicalista que representó a las provincias postergadas en medio de un crecimiento significativo en la última década, pero socialmente polarizado.
Con una orientación popular y campesinista sui generis, culturalmente conservadora, fue objeto de sistemáticos ataques clasistas y racistas, y también de acusaciones de corrupción de miembros de su círculo cercano. Con un soporte parlamentario débil y una inusitada rotación de equipos de gobierno, en ruptura con el partido que lo llevó a la presidencia, finalmente se inclinó por la aventura del autogolpe, la que terminó en su destitución. Logró durar solo un año y medio en el cargo.
El sistema presidencialista, atenuado en este caso con un primer ministro que debe ser ratificado por el Congreso, pero sin mayor poder frente al presidente, debiera ser objeto de un debate. Un parlamento con una mayoría que no es responsable de gobernar tiene, en la particular configuración política del Perú, todos los alicientes para desestabilizar al presidente en ejercicio, y eventualmente destituirlo, reemplazarlo por sucesión vicepresidencial por figuras más débiles y precipitar nuevas elecciones, en un ciclo que ha terminado siendo demasiado frecuente y termina por corroer la legitimidad del sistema democrático.
Tal vez ha llegado el momento de pensar en nuestros países en la eventual pertinencia de un régimen propiamente parlamentario, con un presidente(a) que garantice el funcionamiento de las reglas del juego y vele por el respeto del Estado de derecho, pero donde el gobierno se origine en una mayoría parlamentaria y lo ejerza un primer ministro (o primera ministra) que cuente de manera directa con su confianza, aunque no cuente con la del presidente(a). Si esta confianza parlamentaria se pierde mediante un voto de censura (que debe presentarse con una mayoría alternativa para nombrar a un nuevo jefe(a) de gobierno), en un sistema parlamentario bien concebido, que incluya un porcentaje mínimo de votos para que los partidos estén representados en el parlamento, se produce un reemplazo que no implica una crisis política general y la consiguiente realización de elecciones mucho antes de completarse la legislatura respectiva.
Los regímenes parlamentarios suelen tener mala prensa por su aparente proclividad a las crisis y reemplazos de liderazgo (como acabamos de observar en el Reino Unido, aunque allí el proceso de recambio en el partido conservador fue impecable), pero aseguran una mejor gobernanza y absorción de crisis que en los regímenes presidenciales. Éstos son en América Latina una copia extemporánea del de Estados Unidos, que nació en una configuración sociopolítica muy distinta. Pero calzan demasiado bien con la tradición que pone a caudillos en el centro de la vida pública, propia de la cultura iberoamericana de la que formamos parte, y que nada tiene que ver con alguna idea razonable de modernidad política.
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