De nuevo sobre la izquierda y Venezuela

En Voces La Tercera
Venezuela se ha tomado parte importante de la agenda política en Chile, lo que es probable se mantenga dado el intento del gobierno de utilizar en contra de la izquierda, así, en genérico, los dramas que vive su pueblo. Risible, pero así van los actuales tiempos de caricaturas.

Por nuestra parte, hemos señalado que la izquierda debe condenar toda intervención externa, y especialmente las amenazas de invasión militar norteamericana, más o menos explícitamente pedida por Guaidó. Este presidente de la Asamblea Nacional, y a ese título muy respetable,  ha articulado su accionar a partir de la ficticia  y a estas alturas un poco ridícula figura de “presidente encargado”. Y lo ha hecho con los halcones norteamericanos, la ultraderecha de Colombia y Brasil, las derechas latinoamericanas y hasta cierto punto los gobiernos europeos. Su fin es usar “todas las formas lucha” para derrocar a Maduro, sin negociación alguna ni respeto al derecho. El intento hasta ahora ha fallado. De paso ha contado con el también bastante ridículo movimiento de protagonismo en terreno de Piñera, realizado al precio de dejar en el aire la necesaria política exterior chilena de no participación en el derrocamiento de gobiernos.

Pero también venimos rechazando desde hace tiempo la idea maniquea del “ellos o nosotros”. Y por tanto planteando una crítica a la deriva antidemocrática de Maduro y su gestión catastrófica de la economía. Esta postura nos ha valido palabras poco amables de quienes se rehusan por espíritu sectario a aceptar que se puede estar en contra de toda intervención militar y económica y no a favor de Maduro.

El gobierno de Maduro es democráticamente repudiable, en mi opinión, por haber reemplazado al parlamento electo a través del desconocimiento de parte del resultado que permitía a la oposición alcanzar 3/5 de los escaños, para lo cual dispuso del férreo control construido previamente de los poderes judicial y de supervisión de la legalidad. Y luego convocando (como si la constitución vigente no fuera la de Chávez) una asamblea constituyente cuya función ha sido la de terminar con la división de poderes y eliminar las garantías para la oposición bajo el mando del ex militar Diosdado Cabello. Desde luego concuerdo bien poco con la oposición de derecha, y menos con el intento de hacerse del poder mediante un golpe militar interno o, peor aún, externo, es decir norteamericano, para aplastar al actual régimen: los chilenos sabemos como opera el revanchismo oligárquico por trágica experiencia propia. Pero de ahí a hacer lo de Maduro, es decir algo así como llevarse la pelota para la casa cuando perdió la mayoría en 2015, hay un paso inaceptable. Su gobierno impidió con pretextos variados la realización de un referéndum revocatorio previsto en la constitución, que también habría permitido resolver la crisis democráticamente, y empezó a meter presos, maltratar y exiliar a cientos de opositores y a cerrar y hostigar medios de comunicación. Y aceleró la toma de control inorgánico de cada vez más empresas, desorganizando la producción y aumentado el desabastecimiento de bienes esenciales.

Maduro se hizo reelegir adelantando la elección presidencial en 2018, sin participación de la oposición mayoritaria (lo que fue un grave error de ésta, creo) porque consideró que no había garantías. La deriva antidemocrática culminó con Maduro jurando el 10 de enero para un nuevo período hasta 2025, pero ya no delante de la Asamblea Nacional, como establece la constitución, sino del Tribunal Supremo de Justicia, órgano bajo su control. Esto fue el pretexto perfecto para la declaración de ilegitimidad por el parlamento, o lo que queda de él, y la ofensiva norteamericana coordinada con Guaidó.

El gobierno de Maduro es además repudiable por profundizar un modelo basado en la apropiación clientelar de la renta del petróleo, construido durante décadas por los partidos tradicionales pero continuado en lo esencial bajo el chavismo. Incluso amplió en 2016 las zonas de extracción minera en asociación con capital extranjero -el arco minero del Orinoco en un 12% del territorio- con graves daños ecológicos y a los pueblos indígenas. La caída de largo plazo de la rentabilidad de la extracción de petróleo pesado venezolano requiere enormes inversiones que no han sido atendidas. El cuasi colapso de la producción es muy anterior a las sanciones norteamericanas, cortando la rama sobre la que estaba sentado el régimen. La producción de petróleo pasó de tres millones de barriles diarios en 2014 a algo más de un millón de barriles diarios en 2018. Vean lo que opina el encargado de PDVSA durante Chávez, Rafael Ramírez: “Tenemos una empresa petrolera de la que han salido 30.000 técnicos gerentes, hay más de 100 presos de la industria petrolera, una producción que escasamente llega al millón de barriles por día. Y la empresa está en manos de una persona (el mayor general Manuel Quevedo) que no tiene idea de cómo conducir el negocio petrolero”. En todo esto la baja reciente del precio del petróleo tiene poco que ver. Y fue solo en 2017 cuando Estados Unidos estableció sanciones financieras, enteramente condenables porque afectan sobre todo al ciudadano común. Esto se amplió con la expropiación el 28 de enero de 2019 de los activos de PDVSA a su alcance, lo que es todavía más condenable, pues pone a la administración norteamericana en capacidad de adueñarse unilateralmente de activos de terceros países. Hasta entonces, Estados Unidos seguía comprando el 40% del petróleo venezolano y vendiendo todo tipo de insumos.

El factor causante principal de la descomposición económica es la acción de un grupo burocrático-militar que antepuso su acumulación de poder al bienestar cotidiano de la mayoría de los venezolanos y que ha preferido desorganizar la economía para hacerse de activos económicos y ponerlos en manos de grupos sin capacidad productiva. La distribución de alimentos y el petróleo están en manos militares, con altos niveles de corrupción y clientelismo que incluso horrorizaron a varios intelectuales que apoyaron el chavismo por su inicial redistribución directa de recursos a los más pobres y apoyarse en organizaciones populares de base. El resultado: la caída de 50% del PIB en un quinquenio, un alto desempleo, la falta de control de una de las criminalidades más altas de America Latina, la hiperinflación desatada, que carcome el ingreso de los pobres y de los asalariados y jubilados, y los 2 millones de emigrantes desde 2015. Hoy suma más de 10% la población emigrada de un país que atrajo a millones de inmigrantes en el siglo XX y que posee las mayores reservas petroleras del mundo.

Ni el enfoque político ni el económico de Maduro son propios de las ideas que la izquierda defiende históricamente, las de la igualdad de derechos y oportunidades efectivas, de la democracia con justicia social y de la libertad real mediante el mejoramiento de las condiciones de vida y la autonomía básica de todos los ciudadanos/as. Si en un momento dado el partido o coalición que gobierna en nombre del pueblo y sus intereses pierde la mayoría social y electoral, debe asumirlo y no violentar a la sociedad ni bloquear la alternancia. Y acto seguido luchar para que las conquistas sociales no retrocedan -cuando son profundas las derechas no logran revertirlas en lo sustancial aunque gobiernen, como en los países nórdicos- y prepararse para convencer de nuevo a la mayoría. Es decir, no aferrarse al poder como sea, sino que hacer funcionar la democracia, fuente primigenia de la legitimidad de la izquierda y de su proyecto histórico de transformación del capitalismo, es decir de aquel sistema basado en la concentración oligárquica de la economía y la acumulación ilimitada de capital, sin derechos sociales ni de género ni cuidado ambiental. 

La democracia consiste esencialmente en que el que gobierna lo hace por mandato popular, siguiendo reglas y por períodos limitados. Y entrega el poder a quien obtiene en cada período la mayoría, aunque no sea de su preferencia. Cuando eso no ocurre, se entra en los procelosos caminos de la violencia estatal en nombre del pueblo, claro que sin, y finalmente en contra, del propio pueblo. Esto incluye la supresión de las libertades, una economía que se centraliza en beneficio de la casta burocrática que gobierna y de sus prioridades de uso del excedente económico (con frecuencia en el dominio militar), con lo que inevitablemente se crean nuevas desigualdades en nombre de suprimir las que provoca el capitalismo. Ese no es el camino de la izquierda democrática, social y libertaria. Ese es el camino del estalinismo y de los regímenes burocráticos que sustraen al pueblo la soberanía en la toma de decisiones fundamentales. Hacia ese camino inaceptable deriva Maduro, y por eso la izquierda debe oponerse a su intento de perpetuación en el poder y de control burocrático de la sociedad. Y, al contrario del cinismo de la derecha que en realidad busca un aplastamiento antidemocrático, debe apoyar una salida concordada en base a que los ciudadanos vuelvan a elegir a los poderes del Estado, como propone José Mujica y parte de la oposición venezolana.

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