jueves, 27 de diciembre de 2018

La necesaria subordinación de los cuerpos armados al poder civil democrático

El presidente Sebastián Piñera ha hecho bien en anunciar el 26 de diciembre, como conclusión de la crisis policial reciente, que va “a enviar una reforma constitucional para terminar con ese mecanismo (de destitución)”, pues cree “que los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el general Director de Carabineros tienen que estar subordinados al poder civil y cuando el Presidente les pide la renuncia tienen que renunciar en el acto”. Al descubrirse poco a poco la magnitud del engaño policial en el asesinato de Camilo Catrillanca, y la incitación a la obstrucción de la verdad por elementos de la jerarquía policial, resultó inevitable ir de destitución en destitución hasta llegar al general director de Carabineros. Cuando Hermes Soto y varios de sus generales se insubordinaron en días pasados, también había actuado correctamente el gobierno al sacarlos rápidamente para nombrar a un oficial de su confianza y así reafirmar el poder civil. Por ello la petición de renuncia al ministro del Interior, tal vez justificada por el principio general de la responsabilidad política, sería en este caso de alguna manera un premio a la insubordinación y a la tesis de la independencia de los poderes públicos armados que algunos todavía defienden. Esto no impide la necesaria crítica política al ministro Chadwick, en especial por ser uno de los que ha estado en el origen del problema institucional que se evidenció en estos días y por su manejo reciente de la represión en la Araucanía.

Había sido un error del presidente Sebastián Piñera y de su ministro alentar expectativas al nombrar a Hermes Soto y prometer una reestructuración de Carabineros sin ir a la raíz de los problemas. Estos incluyen temas como transformar la relación con los ciudadanos y la sociedad organizada en cada territorio para combatir el delito, la formación cívica del personal, el control civil de la función policial y transparentar y supervigilar el gasto y la administración para evitar abusos. Cabía desde el principio enfrentar la cultura del engaño a las autoridades y al poder judicial, del que Carabineros es un órgano auxiliar, sobre todo después de la llamada Operación Huracán. Esta llevó la falsificación de pruebas a un extremo, logrando la cobertura para una supuesta operación de inteligencia por parte del ministerio del Interior del anterior gobierno.

Lo peor por parte del nuevo gobierno fue terminar de encargar al GOPE y las Fuerzas Especiales un recrudecimiento ciego de la represión en La Araucanía. El resultado más reciente fue el asesinato por la espalda de un inocente y el intento posterior de esconder los hechos con chapuzas sucesivas. Se había creado un clima de “mano dura” para contentar a un grupo de propietarios de tierras -pertenecientes en origen a comunidades mapuches- exasperados por los ataques a sus bienes y en algunos casos dramáticamente por ataques a personas con fatales consecuencias, lo que merece la reprobación de todos. Pero esto se tradujo en un ineficaz acompañamiento del espíritu castigador y discriminador de la más primitiva derecha que ha reemergido en el país. Se ha afirmado en el gobierno la idea de no perder votos en el mundo conservador y de hacerlo a través de respuestas autoritarias frente a cada desafío que plantea la sociedad.

No olvidemos, además, el trasfondo institucional: se pagan hoy las consecuencias de la norma de permanencia y destitución de los jefes militares y de orden establecida en 2005, la que da espacio a los intentos de desacato al poder civil democrático. El gobierno de la época la aceptó porque devolvía, aunque imperfectamente, la subordinación de los órganos armados del Estado a la autoridad presidencial democrática. No olvidemos que el presidente Ricardo Lagos tuvo que lidiar, exitosamente a la postre pero en medio de múltiples tensiones perfectamente injustificadas, con la destitución de dos comandantes en jefe sin tener la autoridad formal para hacerlo. En la actual crisis, la norma absurda de informar al parlamento antes de perfeccionar administrativamente la destitución de los mandos, se da vuelta contra los que la impusieron en el Senado: los hoy ministros Chadwick, Larraín y Espina, entre otros. Su motivación en la época, que es de esperar ya no exista, fue mantener la ilusión de la inamovilidad y sobre todo dar espacio a la independencia y, en su caso, a la desobediencia militar frente a quien resulte elegido/a por los ciudadanos/as para conducir el Estado y que pudiera resultarle molesto a sus intereses y visiones. Hay todavía dando vueltas elementos de la tradición política de la derecha oligárquica, la que propició los golpes y la insubordinacion militar no una sino muchas veces en la historia, y de manera grave contra Freire, Balmaceda, A. Alessandri y Allende.

Lo que está detrás es una concepción instrumental de la democracia, en nombre de una libertad que es para las oligarquías tradicionales esencialmente la que otorga el poder de apropiarse de la parte del león del excedente económico. Muchos de sus representantes no aceptan que los problemas de la democracia se aborden con métodos democráticos y piensan que las explotaciones y discriminaciones forman parte de una suerte de orden natural, en el que ellos están en la cima, o consideran que deben estarlo por algún designio divino. A la vez, sus partidarios (o subordinados) plebeyos aspiran a acompañarlos en el olimpo de la jerarquía social, o al menos a ser tomados en cuenta en la sociedad desigual y patriarcal que los conservadores defienden. Conservadores que defendieron, entre otros hechos históricos cruciales, la ruptura violenta de 1973 en vez del plebiscito que sería convocado por el presidente Salvador Allende para intentar una salida política a la crisis. Y que incitaron a la represión violenta y prolongada contra la izquierda y contra todos quienes aspiran a una sociedad progresista, democrática e igualitaria.

Parte de la izquierda también tuvo en los años sesenta una visión instrumental de la democracia, en nombre de la urgente emancipación de la clase trabajadora y de los pobres del campo y la ciudad, la que debía realizarse contra viento y marea. Pero la mayor parte de este mundo hizo una autocrítica radical hace décadas, después de intensos debates,  al asumir lo ya planteado por Eugenio González en la década de los años cuarenta y más tarde por el allendismo, en el sentido que el Estado democrático de derecho termina siendo una protección fundamental para la mayoría social frente a las oligarquías. Desde entonces la izquierda mantiene una invariable conducta que concibe a la democracia, en palabras de Jorge Arrate, como espacio y límite de su acción política. Incluso los ex estalinistas del PC han reiterado que en Chile su accionar es exclusivamente democrático, y así lo demuestra su práctica, aunque sus adhesiones internacionales dejen que desear.

La lección democrática para la reforma constitucional en la materia o, mejor aún, una nueva Constitución generada participativamente, es que la información al Congreso, al que le cabe un rol deliberativo como representación de los ciudadanos, debe ser posterior y no previa a la completa tramitación de la destitución de los comandantes en jefe o generales directores. Los cuerpos armados estatales deben subordinarse efectivamente a la autoridad política democrática, sin autonomía alguna de decisión incluso en materias operativas y  presupuestarias (Carabineros ha realizado el mayor desfalco al Estado en la historia de Chile, solo comparable a los de Pinochet y la Dina). Nunca debe permitirse cualquier trato arbitrario a los ciudadanos ni el uso de la fuerza por cuenta propia de los órganos públicos armados, y menos para asesinar a nadie (no existe ya en Chile la pena de muerte) o subvertir el orden legal y constitucional. El uso de la fuerza debe ser siempre proporcional a la amenaza y controlado por la autoridad civil y judicial. El incumplimiento de las normas de uso de los recursos públicos o de uso de la fuerza, así como la omisión de información y la mentira a la autoridad, deben ser sancionados severamente y sus responsables separados de inmediato de las filas.

Esas deben ser las condiciones de ingreso y permanencia en las Fuerzas Armadas y de Orden, para que nadie se equivoque. De otro modo entraríamos irremediablemente en la trayectoria de los Estados cleptómanos y violentos, a la que nos empezó a encaminar el régimen dictatorial en 1973-1989 y de la que tanto nos ha costado salir progresivamente, con avances y retrocesos. Hoy nos encontramos en un nuevo punto de inflexión de alcances históricos, en el que los actores políticos y sociales deben estar a la altura del desafío, incluyendo el respeto y consideración debida a la inmensa mayoría de uniformados probos que dedican su vida al servicio de los demás.

martes, 18 de diciembre de 2018

Un año después de la derrota



La actual oposición ha reflexionado poco sobre su derrota de 2017 y acerca de la pérdida de sentido de su práctica política, su largo desgaste, incorrecciones e incoherencias. De la quebrada Nueva Mayoría han surgido tres expresiones que no reflexionan ni trabajan juntas (y que en realidad tampoco compartieron en su momento el programa que firmaron): el PDC caminopropista, la no muy estrecha coordinación PS-PPD-PR y la coordinación que el PC hace con el PRO luego de haber sido sacado de los escenarios unitarios. Tampoco el Frente Amplio ha salido de su identidad constestataria-generacional y no ha ofrecido una interpretación de su exitosa emergencia en 2017 ni impulsado propuestas visibles.

Para avanzar en estos debates, la Fundación por la Democracia que dirige Victor Barrueto realizó mesas de intercambio en días pasados. Fui invitado a comentar una exposición de Rodrigo Valdés y coincidí con él en que las malas ideas inspiran malas políticas, pero con la interpretación de que son los axiomas y modelos neoclásicos al uso entre los economistas convencionales los que no explican ni predicen la evolución económica, ni menos inspiran buenas políticas. Constituyen una teorización de un prejuicio político (el “fundamentalismo de mercado”, en la expresión de Joseph Stiglitz) a favor de los mercados desregulados y su supuesta capacidad de coordinación de los agentes económicos que optimizaría el uso de los recursos en condiciones de equilibrio. Nada de eso ocurre en las economías realmente existentes. No son una abstracción pertinente que describa las economías de mercado tal cual son, con agentes e información asimétricos, crisis periódicas, concentración del capital y de los ingresos y daño ambiental. Y no consideran las condiciones para que los mercados funcionen ni sus fallas en la asignación de recursos, lo que justifica una amplia intervención pública en la economía.

El liberalismo a la Friedman y Von Hayek lleva al extremo la fobia contra la esfera pública y las acciones colectivas racionales y democráticas. Defiende los intercambios descentralizados motivados por el afán de lucro sin limitaciones, aunque su resultado sea la inestabiidad, la desigualdad y la depredación. Este enfoque ha sido adoptado por economistas que han logrado un injustificado y amplio poder político en algunos gobiernos de la Concertación y en el de la Nueva Mayoría (algunos de los cuales provenían de la ortodoxia marxista-leninista y se reconvirtieron a una nueva ortodoxia), en contraste con los programas de esas fuerzas y con la opinión de sus partidarios. Muchos de los ministros de Hacienda no compartían los programas progresistas ni estaban de acuerdo con las reformas tributarias, laborales, de pensiones, de salud y educacionales capaces de reducir la desigualdad y proteger el ambiente. Esto se ha producido por el condicionamiento empresarial y mediático del sistema político y de los gobiernos. Y conducido al descrédito de fuerzas políticas que señalizan en campaña para un lado y en el gobierno giran hacia el lado contrario. Tema para la reflexión, en el que el mérito de Rodrigo Valdés es tratar con claridad de convercer al progresismo que adopte frontalmente el enfoque neoliberal.

Recordé que sus políticas no produjeron, para empezar, resultados aceptables de crecimiento del PIB. Este fue desde 1990 a 2009 de 5,3% anual promedio, muy superior al 3,5% de 1974-89. Pero en el de Bachelet II el crecimiento fue de solo 1,7% anual promedio, uno de los más bajos desde los años 1950. No se escuchó rendición de cuentas alguna en la materia por el exministro, que redujo la inversión pública contra toda lógica durante su gestión, entre otras medidas recesivas. Señalé que sus resultados distributivos fueron también muy deficientes. La desigualdad de la distribución del ingreso monetario venía bajando sistemáticamente, desde un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015, según los cálculos del Banco Mundial. Pero la desigualdad subió en la segunda parte del gobierno de Bachelet II, quebrando inusitadamente la tendencia previa. Junto al aumento del coeficiente de Gini, también lo hizo el de Palma (cuantas veces representa el ingreso del 10% más rico aquel del 40% más pobre), que subió a 2,1 veces en 2017 desde 2,0 en 2015. Era de 2,4 veces en 2006 y 2,2 veces en 2013. Si antes se avanzaba lentamente, en el último bienio se retrocedió, sin que ningún responsable haya dado mayores explicaciones, lo que tampoco ocurrió en esta ocasión. En la OCDE, la relación 10-40 es de 1,2 veces en promedio (y de 0,9 veces en Dinamarca y Finlandia). Se necesita más producción con valor agregado y trabajo calificado, negociación colectiva, tributación progresiva y servicios públicos y transferencias en pensiones y apoyos a las personas a la altura del desafío. Ya no se puede seguir tergiversando. Salvo que se considere que no se puede hacer mucho al respecto, que es lo que Valdés insinúa.

Sobre el tema mencioné que las economías que más han acortado sus brechas previas de PIB con las economías de altos ingresos son las asiáticas (el precursor fue el Japón de posguerra, luego Corea del Sur, Taiwán, Hong-Kong y Singapur y hoy China, India y los países de la ASEAN), con gobiernos que intervienen, y mucho, sobre todos los mercados, mantienen políticas industriales, empresas e inversiones públicas en gran escala y políticas para mantener una desigualdad de ingresos relativamente acotada, favorecida por una fuerte demanda de trabajo calificado. Estas experiencias apenas fueron mencionadas. Agregué que, contrariamente a la leyenda neoliberal, históricamente buena parte de las economías más exitosas en el mejoramiento del bienestar de su población son las que han contado con política industrial y con Estados de bienestar financiados con altos impuestos directos, como las nórdicas y otras europeas, construidos desde la posguerra con una amplia redistribución cuando eran más pobres que Chile hoy. Logran, incluso en Estados Unidos, lo que no hacemos acá: disminuir sustancialmente la desigualdad de ingresos de mercado una vez que se aplican impuestos y transferencias. Pero lo que se escuchó fue un escepticismo sobre la viabilidad de producir disminuciones sustanciales de la desigualdad y una supuesta ausencia de experiencias en la materia.

Recordé, asimismo, que las emisiones por habitante de gases con efecto invernadero, que llevan a un cambio climático irreversible que sufrirían la nuevas generaciones si no se actúa para desacoplar el crecimiento de las emisiones, son en Chile las más altas del continente -después de Trinidad Tobago y Venezuela- y crecen aceleradamente. El tema ambiental ni siquiera fue mencionado en la exposición de Valdés, cuya distancia con la materia es conocida -primero el crecimiento, después se verá qué se hace con los otros asuntos de interés público- y le costó la salida del gobierno.

El progresismo que no produce resultados en reducción de la desigualdad ni de la huella ecológica, y además tampoco en crecimiento, no es progresismo. Tal vez pueda ser un social-liberarismo bajo en calorías, pero no un actor de transformación equitativa y sostenible que represente a la mayoría social, que es lo que se necesita reconstruir a la brevedad como factor de oposición a la gestión de la derecha y de alternancia progresista.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Comentario a Rodrigo Valdés en seminario

Mi comentario a Rodrigo Valdés en seminario de Fundación por la Democracia el viernes 14 de diciembre.

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martes, 4 de diciembre de 2018

Sobre crítica y ecuanimidad




Soy de los que siempre ha pensado que en las ciencias sociales y económicas la perspectiva crítica es fundamental. Cuando se observa la realidad, cabe mirar preferentemente la parte medio vacía del vaso de agua y no la parte medio llena. También creo que en materia de derechos fundamentales de las personas hay que ser intransigentes, porque de lo contrario no serían fundamentales sino que adaptables según las conveniencias del momento y de quienes ejercen el poder. Pero hay algo que también resulta fundamental: mantener un mínimo sentido de la ecuanimidad.

Participé recientemente como ponente en una mesa redonda de la Fundación Presente en el ex Congreso sobre temas sociales. Volvió a aparecer en el debate la descalificación fácil y al voleo de los parlamentarios y “los políticos”, como si no fuéramos todos políticos -activos o pasivos, pero ese es otro tema- por el solo hecho de pertenecer a la sociedad. Me permití recordar que los parlamentarios son elegidos por el pueblo, por acción (mediante el voto) o por omisión (mediante la abstención, dejando que otros los elijan). Y que son de alguna manera un reflejo de la sociedad, más allá de las manipulaciones mediáticas, de la incidencia del dinero empresarial en las campañas y de las eventuales compras de votos. Y que a los que no les gustan los actuales parlamentarios, les cabe organizarse para buscar reemplazarlos. El que piensa que es el sistema político y electoral el que requiere ser cambiado, entonces de nuevo el camino es organizarse y luchar por ese cambio. Salvo que en realidad no se crea mucho en la democracia y en aquello de “vox populi, vox dei” (la voz del pueblo es la voz de Dios), que es lo que está muchas veces detrás del alegato contra los políticos y los parlamentarios.

Otro tópico recurrente en muchos debates, y también en el que asistí recientemente, es que “desde 1990 no se ha hecho nada”, lo que afirman tanto personas de derecha como de algún centro e izquierda. Me parece que un poco de ecuanimidad debe llevar a reconocer al menos cosas como que: 

– Vivimos en un clima de libertades y de respeto del derecho, imperfecto e insuficiente y sin que prevalezca el principio de mayoría en temas cruciales y haya avanzado la corrupción en diversos órganos públicos, pero que en nada se puede comparar a la dictadura de 1973-1990;

– Ya no existe la ley de autoamnistía de 1978, a pesar de la lentitud de los tribunales e insuficiencias variadas, pues la justicia considera hoy que debe prevalecer la legislación internacional en materia de crímenes de lesa humanidad, lo que ha conducido a muchas condenas a violadores de los derechos humanos, cuyas penas se cumplen en la mayoría de los casos mediante privación de libertad (sin olvidar que Pinochet no fue condenado aludiendo una demencia que logró certificar, pero si fue enjuiciado por diversos crímenes), y que nada de eso ha sido fruto del espíritu santo sino de muy respetables y prolongadas luchas;

– Los ingresos de las familias y el empleo y los mecanismos de protección social han aumentado desde 1990 más que en cualquier otra etapa prolongada de la historia de Chile y la producción crecido al doble que en dictadura, si bien las insuficiencias son múltiples y en algunos casos graves: la economía se ha concentrado enormemente, los derechos de los trabajadores y los consumidores son inexcusablemente limitados y también lo son las políticas minera y pesquera, las de diversificación industrial y de innovación, la educacional, de salud y previsional, así como la protección del medio ambiente, como fruto en parte de la herencia dictatorial y de la influencia del gran empresariado en el parlamento; pero todo esto no elimina los progresos, que son los mejores de América Latina en diversas materias;

– La concentración de la distribución del ingreso monetario, que sigue siendo intolerable, bajó de un coeficiente de Gini de 57,2 en 1990 a uno de 47,7 en 2015 (según los cálculos del Banco Mundial);

– La esperanza de vida al nacer, que refleja una parte significativa de las condiciones de vida de la población (y no solo de los más ricos, como en buena medida ocurre con el PIB por habitante en condiciones de concentración del ingreso) aumentó en 6 años y pasó de 73,7 años en 1990 a 79,7 años en 2017, la tasa más alta de América Latina (después de los 80 años de Costa Rica y los 79,9 años de Cuba), cifra que supera hoy a la de Estados Unidos, cuya esperanza de vida al nacer aumentó en solo 4 años y pasó de 75,3 años en 1990 a 79,5 años en 2017, según la Organización Panamericana de la Salud (2018);

– La tasa de mortalidad de los niños menores de un año (un indicador directo de pobreza) pasó de 16,0 en 1990 a 6,9 en 2015 por cada 100 mil nacidos vivos;

– La tasa de mortalidad por homicidios (un indicador directo de criminalidad) pasó de 10,2 en 2000 a 7,6 en 2015 por cada 100 mil habitantes en el caso de los hombres y de 1,4 a 1,0 en el caso de las mujeres.

En temas culturales y de discriminación se han producido avances notorios, los que hoy forman parte del paisaje como si siempre hubieran estado ahí, a pesar de la oposición de la derecha dura y de conservadores de otros signos, los que en su momento usaron los argumentos más retrógrados que sea posible imaginar. Entre estos avances progresistas se cuenta en 1994 la despenalización del adulterio femenino; en 1998, el fin de los hijos ilegítimos; en 1999, la despenalización de la sodomía; en 2004, la ley de divorcio; en 2015, la ley de Acuerdo de Unión Civil; en 2017, la ley de despenalización del aborto en tres causales, y en 2018, la ley de Identidad de género.

La “legitimidad del reclamo” frente a lo que se pueda considerar equivocado, insuficiente o injusto, que alimenta de manera crucial la deliberación en democracia, se ha visto opacada en nuestro país por la “cultura de la queja” y de la maledicencia. Nos hemos acostumbrado a emitir, y a aplaudir, afirmaciones que no dan cuenta de datos básicos de la realidad, o en el mejor de los casos a cuestiones laterales. Me quejo luego existo, y sigo tan contento/a. Y no me hago cargo de contribuir a cambiar nada, ni me siento responsable de nada. En efecto, para cambiar las realidades injustas o dañinas para la condición humana y para los ecosistemas, hay que diagnosticar lo mejor que se pueda lo que pasa para proponer las transformaciones que resulten necesarias, y actuar individual y colectivamente en consecuencia. Que se tenga éxito o no en el empeño nunca estará garantizado, pero si no se intenta estará garantizado que nada nuevo ocurrirá. Y podremos seguir quejándonos con mayor entusiasmo. Hasta que aparezca un Salvador de la Patria y sea demasiado tarde para sostener y ampliar la democracia.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Fin a la indemnización por años de servicio: ¿una nueva regresión social?


El gobierno ha manifestado su intención de eliminar la indemnización por años de servicio (un mes por año trabajado según la última remuneración mensual con un tope de 11 meses y 90 UF) y compensarla con una ampliación del seguro de cesantía. Llama la atención que esto no le resulte contradictorio con haber recientemente aceptado en el Congreso extender la indemnización al trabajo agrícola temporal. La coherencia no parece ser una de las virtudes de la actual administración, aunque en su descargo constatemos que las conductas barrocas son bastante usuales por estas tierras. Volviendo al tema: la diferencia entre ambos mecanismos es que la indemnización proporcional a los años de servicio, vigente en muchas economías (incluyendo algunas muy prósperas y de bajo desempleo como la alemana), representa un costo del despido que no existe en el caso del seguro, que otorga ingresos de reemplazo por un período de tiempo. Así, el actual gobierno “sale del closet” para evidenciar su orientación a favor del empleador en las relaciones laborales. Lo que no es por lo demás demasiado extraño si se considera el mundo del que proviene el presidente Piñera y si se constata cuantos grandes empresarios dominan las principales posiciones ministeriales. Esta regresión social en perspectiva se agrega a otras como la contra-reforma tributaria que, de aprobarse, regalaría unos 900 millones de dólares por año al 1% más rico.

El análisis del tema no puede hacer abstracción del hecho que los empleadores, salvo en algunos casos y circunstancias, dominan la relación laboral en las economías de mercado, y muy especialmente en Chile. Esto proviene de su poder de contratación y despido de los asalariados, es decir de aquellas personas que en su gran mayoría solo poseen su capacidad de trabajar para poder subsistir. En palabras de Bernard Guerrien y Sophie Jallais, “la tarea propia del economista es determinar las consecuencias de los comportamientos cuando se limitan a lo que Adam Smith llama el ‘deseo de riqueza’. Tienen por tanto que tomar en cuenta, entre otras cosas, la lucha por el reparto de la ganancia que genera la actividad de los hombres. Lucha que es en ciertos momentos frontal, pero que adopta habitualmente la forma de compromisos entre las fuerzas en presencia. Las leyes, las normas sociales y las costumbres son en parte una consecuencia de esos compromisos. No es posible entender lo que pasa en nuestras sociedades sin tomarlas en cuenta”.

Las empresas necesitan flexibilidad en la contratación y despido por razones productivas, pues el ciclo económico y las adaptaciones tecnológicas requieren modificaciones periódicas de las dotaciones de trabajadores. Si estas modificaciones no fueran posibles, muchas empresas se tornarían inviables al desaparecer su rentabilidad (salvo que sean subsidiadas, pero ese subsidio debe tener alguna justificación de interés general y en todo caso provenir de excedentes generados en alguna otra parte: todas las empresas no pueden ser subsidiadas al mismo tiempo). Pero lo que se olvida en el enfoque económico liberal es la contrapartida que toda visión socialista o socialdemócrata, amén del mundo sindical, pone por delante: los trabajadores no son objetos desechables ni sus jornadas moldeables de acuerdo al interés empresarial sin consideración de su condición de seres humanos dotados de dignidad y derechos. ¡Y que necesitan legítimamente seguridad en su trabajo y en sus ingresos!

Los liberales se oponen a todo reforzamiento del escaso poder de los asalariados y consideran a la fuerza de trabajo como una mercancía más a transar en “mercados de trabajo”. Rechazan el salario mínimo, la negociación colectiva con sindicatos que tengan algún peso, la regulación del despido o bien que éste tenga algún costo para el empleador. Su argumento es desde el siglo XIX siempre el mismo: estas regulaciones pueden ser bien intencionadas pero afectan la creación de empleo. Y a la vez justifican la exigencia de los dueños del capital -acumulado legítima o ilegítimamente mediante el poder monopólico o el simple expolio- de todo tipo de derechos inamovibles sobre la propiedad de sus activos. Pero este argumento interesado esconde una realidad muy simple: las regulaciones de las retribuciones del capital y del trabajo pueden generar una más equitativa distribución primaria del ingreso, lo que no impide si están bien diseñadas ni la inversión ni la creación de empleo. En efecto, ambas dependen tanto de la rentabilidad para la empresa de cada unidad de capital o de trabajador adicional empleados (en principio nadie invierte ni contrata a alguien si va a significar un costo mayor al ingreso que pueda generar) como de las perspectivas futuras de la demanda por los bienes ofrecidos (ninguna empresa perderá racionalmente la oportunidad de aumentar sus utilidades).

Existiendo una rentabilidad empresarial y una demanda efectiva suficientes (estos temas se tratan en detalle en mi reciente libro “Economía, Una Introducción Heterodoxa”), la intervención pública bien concebida para disminuir las asimetrías de poder favorables al capital en la empresa y para reequilibrarlas a favor de los asalariados, no provoca efectos mayores en los niveles de empleo. Es perfectamente razonable propiciar una “estabilidad dinámica del empleo”, la que supone no solo permitir en ciertas condiciones a las empresas ajustar el volumen y modalidades de empleo de la fuerza de trabajo sino también establecer normas de despido y que este tenga un costo. Una relación laboral más equitativa y eficiente supone, además, mecanismos mutualizados de protección de los ingresos en caso de desempleo temporal y organizar el acceso a capacitaciones para la reinserción laboral. Y también otorgar a los asalariados una capacidad de incrementar sus ingresos según al menos los aumentos de productividad y el nivel de utiidades de las empresas. Este es el componente de seguridad y de coparticipación en la relación laboral que no interesa a los liberales.

El enfoque liberal no valora la retención de recursos humanos y la disminución de la rotación laboral, factores que favorecen el aprendizaje y la adquisición de capacidades y que pueden traducirse en sustanciales aumentos de productividad. Es absurdo económicamente que las coyunturas desfavorables sean abordadas perdiendo capacidades humanas en la empresa. Esta es la razón básica por la cual se justifica que el despido sea oneroso. Cuando es indispensable disminuir el costo laboral, el ajuste coyuntural de la jornada de trabajo es una opción preferible al despido. La permanencia en el empleo y la retención de capacidades en la empresa puede incentivarse, junto a poner un costo al despido, mediante subsidios temporales, como lo ha demostrado la exitosa experiencia de varios países en la gran recesión de 2008-2009.

En suma, los propietarios de las empresas en una sociedad democrática no deben ser autorizados para ejercer una completa “libertad económica” si esto se traduce en un poder de dominación sobre sus asalariados y en externalidades negativas sobre la sociedad. Las empresas deben, además de ser incentivadas para proteger a sus trabajadores, ser impedidas de dañar la salud humana, atentar contra los ecosistemas, deteriorar el entorno urbano y abusar de los consumidores. Por eso los indicadores internacionales de “libertad económica” son especialmente absurdos, como ideológicos son los economistas que los defienden. Las empresas deben convivir con un conjunto de restricciones institucionales justificadas y razonadas, como lo hacen con las cambiantes condiciones del mercado y de los costos de los insumos, las que son al menos tan desafiantes, y con frecuencia mucho más, que gestionar los costos laborales. Y no olvidemos que su sistemática compresión es, desde el lado macroeconómico, un poderoso factor recesivo.

Existen buenos argumentos para afirmar que el cultivo de un clima laboral cooperativo y de una relación constructiva con el entorno es un factor de creación de valor en la empresa. En cambio, desentenderse del entorno e instituir la precariedad en el trabajo como principio organizativo básico generaliza relaciones laborales conflictivas, dificulta la inversión en las capacidades humanas en la empresa y no permite la construcción de estrategias compartidas de mejoramiento de la competitividad. En palabras de Dani Rodrik, “en una discusión tecnocrática de este tipo, es fácil olvidar que lo que los economistas llaman las ‘rigideces del mercado de trabajo’ son en realidad un componente crucial del diálogo social en las economías capitalistas desarrolladas. Proveen una seguridad de los ingresos y del empleo a trabajadores cuya existencia podría de otro modo estar sujeta a trastornos tumultuosos. Además, como lo subraya el economista italiano Giuseppe Bertola, pueden ser eficientes incluso desde una perspectiva estrictamente económica, en la medida en que facilitan la estabilización de los ingresos del trabajo”. Recordemos que los ingresos del trabajo, que permiten el consumo de la mayoría de las familias, son el componente más significativo de la demanda agregada en la mayoría de las economías.

Puesta en este contexto, la discusión que acaba de iniciar el gobierno sobre la indemnización por años de servicios debe considerar que este mecanismo ayuda a inhibir los despidos sin justificación económica, estimula la capacitación para aumentar la productividad al favorecer la permanencia en la empresa y es, llegado el caso, un patrimonio del asalariado que le permite enfrentar mejor el drama del desempleo. Si además existe un seguro de cesantía a todo evento, bienvenido sea para el trabajador. Así, no hay justificaciones sólidas para eliminar o disminuir la indemnización vigente (cuyo tope, recordemos, pasó de 5 a 11 meses en el gobierno de Patricio Aylwin, que tanto dice admirar el actual presidente). Salvo que el objetivo sea simplemente fortalecer aún más en Chile el muy desequilibrado poder del capital sobre el trabajo, en línea con el persistente paradigma del pleno dominio oligárquico propio de la antigua hacienda.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Una nueva tragedia


El uso desmedido de la fuerza por Carabineros para causar terror termina otra vez en el asesinato de un mapuche, esta vez Camilo Catrillanca. El gobierno de Sebastián Piñera debe hacerse responsable de su política de armar comandos a la colombiana, que terminan, como era previsible, saliendo a matar por la espalda con balas en la cabeza a alguien que “arranca en un tractor”, y que supuestamente “ha participado antes en delitos” pero ostenta un certificado de antecedentes incólume. Sería cómico si no fuera trágico. Junto a la investigación judicial de rigor, que ojalá no demore años como suele ocurrir en estos casos y conduzca a sanciones penales proporcionales al delito cometido, no podrán esquivarse las responsabilidades políticas

Ya se habían producido asesinatos de mapuches por la fuerza pública en gobiernos previos, en un contexto que ha llegado a tomar la injustificable forma de castigos colectivos a diversas comunidades. La Inteligencia (¿?) de Carabineros llegó, al parecer, al extremo de inventar falsas pruebas contra dirigentes mapuches, validadas por las autoridades del gobierno anterior. Con el cambio de administración, y después de un disperso plan del empresarial ministro Moreno, la represión vuelve por sus fueros. Prevalece una ceguera que habla muy mal de la capacidad del sistema político chileno actual, y desde luego de quienes hoy gobiernan, de abordar problemas complejos de una manera que no sea simplemente por la fuerza. ¿O acaso no debemos considerar que existe un traumático transfondo histórico y olvidar que los mapuches fueron despojados por la República de buena parte de sus territorios, los que a la postre habían sido respetados por los españoles, incluso al margen de la propia ley chilena? A quien tenga dudas le recomiendo leer la dramática descripción de José Miguel Varela de lo ocurrido a fines del siglo XIX en el libro “Un veterano de Tres Guerras” y su experiencia como Intendente frente a la violencia de los terratenientes contra los mapuches y contra la ley.

Mucho más tarde, luego de los avatares de la reforma agraria y de su reversión violenta por la dictadura de 1973-89, la transición democrática ofreció a los pueblos originarios -a partir de previos parlamentos con presencia del propio Patricio Aylwin- un reconocimiento constitucional, que la derecha bloqueó desde 1990, y un significativo pero insuficiente Fondo de Tierras y Aguas. Con el paso de los años, la voluntad emancipatoria inicial terminó cediendo a la lógica clientelista y burocrática. Peor aún, se volvió a caer en la torpeza de la respuesta meramente represiva frente a acciones violentas de nuevas generaciones de mapuches que -aunque sea políticamente incorrecto afirmarlo- terminaron explicablemente radicalizados al constatar una y otra vez la inoperancia de las promesas del nuevo orden democrático.

Habemos quienes sostenemos la necesidad de combinar una lógica tanto de inclusión como de autonomía frente al histórico tema mapuche Este enfoque debe al menos contemplar:

a) reforzar la devolución de tierras y aguas en diversos lugares del territorio -incluso en parte de los hoy en manos de empresas forestales- pero con un nuevo pacto productivo entre las comunidades, el Estado y las empresas y con la aplicación general de la consulta indígena obligatoria del Convenio 169;

b) establecer una representación mapuche y de pueblos originarios en el parlamento y

c) crear nuevos municipios en territorios mapuches y de otros pueblos originarios que velen autónomamente por el bienestar e identidad plural de sus ciudadanos.

La democracia debe ser capaz de producir resultados que sean significativos para la mayoría social. Debe ser algo muy distinto a la distribución del poder político entre miembros perennes de una “clase política” condicionada por un poder económico cada vez más concentrado. Esto lleva inevitablemente a la percepción colectiva de que la democracia ya no termina siendo la expresión, aunque imperfecta, del ideal del autogobierno, sino un sistema que asegura con más legitimidad la perpetuación de una sociedad de clases y de privilegios. Esta percepción, como llevamos años constatándolo en Chile sin que hayamos logrado hacer nada útil al respecto, conduce a la mayoría de los ciudadanos a la abstención y a algunas minorías a la violencia política. En otros países, la mayoría ha terminado por volcarse hacia esquemas demagógicos o hacia soluciones autoritarias que, aunque inconducentes, canalizan respuestas simplistas frente a la inseguridad económica y frente a la delincuencia, fenómenos que el orden neoliberal no resuelve sino que amplifica.

Llegó el momento de tomar en serio la necesidad de constatar que la representación democrática tradicional debe evolucionar. Y que debe al menos asegurar tres nuevos objetivos: que se tomen más decisiones mediante consulta ciudadana, lograr la paridad de género (por ejemplo mediante la atribución proporcional de escaños a cada lista ya no a individuos sino a duplas hombre-mujer previamente establecidas por las respectivas listas) y también establecer la representación y autonomía de los pueblos originarios. Pero sin olvidar el punto de partida: el fundamento de la democracia es el principio de mayoría, respetando el derecho de las minorías a existir, a expresarse equitativamente y a procurar transformarse en mayoría en elecciones periódicas de las autoridades. Una parte sustancial de este principio básico sigue anulado en Chile, a pesar de los cambios sucesivos desde 1990. Existe aún un derecho a veto de la minoría sobre la mayoría, tanto por los altos quórum de aprobación de las leyes orgánicas y reformas constitucionales como por un ilegítimo Tribunal Constitucional que anula una y otra vez contenidos de leyes aprobadas por el parlamento. Este orden político de “democracia protegida de las mayorías” -que no es otra cosa que una herencia dictatorial impuesta al pueblo chileno- evidentemente produce y producirá cada vez más un alejamiento de la participación democrática y facilitará la multiplicación de violencias. La respuesta a este desafío deberá estar en cambios políticos y económico-sociales, enfrentando con más democracia los problemas de la democracia, y no en la represión indiscriminada que hemos visto en estos días.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Más de lo mismo: AFP prósperas y pensionados quebrados

En la Tercera Digital


La reforma de 1981, que privatizó el sistema de pensiones por razones ideológicas, se justificó con el argumento de que el sistema de reparto estaría quebrado y el cambio demográfico lo haría aún más insostenible en el futuro. Hoy, en cambio, son los jubilados los que están quebrados y las AFP repletas de ganancias, superiores al 20% anual sobre el capital. Las tasas de reemplazo de 70% del sueldo previo prometidas en 1981 son en realidad, medidas por la OCDE, del orden de 40% para los hombres y de 30% para las mujeres.

Se ha persistido en la construcción del mito interesado según el cual los sistemas de reparto ya no serían viables. Decir que el reparto es insostenible, y terminar con él como se hizo en Chile -aunque parcialmente, como veremos- es lo mismo que decir que el cambio demográfico llevará a más gastos de salud y que es insostenible ocuparse de la salud de las personas de edad. El cambio demográfico implicará más gastos en pensiones y salud en las todas las sociedades en el futuro, las que deberán realizar más esfuerzos públicos y privados en estas áreas, cualquiera sea el sistema que utilicen. Punto y a parte.

Por lo demás, el reparto sigue siendo el sistema más frecuente en el mundo para asegurar pensiones a las personas de edad, incluyendo el centro del capitalismo actual, Estados Unidos. Un sistema de reparto consiste en trasladar recursos de determinadas personas (en este caso provenientes de las que trabajan bajo contrato) para asignarlo a otras (las que han llegado a una cierta edad y cumplen con determinados requisitos). Su equilibrio financiero depende del balance entre ingresos y gastos y la justicia de su funcionamiento depende de los criterios que se utilice en los cobros y beneficios, empezando por permitir o no privilegios indebidos. Así, estos sistemas pueden funcionar bien o mal, lo que no depende de su naturaleza sino de la gestión de sus parámetros. Mantener equilibradas las cuentas con cada vez más personas jubiladas supone, en particular, aumentar la base y las tasas de cobro para asegurar ingresos suficientes y/o disminuir los beneficios. Esto es exactamente lo que la mayoría de los países ha venido haciendo (los detalles pueden verse en OECD, Pensions at a Glance, 2017), los que mantienen o recuperan estos sistemas por la certeza y estabilidad que proveen.

La capitalización individual no es una panacea y estará igualmente afectada por el cambio demográfico. No es otra cosa que la extensión de la muy antigua inversión financiera, en este caso con ahorro forzoso acumulado en un fondo junto a su rendimiento que luego se utiliza en la vejez bajo un sistema de retiros parciales hasta la extinción o de renta vitalicia provista por una compañia de seguros, o una combinación de ambos. El sistema privado de pensiones tiene los mismos problemas del capitalismo: inestabilidad, incertidumbre de rendimientos, desigualdad. Con el agravante de que el cambio profundo de la sociedad salarial desde 1980, que se acelerará sustancialmente con la automatización combinada con inteligencia artificial, disminuye la estabilidad de la base de los sistemas de cotizaciones obligatorias inventados a fines del siglo XIX, ya sea que tomen la forma del reparto o de la capitalización, y restringirá su cobertura. Para proteger a los adultos mayores, salvo que se quiera abandonar ese objetivo, se requerirá pasar desde un financiamiento basado preferentemente en cotizaciones salariales a uno basado en cotizaciones e impuestos de base más amplia y consolidar, en vez de restringir, los mecanismos de acceso a pensiones independientes de la historia laboral, junto a estimular el ahorro personal voluntario.

El cambio autoritario de las pensiones en Chile se hizo por razones ideológicas de promoción de “soluciones privadas a los problemas públicos”, y de una manera muy cuestionable, que es lo que algunos hemos advertido desde 1981. La lógica liberal sostiene que cada cual debiera tomar decisiones propias sin interferencia estatal y, en el caso de las jubilaciones, considerar cuánto y dónde ahorrar para la pensión de vejez. No obstante, la lógica económica no dogmática subraya que existe una “miopía intertemporal” que lleva a muchos consumidores a no tomar decisiones en su propio interés en esta materia y otras, como la salud, lo que justifica la intervención de los Estados y el ahorro obligatorio. En Chile se mantuvo la intervención estatal, pero para establecer una maquinaria de creación artificial de ganadores (pocos) y perdedores (la mayoría). Existe un sistema híbrido que combina a) reparto para las Fuerzas Armadas y de Orden, pero nada menos que con un déficit sistemático financiado por el resto de la ciudadanía a través de sus impuestos (las cotizaciones solo financian un 6% de las pensiones militares) del orden de 1% del PIB; b) una pensión asistencial y mínima de reparto financiada por el presupuesto –devenida en 2008 en pensión básica solidaria para sacarla de la indigencia- con un costo del orden de 0,7% del PIB y c) un “capitalismo previsional forzado por el Estado”. Este consiste en un ahorro obligatorio que debe ir a un ente privado, el que lucra obteniendo no menos de un quinto de lo cotizado cada mes por el trabajador (las famosas comisiones de las AFP, las visibles y las invisibles), sin garantía de resultado (sin “beneficios definidos” en la jerga previsional) y con rendimientos de los fondos que fueron elevados en un inicio pero que han ido, como la mayoría de economistas serios predijo, decreciendo en el tiempo. El sistema incluye beneficios tributarios muy favorables a los ahorros previsionales de las personas de altos ingresos. Y no se debe olvidar el enorme gasto fiscal previsional de transición para sostener las pensiones del sistema antiguo, lo que ha implicado un gasto presupuestario anual de entre 4 y 5% del PIB durante más de tres décadas.

El resultado, después de una prolongada experimentación, ha sido que la gran mayoría de los jubilados recibe ingresos muy inferiores a los de su vida activa. En contraste, existen pensionados públicos privilegiados y las administradoras privadas gozan de altas utilidades, en condiciones de oligopolio y de altas barreras de acceso. Y hacia el futuro, la capitalización individual en condiciones de envejecimiento de la población implicará la disminución progresiva de las mensualidades de las nuevas rentas vitalicias, las que, a partir de los fondos acumulados, se construyen con tablas de esperanza de vida por sexo, las más de las veces ampliamente excedidas. Este método perjudica el monto de las pensiones y especialmente a las mujeres, que tienen una esperanza de vida mayor que los hombres (nótese que para remediar esta discriminación en la Unión Europea se prohíbe todo cálculo actuarial que no promedie los datos de esperanza de vida de ambos sexos). También el método perjudica a los más pobres, pues estos tienden a tener en la experiencia internacional una esperanza de vida menor que las personas de más altos ingresos, respecto de lo cual no existen estadísticas disponibles en Chile. Además, se produce una grave incertidumbre asociada a la modalidad de retiro programado, una verdadera bomba de tiempo para muchos jubilados.

En suma, el sistema de capitalización individual obligatorio, en las condiciones del mercado de trabajo chileno actual y futuro, simplemente no sirve para proveer pensiones razonables como proporción de los ingresos previos en la vida activa. Tampoco asegura una cobertura a los numerosos adultos mayores que están fuera de los sistemas de cotización obligatoria. Esto lo hace el Estado mediante un mecanismo que, léase bien, es de reparto, en el que los que pagan impuestos financian las pensiones básicas y los “aportes solidarios” a las pensiones muy bajas o a las mujeres que han tenido hijos. La fuerza de las cosas llevó a aumentar la importancia del reparto, especialmente desde 2008, y seguirá haciéndolo. Lo que cabe ahora es terminar de redefinirlo adecuada y racionalmente.

La reforma previsional anunciada por el presidente Sebastián Piñera no soluciona ninguno de los problemas mencionados. Apunta a aumentar las cotizaciones obligatorias para capitalización privada. O sea se trata de más AFP, solo que en el futuro acompañadas de otras entidades similares, pero solo para el 4% patronal adicional, que entrará en vigencia muy gradualmente. Uno se pregunta por qué no se extiende la entrada de nuevos actores a la administración del 14% de cotizaciones, como indica la más elemental lógica de promoción de la competencia. Una vez más estamos en presencia del contraste entre el discurso del libre mercado y de la competencia y por otro lado gobernar rudamente para sostener el poder económico constituido. Además, la promesa de 40% de aumento en régimen de las pensiones no tiene certeza jurídica o económica alguna y obedece a cálculos con parámetros inciertos. Ampliar la capitalización individual obligatoria podría subir en algo las pensiones a muy largo plazo, pero con un persistente alto costo para el cotizante, utilidades de las AFP muy elevadas y siempre pensiones bajas respecto a los ingresos previos a la jubilación.

El gobierno sostiene que las bajas pensiones se deberían a los empleos inestables que generan lagunas de cotizaciones. Entonces debiera reconocer que la capitalización individual no funciona si los empleos permanentes y estables son la realidad de solo una minoría de los trabajadores.

Soy de los que postula que una reforma, dadas las incertidumbres presentes y futuras del empleo asalariado, debe apuntar primordialmente a aumentar la provisión al margen del mercado y de las circunstancias de la vida laboral de al menos un piso de ingresos para todos los adultos mayores. La pensión básica debe transformarse en un derecho universal para las personas de más de 65 años, y no ser concebida como un acto de solidaridad sino de ciudadanía, que también incluya a los más ricos en tanto estos contribuyan tributariamente conforme al principio de progresividad. Debe alcanzar un nivel razonable (desde el punto de vista de su costo para la colectividad), decente (para permitir una vida con un mínimo de dignidad en la vejez) y no sujeta a situaciones particulares o privilegios. La pensión básica actual debería aumentarse de manera gradual pero sustancial, por ejemplo con la meta de alcanzar en plazos breves unos 250 mil pesos mensuales (lo que tendría un costo fiscal total de cerca de 2,8% del PIB) y en plazos más largos el nivel del ingreso laboral mediano, de 380 mil pesos en 2017 (con un costo total de un 5,1% del PIB). Un piso universal de este tipo existe, por ejemplo, en Nueva Zelandia, y su costo es también cercano al 5% del PIB. Los aumentos de la pensión básica podrían financiarse con un impuesto adicional al consumo (exceptuando los bienes básicos) y subiendo a 50% la tasa marginal del impuesto a la renta (que recordemos era su nivel de 1989), junto a fortalecer sustancialmente el actual Fondo de Reserva de Pensiones para sustentar este gasto en los momentos bajos del ciclo económico y para compensar el futuro cambio demográfico.

Un nuevo sistema mixto debiera incluir un segundo piso de pensiones adicional al nivel básico, que apunte a mejorar la tasa de reemplazo de los ingresos laborales, la que en todo caso estaría asegurada en el nivel del ingreso laboral mediano en la proposición aquí postulada, pero sin monopolio de las AFP y financiada con ahorro voluntario complementado con aportes de los empleadores estimulados con incentivos tributarios equitativos. Las AFP debieran poder gestionar los fondos ya acumulados, pero permitiendo retiros para contingencias justificadas en la vida activa y sin retiro programado en el momento de la jubilación, mecanismo que provoca una incertidumbre indebida en los ingresos futuros de los pensionados. Las AFP debieran dejar de recibir cotizaciones obligatorias y obtener clientes (ahorrantes) como cualquier otra actividad privada competitiva, y no tenerlos a disposición gratis mediante una obligación de cotización establecida por el Estado sin que los asalariados tengan arte ni parte. En cambio, debiera favorecerse los mecanismos de ahorro previsional negociados colectivamente entre trabajadores y empleadores.

Como se observa, estas proposiciones van en el sentido de cambiar la lógica prevaleciente desde 1981. Se trata de no perseverar en un resultado ya demasiado conocido: la garantía de altas utilidades oligopólicas para las AFP a costa de las cotizaciones obligatorias de los trabajadores y de muy bajas pensiones para la mayoría.

jueves, 25 de octubre de 2018

¿Tiene destino la agenda del gobierno?

En La Tercera digital


El gobierno de Sebastián Piñera ha procurado salvar su ausencia de mayoría parlamentaria generando hechos de opinión pública que pongan a la defensiva a la oposición y la dividan para hacer avanzar su agenda. Primero fueron las comisiones fuera del parlamento, sin mayor resultado. Ahora se ha visto el riesgoso enfoque adoptado en el tema del proyecto de ley de “aula segura”. La “mano dura”, siempre popular, fue puesta como estandarte, con una ministra que se empecina en legislar para expulsar a los alumnos violentos antes de determinar responsabilidades en plazos prudentes. Se dejó de lado expresamente -y con el solo objeto de generar una presión de los medios contra actos vandálicos reprobables- la más razonable suspención temporal hasta terminar la investigación de cada caso, pero con derecho a defensa, sin perjuicio de sostener un firme enfoque de no dejar sin consecuencias actos violentos de alumnos o de padres contra el profesorado. Y se pasó por encima de un logro de las sociedades civilizadas contra las arbitrariedades: el debido proceso. La comisión de educación del Senado reemplazó sensatamente la expulsión por la suspensión temporal, derrotando al gobierno, aunque la postura opositora no sea la más popular circunstancialmente. Pero si la más seria.

No sabemos si una secuencia similar ocurrirá con la reforma tributaria, que plantea una nueva e injustificada amnistía a los evasores (que se agrega a la equivocadamente establecida en la reforma de 2014), debilita el delito fiscal y regalará 900 millones de dólares al año al 1% más rico con la reintegración de la totalidad de lo pagado por impuesto a las utilidades en el impuesto a la renta, entre otras normas regresivas que debilitarán la situación fiscal. La debilidad fiscal lleva además a un presupuesto para 2019 que disminuye el gasto en ciencia y tecnología y en cultura y debilita programas en salud, educación y regiones.

Tampoco sabemos que ocurrirá con las venideras reformas al sistema de pensiones o a las normas laborales. Mientras, los anuncios en materia de pobreza para “no dejar a nadie atrás”, y que se han propuesto involucrar a los grandes empresarios amigos del gobierno en áreas de acción pública, pero sin agenda ni mayores recursos, forman parte del mismo enfoque. Lo que no se asume es que el gran problema que aleja a Chile de un bienestar compartido es el exceso flagrante de poder empresarial y de privatización de la esfera pública, que produce discriminaciones y desigualdades múltiples y degradación de la naturaleza y de la calidad de vida, como hemos visto de manera dramática en Quintero. Es todo el “modelo de desarrollo subsidiario” el que no da para más.

El presidente Piñera incluso se lanzó recientemente al ruedo con un enfoque de tono ideológico para justificar sus proyectos proempresariales: atacar a la izquierda porque “quiere que el Estado lo haga todo”. El problema es que la izquierda (desde luego la de tradición libertaria y la socialdemócrata) nunca ha dicho que el Estado deba hacerlo todo, sino que debe limitar el poder privado -incluyendo el del actual presidente, que no nos olvidemos fue acusado en el pasado tanto de no respetar la legislación bancaria como multado severamente por uso de infomación privilegiada en transacciones bursátiles- junto a defender el interés general, producir más igualdad efectiva de oportunidades y de derechos en la sociedad y prestar servicios públicos universales de calidad en empleo, salud, educación, cultura, seguridad, urbanismo y medioambiente. Con los impuestos que pagan hoy en Chile los más ricos y las grandes empresas nada de esto es posible. Agreguemos que lo que discute hoy la izquierda en el mundo en sus diversas versiones no es la estatización de la economía sino avanzar a un postcapitalismo de economía mixta con un sector público orientador y estratégico, un sector privado regulado social y ecológicamente y un amplio sector social y solidario y de economía del cuidado como alternativa al neoliberalismo y al mercado omnipresente.

Ha agregado el presidente Piñera que en los gobiernos de la izquierda la pobreza se habría estancado y la desigualdad aumentado. Y que en su gobierno habría ocurrido lo contrario. En realidad, la pobreza monetaria bajó bastante y la desigualdad algo en los gobiernos de Lagos y Bachelet, y también en el suyo. La excepción ocurrió entre 2015 y 2017, cuando la desigualdad subió levemente y se constató un escaso progreso en la caída de la pobreza multidimensional, justamente en el período en el que la presidenta Bachelet les entregó la conducción económica a los neoliberales de su gobierno. Lo que se necesita no es más sino menos neoliberalismo para bajar la pobreza multidimensional y la desigualdad. O sea, más izquierda y equipos distintos a los de Andrés Velasco (que se opuso a toda reforma tributaria y laboral) o Rodrigo Valdés y Nicolás Eyzaguirre (que bajaron la inversión pública, estancaron la economía y no han dado explicación alguna por el aumento de la desigualdad durante su gestión).

La incapacidad del enfoque neoliberal de enfrentar los problemas de Chile es especialmente notorio en otro tema relevado en estos días por el presidente Piñera: “la libre competencia da justificación económica y moral a la economía social de mercado” por lo que en su anterior gobierrno le habría puesto “dientes a la FNE”. En realidad, se trató solo de cambios marginales frente al masivo hecho que el Chile que emergió de la dictadura y de los sectores neoliberales de los gobiernos posteriores es uno de los capitalismos más concentrados del mundo. Y que, además, como en ninguna otra parte del planeta, domina la mayor parte de la seguridad social y de la educación, incluso la subsidiada. Frente a este tema, el actual gobierno no tiene agenda.

Desprivatizar la seguridad social, sacando a las AFP e Isapres del sistema de cotizaciones obligatorias, será la primera tarea de un futuro gobierno que no sea de continuidad, junto a la vasta tarea de desconcentrar la economía. Esta deberá incluir, respecto de lo cual se escuchan pocas propuestas de la actual oposición, rediseñar las regulaciones y las tarifas para impedir las enormes rentas empresariales indebidas en los recursos naturales, los servicios básicos y los servicios financieros. Y potenciar las empresas públicas, como Codelco y las del área de transportes, junto a crear una nueva Empresa Nacional de Energía para acelerar la transición a energías no contaminantes, además de afianzar el aporte al tejido productivo y al empleo de las pequeñas y medianas empresas innovadoras y de la economía social y solidaria. Habrá, además, que retomar el objetivo de redurcir directamente las enormes brechas distributivas mediante una negociación colectiva salarial efectiva y un sistema tributario más progresivo que financie ingresos mínimos universales decentes, empezando por la pensión básica.

Nada de esto va a ocurrir en el actual gobierno. Su agenda en lo medular está pensada para favorecer los intereses empresariales, lo que no tiene nada de extraño dada la composición y la orientación de una administración que los chilenos eligieron hasta 2022. Pero los chilenos también eligieron un parlamento que no es favorable a esa agenda. Para superar esta situación, la pirotecnia discursiva no alcanzará. El presidente Piñera deberá pactar con aquella parte de la oposición que pudiera compartir visiones neoliberales en economía o conservadoras en temas culturales, e incluso integrarla al gobierno para darle estabilidad. O bien aceptar que sus legislaciones no podrán favorecer solo los intereses y enfoques que representa, por la sencilla razón que no obtuvo las mayorías parlamentarias suficientes.

sábado, 6 de octubre de 2018

Presentación sobre el NO en la Escuela de Ingeniería

Mi breve presentación ayer en el seminario sobre el recuento paralelo del NO realizado en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile

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Desde las 13.40 horas del 5 de octubre un sistema de estimación a boca de urna realizado con la empresa SOFRES nos había dado una estimación de 60-40% a favor del NO. Todas las encuestas previas realizadas por el grupo CIS (CED-ILET-Sur) nos daban ganadores por un amplio margen.

El primer boletín de escrutinios fue cerrado a las 21 horas del 5 de octubre con 188 mil votos, luego de la decisión de adelantar la primera información parcial, que debía producirse con 500 mil votos (más del 5%), dada la no entrega de datos por el gobierno desde las 19.10 horas. El segundo informe de la dictadura fue con 187 mil votos a las 21.50 horas y en él seguía apareciendo como ganador el SI . 

El nerviosismo por el manifiesto retraso y tergiversación en la información oficial se incrementó pues hasta las 20 horas teníamos muy pocos votos escrutados dado el arbitraje entre seguridad y velocidad y los pasos que debía seguir la información desde la minuta de la mesa, la planilla del recinto, el centro de acopio comunal, el centro de acopio provincial (en persona o por teléfono), el envío de la planilla a uno de los cuatro centros de recepción en Santiago vía fax, el traslado físico al centro de procesamiento en calle Lastarria –retrasado por el bloqueo militar del centro de Santiago- y su posterior digitación mesa a mesa. Existía además a esa hora un sesgo en favor de las mesas de hombres respecto a las de mujeres y las urbanas respecto a las rurales que nos obligaban a esperar más resultados, aunque el equipo de estimaciones que corregía los sesgos nos garantizaba el triunfo.

El segundo boletín se emitió cerca de las 22 horas con 531 mil votos. De ahí por delante el procesamiento creció de manera exponencial.

En la madrugada (2.00 am) del 6 de octubre el recuento paralelo del Comando por el NO había procesado 6.044.432 votos, un 83,4% del total. El Sistema de Control del Comando por el NO logró procesar finalmente el 97,7% de los votos, un hecho sin precedentes históricos para una organización paralela al Estado. Esto solo se explica por una gigantesca energía popular y una gran capacidad de organización colectiva que reemergía desde las tradiciones democráticas de la sociedad chilena.

Estábamos en condiciones de probar mesa a mesa el resultado que emitíamos públicamente desde el centro de prensa ubicado al frente del edificio Diego Portales. Esto fue comunicado por el Comando del NO directamente a Jarpa e indirectamente a dos ramas de las FF. AA.


El intento de autogolpe de Pinochet –que aparentemente no creyó que perdería el plebiscito y lo constató definitivamente según Cardemil a las 23 horas del 5 de octubre- se tradujo en la voluntad fallida de declarar el Estado de Sitio y sacar tanques a la calle. La división en la Junta Militar está documentada por Matthei en sus memorias y por interlocutores periodísticos y políticos del entonces Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea. Fue el día que vivimos en peligro.


lunes, 1 de octubre de 2018

La gesta del NO

En Voces La Tercera

El 5 de octubre fue obra de millones, de cada uno de los que fueron a votar que NO, tal vez con miedo o con escepticismo por la incertidumbre frente a un eventual fraude y el recrudecimiento del escenario de confrontación en que vivía el país, pero con el entusiasmo de los que creen que las gestas colectivas son posibles. De las decenas de miles de apoderados o simples testigos que vigilaron tenazmente que los votos fueran contados correctamente. De los miles que anotaron el resultado de cada mesa en las boletas distribuidas de Arica a Punta Arenas por el Comando del NO, en un gigantesco esfuerzo militante en base a voluntad y tesón. De los que transcribían los resultados a las planillas de alguno de los mil recintos de votación. De los que las trasladaban físicamente, los “chasquis”, a los 36 centros de acopio instalados en toda nuestra loca geografía. De los que las transmitían por fax, no sin dificultades técnicas variadas, a los cuatro centros ocultos montados en Santiago. De los que recibían y de los que trasladaban las copias físicamente a la sede central de la Alameda. De los que las digitaban en los computadores y de los que sumaban las copias a mano en el procedimiento de respaldo. De los que informaban, hacia Chile y hacia afuera. De los que apoyaban desde el exterior. De los que organizaban todo esto, en diversidad y trabajo conjunto. De los que dirigían y actuaban para que el triunfo fuera reconocido, para lo cual se había organizado durante casi un año el recuento voto a voto, mesa a mesa. Fue una gesta colectiva (si, esas cosas existen). No es apropiable por nadie en particular. Y ciertamente no por cofradías, como en el caso de la película NO, que recogiendo imágenes reales emocionantes, circunscribe equívocamente el proceso del 5 de octubre de 1988 a una suerte de lucha entre publicistas. 

El proceso del NO fue auténticamente la gesta épica y colectiva de todos los que participaron en derrotar políticamente a una dictadura, que por definición fueron multitudes, en parte organizadas y en todo caso motivadas de larga data. Y con militantes y dirigentes políticos democráticos en el corazón del proceso, tan denostados entonces, y también en la película NO, en que aparecen falsamente estereotipados en calidad de tontorrones, pero que en realidad pusieron toda su inteligencia, firmeza, flexibilidad y capacidad de dirección y pusieron el alma en el esfuerzo.

5 de octubre de 1988. Nueve de la mañana. A cada cual le toca lo que le toca: en mi caso, votar por primera vez… en una situación de dictadura. Paradojas de la vida. En marzo de 1973, para la última elección en la democracia previa al golpe de 1973, tenía quince años. Pinochet no solo instauró un régimen de terror, sino uno que se propuso rediseñar el país, siguiendo el ejemplo de Franco en España. Pero la tradición legalista chilena, junto a la voluntad dictatorial de consagrar cambios irreversibles en la limitación tanto del pluralismo político como de la expresión de la soberanía popular, llevó al pinochetismo a escribir primero unas “Actas Constitucionales” y más tarde una nueva constitución autoritaria, que entendía debía someter a plebiscito para otorgarle alguna legitimidad. Aunque sin los quemados registros electorales ni condiciones de debate contradictorio efectivo, lo que hizo en marzo de 1980, obteniendo una ilegítima aprobación. En los artículos transitorios se establecía originalmente que el presidente en ejercicio, Pinochet, seguiría ocupando el cargo por 16 años más, aunque limitado al cabo de 8 años por un parlamento parcialmente electo, con exclusiones ideológicas y con sede fuera de la capital. Parece ser que al interior del régimen se observó que para que la prolongación de la dictadura no fuese tan burda, parecía necesario un nuevo plebiscito ratificatorio a mitad de camino.

Así, el 5 de octubre de 1988 debo evitar ser retenido como vocal de mesa, como contempla tradicionalmente la ley chilena. Debo evitarlo, porque estoy a cargo del sistema de recuento de votos de la oposición democrática. He trabajado con dedicación por años, en el exilio y desde mi vuelta a Chile a fines de 1980, primero en la renovación de la izquierda, en la conquista progresiva de espacios públicos semilegales o legales y en las protestas populares y luego intensamente para llegar a este momento. No sé que va ocurrir. Le doy un beso inquieto a mi mujer y a mi hijo de dos años. Pienso: se trata de permitirle a él un futuro distinto, pasara lo que tuviera que pasar. Corazón apretado, mañana asoleada. Camino desde mi casa en Nuñoa hasta un Liceo donde me tocaba votar, con mi tarjeta de inscripción en el bolsillo. Hago la cola y observo que hay gente más bien de cierta edad, perfil propio de la comuna, todos con aspecto reconcentrado, nadie comentaba nada, y las cosas ocurrían de manera ordenada: se expresaba ahí la memoria histórica de tantos eventos electorales, en este caso del típico chileno medio, y la tensión de un momento histórico en que se jugaba el futuro del país. Voté, no sin emoción, en la cámara secreta, y deposité mi voto en la urna. Salí con el dedo entintado.

El asunto del recuento paralelo de los votos nació de la idea que, dado el desgaste de la estrategia de desobediencia civil iniciada en 1983 mediante las protestas, valía la pena intentar ganarle el plebiscito de 1988 a Pinochet. El escenario no era el mejor (posibilidad de fraude, ausencia de garantías) pero muchos pensamos en ese momento que podíamos controlar o por lo menos dificultar fuertemente esa posibilidad de fraude. Después de todo, los filipinos y los uruguayos habían logrado algo parecido. El cuadro político estaba confuso, los socialistas “renovados” nos habíamos salido de la Alianza Democrática para buscar una alianza más amplia, y a nuestra izquierda parte del PS, el PC y el FPMR-A intentaban una estrategia insurreccional, que considerábamos tal vez legítima pero inconducente.

Se armaron hacia 1987 el Comité Operativo de Partidos por las Elecciones Libres y el Comité de Izquierda por Elecciones Libres, con gente de la DC y de la izquierda no comunista, y en ese contexto un “Comité Técnico” unitario, con Genaro Arriagada a la cabeza, que después fue formalizado con apoyo institucional al crearse la Concertación el 2 de febrero de 1988. Nos pusimos a trabajar un grupo más bien reducido sobre los aspectos prácticos del plebiscito y Genaro supo animar un ambiente creativo, unitario pero con representatividad partidaria (yo mismo era de la dirección del PS que dirigía Ricardo Núñez) para preparar una estrategia coherente de enfrentamiento de la dictadura en las urnas. Esto sonaba bastante audaz en el contexto de la época y (casi) todos nos miraban con completo escepticismo y algo, en ocasiones, de sorna por lo “iluso” del intento.

Un día de fines de 1987, en la Editorial Aconcagua donde Genaro Arriagada tenía sus oficinas, me dice al salir de una sala de reuniones y pasando yo por el pasilllo: “tienes que hacerte cargo del control de la votación”. Yo lo miré con cara de sorpresa y le respondí algo así como que no tenía ni la menor idea de cómo se podía hacer eso, pues yo no había siquiera votado nunca. Me insistió y le dije “bueno, será”, un tanto desconcertado e….inquieto. Con mis 30 años y después de los variados y en ocasiones bastante azarosos avatares vividos desde el año 1972 en que me involucré en política (luchas estudiantiles secundarias, golpe, exilio, retorno, protestas en la calle, críticas políticas y económicas a la dictadura en los espacios que se iban conquistando, elaboración de ideas en el contexto de la articulación de alianzas en la izquierda y con la DC desde 1983) no me pareció que pudiera negarme. Es cierto que tampoco éramos muchos en la izquierda los que estábamos en la estrategia de derrotar a la dictadura en el plebiscito.

Me acerqué a los jóvenes de la FECH de entonces, encabezados por Germán Quintana, que era de la JDC, y a gente de todos los colores para armar un equipo a la altura de las circunstancias y la complejidad de la tarea. Es cierto que la DC quiso armar un trabajo propio de partido, y en el PPD Jorge Schaulsohn y otros otro tanto, pero yo mismo propuse que no nos complicáramos e inventamos aquello de la línea N y la línea O, en la idea que se complementaran. La influencia en el PPD –que contribuí a formar- me permitió mantener bajo control, no sin incidentes, incluso el 5 de octubre, los sectarismos de algunos. En nuestra línea trabajó gente de todos los partidos, con el apoyo de la propia directiva DC, lo que yo valoré porque fue una expresión de confianza unitaria. Y también lo hizo con gran disciplina y capacidad organizativa la gente del PS Almeyda y del Partido Radical.

Me puse a averiguar cómo se podía hacer esta tarea. En el diseño nos ayudó alguna gente con experiencia internacional, lo que se agradeció muchísimo. Pero básicamente los diseños los hicieron jóvenes ingenieros chilenos encabezados por Germán Quintana, Didier de Saint Pierre, Hernán Saavedra, Maurice Saintard, Esteban Fuentes, Juan Claudio Navarrro, Marcelo San Martín, Carlos Alvarez, Aldo Signorelli, Guillermo Díaz y decenas de profesionales, como Raimundo Beca, Alberto Urquiza, Enrique Dávila, Marcelo Leseigneur, con la ayuda en el análisis de datos de Jorge Navarrete, Joaquín Vial, Patricio Meller y tantos otros que hicieron un trabajo enorme en un muy breve período de tiempo para recolectar, procesar y analizar millones de votos distribuidos en 22 mil mesas, y a los que la democracia chilena debe mucho en un momento que fue crítico para reencaminar la historia del país.

Partí entonces el 5 de octubre en la mañana con el dedo entintado al Comando del NO, en Alameda esquina de la calle Lastarria, en un lugar central y visible de la ciudad, a pasos del edificio Diego Portales en el que estaba el centro de prensa instalado por la dictadura. La primera emoción fuerte fue a mediodía cuando Raimundo Beca me hizo llegar los datos de la primera evaluación del sistema de encuestas a boca de urna que una consultora francesa nos había ayudado a montar y que nos anunciaba una victoria de 60-40, y que no dimos a la publicidad por la falta de experiencia previa con el instrumento en Chile. Se lo comuniqué de inmediato a Ricardo Lagos, que tuvo una expresión de alivio. Tuve, por mi parte, la sensación de que el sistema nuestro, luego de ese primer peldaño, y con todas sus variantes y respaldos nos iba a proveer la información que necesitábamos para defender el resultado del plebiscito que nuestras encuestas nos daban por ganado.

La noche anterior al 5 de octubre, en cambio, al producirse un apagón, no nos había funcionado el sistema de respaldo de energía eléctrica que habíamos previsto para esa eventualidad. Con Germán Quintana y Hernán Saavedra, ambos ingenieros eléctricos, y el resto del equipo nos sentamos en unos sillones a oscuras, con el ánimo por los suelos. Respiramos hondo unos segundos, y de nuevo a trabajar para ver como reparar el tema. En todo caso, Alberto Urquiza había coordinado con gente del Colegio de Contadores un numeroso grupo de profesionales que, con velas y papel, además de máquinas de calcular manuales, llevarían un recuento de respaldo, que el 5 de octubre funcionó muy bien.

La segunda emoción fuerte fue cuando a la 17 horas, al encenderse el computador (programado por el equipo encabezado por Didier de Saint Pierre), se inutilizó parcialmente por una chispa provocada por la electricidad estática. Era una catástrofe. Nuestra pieza clave no podría funcionar, instalada en un sala del fondo del tercer piso de la sede central de calle Lastarrria, con la idea de que si nuestro sistema era atacado por la dictadura esto fuera inmediatamente visible, lo que era más difícli de lograr si lo instalábamos en un lugar clandestino, aunque si lo hicimos con los cuatro centros de acopio que recogían en Santiago vía fax las planillas con los datos mesa a mesa desde todo el territorio.

El sistema consistía en que los apoderados de mesa que los partidos legales PDC y PPD, y tambien PH, habían acreditado, previa formación sobre sus derechos previstos por la ley electoral –con el apoyo del Comando y de ONG’s que hicieron muy bien su tarea- debían anotar el resultado de su mesa en un formulario con copias de respaldo que habíamos distribuido en los mil recintos de votación, en un operativo logístico de gran envergadura completado en los días previos. Una de las copias debía ser entregada inmediatamente después de conocido y anotado el resultado a nuestro encargado de recinto, que inmediatamente anotaba el resultado en una planilla que registraba unas 25 mesas. Una vez completada, la planilla partía –a través de los cientos de mensajeros que se movilizaban a pie, en bicicleta, en auto o en lo que fuera- a alguno de los 36 centros de acopio de Arica a Punta Arenas cuyos equipos habíamos formado en meses de trabajo y en los que se encontraba un fax. Esta tecnología recién disponible la habíamos importado directamente desde Estados Unidos y era robusta para transmitir datos incluso con líneas telefónicas de mala calidad. Las planillas eran enviadas desde los fax en el territorios a los fax receptores que se encontraban en alguno de los cuatro centros de acopio en Santiago y de ahí en auto al tercer piso de calle Lastarria. El computador central estaba conectado a una docena de entradas en las que un grupo de expertos digitadores –que trabajaban en bancos y que habían sido reunidos para esa noche por Enrique Dávila- ingresaban los datos mesa a mesa que el software procesaba, lo que hicieron con gran profesionalismo y celeridad cuando llegó el momento.

Mientras, el computador central estaba inutilizado. Jorge Navarrete, que observó la escena del chispazo, accedió de inmediato a mi petición de dirigirse con su vehículo al proveedor con el que habíamos importado el equipo y que, milagro, tenía un segundo computador disponible. Al llegar de vuelta con el nuevo equipo, a eso de las 18 horas, las tarjetas quemadas ya habían podido ser reemplazadas por el grupo que operaba el computador averiado. ¡Uf! Ahora disponíamos de un segundo equipo de respaldo. Entre tanto, Genaro Arriagada se había acercado desde la otra ala del tercer piso en la que estaba la dirigencia política encabezada por Aylwin, Silva Cimma, Lagos, Maira y Hirsch a preguntar si todo estaba bien, y carraspeando le dije que no se preocupara…

La tercera emoción fuerte fue cuando fue subiendo la tensión y cerca de las 20 horas apenas habían llegado datos a la calle Lastarria. Germán Quintana y yo estábamos en un pequeño espacio en el que él operaba un sistema de radio con los centros de acopio, cuya ubicación y operadores yo no conocía por razones de seguridad, dado que era la cabeza visible del sistema. Germán fue constatando que la información llegaba todavía lentamente desde el territorio y que quienes debían traer los datos desde los cuatro centros de acopio no lograban pasar por el cerco policial y militar del centro de Santiago que se desplegaba a esa hora. Ya había caído la noche y la dictadura no daba más información, después de un primer boletín a las 19.10 horas del señor Cardemil que daba por ganador al Sí con 72 mesas escrutadas, y transmitía dibujos animados por TV. Todos tratábamos de no dar por hecho el desconocimiento del resultado, pues presumíamos que la historia partiría hacia otro lado, hacia una confrontación más prolongada y más sangrienta que la que ya habíamos tenido. Ahora sabemos que el desconocimiento del resultado fue objeto de debate en esas horas al interior del régimen, cuando Pinochet quiso obtener de la junta militar facultades extraordinarias para declarar el Estado de Sitio, las que finalmente no le fueron concedidas por Matthei y Merino. Me fui a hablar con Genaro Arriagada y a preguntarle si podíamos hacer algo para lograr que despejaran el área y entrara nuestra gente con los datos. Ahora fue de él el turno de decirme que había que esperar, con mucho humor, en momentos en que no tenía ninguna evidencia que no fuera el completo cierre de filas del régimen en un silencio sepulcral no muy bien aspectado. En mi desesperación escuché que estaba en la Alameda con Lastarria el Coronel Sobarzo, de Fuerzas Especiales de Carabineros. En un acto bastante absurdo, decidí bajar a la calle a hablar con él. Se produjo un intercambio ridículo de mi parte: “a nombre del Comando por el No le solicito que deje pasar a las personas que se identifiquen como nuestros mensajeros para poder completar la recolección de datos de la votación”. Me miró y me dijo: “Mire, mejor dejémos las cosas hasta ahí no más”. A buen entendedor…y me devolví mascullando mi impotencia al tercer piso de nuestra sede.

Conversamos con Germán Quintana y decidimos pedir a los nuestros que trataran de pasar como fuera con las planillas recolectadas por fax, instrucción que dio por radio. Al cabo de un rato, en una imagen difícil de olvidar, veo subir con la respiración cortada por la escalera de la sede a Guillermo Díaz, que sacó de su espalda, donde lo había escondido, el primer fajo de papel fax con los datos. Venía pálido y nos contó que no le había sido fácil pasar por las calles oscuras en medio de las patrullas…Pero la información empezó a fluir, los digitadores a ingresar raudamente la información y a obtener nuestras primeras estimaciones.

Habíamos declarado que daríamos información a partir de quinientos mil votos escrutados. Nuestros primeros resultados daban un 59-41%, más a favor nuestro que el 56-44% que fue el resultado final porque teníamos más datos urbanos y de hombres que de mujeres y rurales, donde el No ganaba con más fuerza. Después de una breve discusión con el Comité Ejecutivo encabezado por Patricio Aylwin, decidimos dar el primer cómputo nuestro –ya eran las 21 horas- con 188 mil votos, lo que hizo Genaro Arriagada, cruzando a la sede de prensa al otro lado de la Alameda. Dimos una segunda información con 531 mil votos a las 22 horas. En un momento vino a nuestra ala del tercer piso Gutemberg Martínez que acompañaría a Patricio Aylwin al Canal 13 a un debate con Jarpa. Necesitaba el último dato disponible, con un universo que a esa hora crecía sustancialmente. Le di la hoja de resumen e imprimí un pesado fajo –en esa época el papel de impresora era continuo- que se llevó bajo el brazo para mostrar que nuestro dato estaba efectivamente basado en un recuento mesa a mesa y que no era una estimación o una encuesta, lo que había sido diseñado así suponiendo una movilización de cerca de 50 mil personas para recolectar la información. Íbamos a defender el resultado en cada mesa en cada recinto en que se votó con uñas y dientes, y así les fue transmitido a Jarpa y Allamand, y además por interpósitas personas a dos de las ramas de las Fuerzas Armadas, los que además disponían de una encuesta representativa de mesas seleccionadas patrocinada por el Comité de Elecciones Libres, constituido por personalidades y con el aval de la Iglesia.

A la medianoche Jarpa reconoció la derrota del Sí en Canal 13 y más tarde Matthei, al entrar a una reunión de la junta militar a La Moneda, hizo lo propio. A las dos de la mañana, el régimen reconoció nuestra victoria.

Nos fuimos abrazando con compañeros de tantas luchas. Nuestro equipo del sistema de cómputo paralelo se sacó una foto para la historia. Me embargó una sensación de vacío. En los días previos, nuestro equipo había concurrido un rato a la gigantesca concentración de cierre de la campaña del No en la avenida Norte-Sur. Mientras caminábamos entre la multitud festiva, tuve un sentimiento de apabullante responsabilidad con la gente que nos rodeaba. No les podíamos fallar. Si nos pasaba algo por cualquier incidente antes del día 5, no era una buena cosa. Le pedí al equipo que nos devolviéramos a Lastarria a seguir afinando la infinidad de detalles que debíamos considerar. Ya concluida la jornada del 5 de octubre, habíamos contado en pocas horas el 82% de los votos (a la mañana siguiente completamos el 98%), en una experiencia única en el mundo para una organización paralela al Estado. Ya podíamos respirar.

Tuve la sensación de que la cuenta del 11 de septiembre de 1973, que para muchos irremediablemente nunca se podría reparar, para mi quedaba simbólicamente saldada. Habíamos derrotado a la dictadura en las urnas, podíamos iniciar el camino para desmontarla. Podíamos empezar a descomprimir después de años de tragedia. Y en la madrugada le di un beso a mi hijo dormido, pensando en que su destino podía ya ser mejor. Vencimos a los que nos habían masacrado y aplastado, pero con el alma limpia. Evitamos más violencia. Con la fuerza de la convicción racional y la unidad trabajosamente obtenida disciplinando egos variados, incluso en la jornada que terminaba. Nadie nos quitaría ya el orgullo de haber sido parte de la reorientación de la historia de Chile hacia la democracia. Lo que se hiciera para restablecer a la brevedad la soberanía popular y qué hacer con ella sería ya otra historia.


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