El fin del CAE y sus objeciones

En El Mostrador

Algunos de los comentarios críticos a la iniciativa del gobierno de terminar con el Crédito con Aval del Estado (CAE) son especialmente pobres. Este sistema permite a los estudiantes de educación superior contraer créditos con la banca pero con garantía estatal, cuya ejecución por mora es muy conveniente para ella. Se otorga con un interés actual de 2% real anual -desde 2012 con Piñera I, pues era de 6% cuando se estableció en 2005- y un pago vinculado al ingreso con un plazo máximo, todo lo cual es subsidiado por el Estado.

El nuevo proyecto establece descuentos en la deuda acumulada, que en diversos casos la lleva a cero, y premios y beneficios tributarios para quienes han pagado. También establece para el futuro un sistema nuevo, sin la banca -que obtiene hoy utilidades completamente injustificadas desde un subsidio público- y sin tasa de interés, con un reembolso posterior a terminar los estudios que se limita a un pago del 7% (y 8% para los ingresos más altos) del ingreso, con suspensión en situaciones de cesantía y un tope de pago por 20 años. Su cobertura excluirá solo a quienes pertenecen al tramo de 10% de más altos ingresos, con aranceles fijados por carrera y eventuales copagos adicionales para ese tramo de familias.

En las críticas infundadas después del anuncio por el presidente Boric hay de todo. El senador Juan Luis Castro se opone porque las prioridades de los chilenos serían la seguridad y la salud y considera que hoy no debiera gastarse recursos en la educación superior ni en los deudores, que son cerca de un millón de personas (más de 540 mil se encuentran en mora). El asunto es que el sistema nuevo no costará más que el antiguo (lo hará en 1% del PIB menos en régimen), según el ministerio de Hacienda. Darle un apoyo a los sectores medios que han estudiado y arrastran una deuda -que no tienen los de altos ingresos, que no estudian con crédito- no debiera levantar mayores objeciones de pertinencia y equidad. Salvo que se sostenga que los subsidios deben ir solo a los muy pobres y no se debe apoyar el recorrido profesional de quienes han estudiado teniendo que recurrir al crédito porque su situación familiar no les permitió otra cosa. Este es el argumento que no toma en cuenta que el gasto público en educación, que mejora las calificaciones humanas para entender el mundo e innovar y utilizar nuevas tecnologías, es un componente del desarrollo. De paso, más ingresos de familias de clase media pueden incluso permitir aumentar sus gastos en salud. Si alguien está vinculado al sector salud, eso no debiera llevarlo solo a privilegiar la salud. Eso se llama corporativismo. Y así en unas u otras áreas que requieren de políticas públicas.

A la inversa, el ex rector de la Universidad de Chile, Victor Pérez, lamenta que el proyecto no hable de la educación inicial de niñas y niños. Pero ocurre que por definición el proyecto aborda la educación superior, no el resto del sistema educativo. Por mucho que sea indispensable fortalecer la educación inicial, si cada vez que una ley aborda un tema se cuestiona que no aborda otros, tendríamos la actitud no muy recomendable de objetar por objetar.

El ex Director de Presupuestos de Piñera, Matías Acevedo, señala que la devolución parcial del subsidio por el beneficiario a lo largo del tiempo sería un impuesto a la renta. En efecto, tiene similitudes. ¿Y cuál es el problema? Probablemente que no le gusta el impuesto a la renta y su lógica de progresividad. Pero esa es harina de su propio costal. Se trata, en todo caso, más bien una tarifa de pago diferido y con elementos de subsidio. De paso, sostiene que el nuevo sistema llevaría a pagar, en los casos de rentas más altas, mucho más que el costo de la carrera, lo que es simplemente falso, pues se aproxima al pago de su costo y, además, se podrá hacer prepagos con descuento.

El rector de la Universidad Católica, Ignacio Sánchez, sostiene que dejar el copago limitado al 10% de más ingresos, "afecta muy profundamente la viabilidad del sistema de educación superior", y que afectaría la autonomía universitaria y la haría dependiente del Estado y de políticas inciertas en el futuro, lo que no tiene fundamento alguno que no sea alimentar fantasmas. La autonomía, junto al pluralismo, es indispensable para la vida intelectual en la universidad, pero no debe confundirse con la pretensión de independencia sin condiciones financiada con fondos públicos. Ni menos debe llevar a gastar los recursos del Estado y de las familias para fines completamente distintos a los universitarios, como se ha visto recientemente. Coincidiendo con el rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, lamenta que las universidades que se acojan al nuevo sistema deban someterse a un arancel público y que solo puedan cobrar cifras adicionales al mencionado 10%, dando un salto lógico bastante extraño: esto disminuiría la calidad de la enseñanza y, a la vez, la autonomía universitaria. Si hay un subsidio público a la educación superior debe evidentemente tener un límite por carrera que tenga que ver con sus costos efectivos, y de paso tener como contrapartida la garantía de la libertad de enseñanza, que por ejemplo algunas universidades no practican al prohibir temas y posturas por razones religiosas o de orientación ideológica. Carlos Peña agrega que el nuevo sistema estimula las universidades docentes sin investigación, pero sabe bien que el proyecto comentado aborda solo el financiamiento de los estudiantes con menos recursos, y no temas que implican mecanismos de financiamiento regidos por otros cuerpos legales. Además, no es adecuado financiar la investigación con aranceles de los estudiantes que pagan el servicio educativo, sino con subsidios específicos y aportes del sector productivo.

En la actualidad, la cobertura y el gasto público y privado en educación superior están, en relación al PIB, entre los más altos de la OCDE, precisamente por un sistema en el que abundan las soluciones de mercado que empujan los costos hacia arriba, como en salud, y segmentan socialmente a las universidades sin asegurar mayor calidad ni mejorar el rol en la sociedad del sistema universitario. Muchas universidades cobran aranceles mayores por ser marcadores de estatus (lo que en economía de la educación se llama "señalización") antes que por la excelencia de sus profesores e investigadores y la pertinencia de su enseñanza y aporte al conocimiento, la tecnología y a la cultura, que es lo que se supone deben procurar maximizar las políticas públicas de educación superior.



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