Crecimiento e impuestos
Los grandes empresarios han iniciado el año sin grandes complejos: han propuesto una baja de los impuestos que pagan las empresas de mayor tamaño y sus accionistas. Aunque no está en su propuesta formal, ven con simpatía financiarla haciendo que más personas hoy exentas por sus bajos ingresos empiecen a pagar el impuesto a la renta, además del IVA que entregan al Estado cada vez que compran algún bien de consumo. La CPC propone “reducir el impuesto de primera categoría de 27% al 23%” y “avanzar en la reducción del impuesto total que paga el capital, de manera que converja desde el tope actual de 44,45% a 35%”. Sin ruborizarse, como si Chile no fuera un país altamente desigual con una carga tributaria, como se detalla más abajo, inferior a la de muchos países de la OCDE, lo que entre cosas limita el crecimiento. Su enfoque es que las inversiones de hoy son los empleos y los ingresos fiscales de mañana y que las inversiones solo se producen si se maximiza todo el tiempo y en toda circunstancia las utilidades de las empresas (y los ingresos personales de sus dueños). Nada de subir impuestos a las empresas, a pesar de que usan bienes públicos en abundancia, ni menos a sus dueños. Lo que había que demostrar.
Es muy poco probable que un crecimiento adicional pudiera ocurrir por el arte de magia de otra liberalización abrupta de los mercados. Baste recordar que el PIB creció menos en una dictadura que los desreguló todos, que en la década previa y mucho menos que en las décadas posteriores, que ampliaron regulaciones y aumentaron impuestos.
Por su parte, el informe encargado por el ministro de Hacienda Mario Marcel a una comisión concluyó que «para analizar la relación entre el crecimiento económico y el espacio fiscal se simuló el impacto de una expansión anual de 1% del PIB por encima de la proyección base. Por cada punto de crecimiento adicional, los ingresos fiscales aumentarían en 0,24 puntos del PIB, pero la holgura fiscal sólo lo haría en 0,16 puntos, dado el aumento que tendrían los gastos asociados a remuneraciones«. Dado que el crecimiento del PIB de largo plazo es estimado actualmente en una cifra del orden de 2% anual, si se supusiera de manera muy optimista que un paquete de medidas de desregulación liberal llegara a duplicar esa cifra, entonces habría una recaudación adicional que no puede calificarse sino de marginal para abordar las tareas públicas.
Ha quedado cuantificado que apostar sólo por un mayor crecimiento no es suficiente para gastar más en seguridad, como clama el propio empresariado, ciencia y tecnología, reconversión energética, infraestructuras y vivienda, salud primaria y hospitalaria para terminar con las listas de espera, educación y formación profesional para una mejor inserción en el empleo, una pensión universal más cercana al salario mínimo, programas de cuidados a la infancia y a las personas de mayor edad y más apoyos a las familias de bajos ingresos (devolviéndoles el pago del IVA en bienes básicos, por ejemplo), entre otras tareas para lograr un bienestar más equitativo y sostenible.
El presidente de la comisión declaró paradojalmente que «a la larga subir impuestos es un pésimo negocio, es lo que más afecta el crecimiento”. Si eso fuera cierto, se habría sabido. La carga tributaria es hoy en Chile de 22% del Producto Interno Bruto (del orden de 28% con las cotizaciones obligatorias a privados que la OCDE no contabiliza), mientras en la OCDE el promedio es de 34%, con Dinamarca en 47% y Francia en 45%, lo que no les ha impedido contarse entre los países de más altos ingresos. Lo que considera la literatura especializada es que más impuestos no necesariamente afectan el crecimiento, pues depende del tipo de impuestos que se aplican. Algunos no modifican o muy poco la conducta de los agentes económicos (como el IVA y los impuestos indirectos) y otros lo hacen en cierta magnitud (como impuestos marginales a los ingresos del capital y del trabajo muy altos), afectando eventualmente las conductas de ahorro e inversión y el arbitraje trabajo-ingresos/actividad no remunerada-descanso, es decir pueden producir eventuales desincentivos a la inversión y al trabajo. El tema es su magnitud, que está condicionada por la elasticidad ingreso de la oferta en cada caso.
En segundo lugar, el impacto depende del uso que se dé a los recursos tributarios: si se gastan primordialmente en infraestructuras, salud y educación, podrían eventualmente contribuir al crecimiento en una magnitud mayor que el costo en crecimiento que pudieran tener los impuestos con los que se financian, y ese caso se justificarían desde el punto de vista del bienestar agregado. Cabe además considerar que aquellos gastos públicos que cubren emergencias y la vida en la vejez aumentan la disposición a arriesgar e innovar en la vida activa, y que los gastos en redistribución progresiva de ingresos aumentan la estabilidad social, lo que en ambos casos estimula el crecimiento.
Se puede afirmar con bastante certeza que los efectos balanceados anteriores son los que explican que el período de crecimiento más alto de las economías occidentales haya sido el de 1945-1975, cuando los impuestos aumentaron sustancialmente, con tasas marginales a los tramos de ingresos más altos de hasta 90%. Y que luego crecieron menos, al empezar la baja a los impuestos a los más ricos y a limitarse el Estado de bienestar en la era Reagan-Thatcher. El PIB por habitante de Estados Unidos (US$76,3 mil en 2022), con 27% sobre PIB de carga tributaria, es hoy inferior al de Noruega (US$ 78 mil, a paridad de poder de compra, mientras sin esa corrección es mucho mayor), con 42% sobre PIB de carga tributaria. En los países con altos impuestos, amplios servicios públicos y menor desigualdad, la economía y la inversión no están bloqueadas por el peso de la tributación, ni menos están llenos de desempleados que deambulan por las calles por falta de actividad privada: son aquellos con mayor bienestar humano en el mundo, por sobre el de Estados Unidos (ver los Índices de Desarrollo Humano). El sector privado es dinámico en estos países, dicho sea de paso, precisamente porque cuenta con capacidades humanas avanzadas.
La conclusión es que, con políticas bien diseñadas, en el contexto de economías mixtas, disminuir la desigualdad distributiva y aumentar la movilidad social no tiene un costo económico agregado sustancial, y en diversos casos tiene un efecto económico beneficioso. Más aún, la experiencia histórica muestra que la curva del impuesto progresivo al ingreso tiene una correlación positiva con la tasa de crecimiento del producto y no al revés, como postulan los partidarios de bajar impuestos a los grupos de altos ingresos.
Chile enfrenta dos opciones gruesas para el mediano y largo plazo. La primera es subir gradualmente su gasto público, y la correspondiente presión tributaria, en especial de los grupos de más altos ingresos, en al menos un 5% y hasta un 10% del PIB en una década. De ese modo se alcanzaría un gasto público sobre PIB del orden de aquel de los países intermedios de la OCDE, como Nueva Zelandia, Canadá o España, que están lejos de caerse a pedazos por el peso aplastante de los impuestos y, por el contrario, exhiben niveles promedio de crecimiento y de bienestar satisfactorios (la comparativa completa se puede ver en la base de datos de la OCDE,). Esto requiere un estímulo del crecimiento sostenible en base a mayor y mejor inversión en infraestructuras, a más investigación y apoyo a la innovación y más educación y formación continua pertinente. Chile debe seguir cerrando la brecha de productividad que mantiene con las economías avanzadas, lo que no será posible bajando impuestos y debilitando la provisión de bienes públicos indispensables para un mayor crecimiento con estabilidad social. La segunda opción es permanecer como un país sin un desarrollo suficiente de las capacidades de las personas («capital humano») y de sus infraestructuras («capital físico»), sin aumentar su crecimiento potencial y sin capacidad de disminuir las desigualdades y la inseguridad, ni tampoco invertir en sostenibilidad ambiental. Dos opciones, dos modelos.
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