Lo que está en juego en el debate sobre la inserción externa de Chile

En El Mostrador

El TPP11, devenido en CPTPP en el mundo de siglas en que vivimos (Comprehensive and Progressive Agreement for Trans-Pacific Partnership o Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico) no es un retroceso para Chile, pues no incluye restricciones nuevas. A la vez, mejora condiciones comerciales y diversos aspectos de acceso a mercados respecto a los tratados existentes, especialmente con economías tan importantes como la de Japón. El tratado refuerza vínculos con países del Pacífico distintos de China y Estados Unidos, lo que es coherente con una política exterior de diversificación de los nexos políticos y económicos de Chile y de no sujeción a los grandes bloques hegemónicos.

No obstante, tampoco es un dechado de virtudes. Como el resto de tratados económicos de este tipo, plantea problemas en temas sensibles para el interés nacional: la protección rígida de inversiones extranjeras, la falta de flexibilidad suficiente en materia de propiedad intelectual –decisiva para la innovación tecnológica endógena y la diversificación productiva– y la existencia de cláusulas que podrían malinterpretarse como “expropiaciones indirectas” cuando se aplican regulaciones autónomas, con mecanismos de solución de controversias que incluyen órganos influenciados por los intereses de las empresas globales.

Por ello el actual Gobierno, para gran escándalo de los bien pensantes y de la tribu de los neoliberales de todo el espectro político, se planteó complementar el tratado transpacífico –que viene de dos gobiernos anteriores y fue aprobado recientemente por el Senado– con "cartas laterales" que implican un compromiso de solución bilateral de eventuales controversias en materia de protección de inversiones.

Contrariamente a lo que se especuló en la materia, el subsecretario José Miguel Ahumada, que ha concentrado las descalificaciones más absurdas, ha señalado que Chile y México anunciarán la ratificación de una carta lateral, tal como ya se pactó con Nueva Zelandia. En ella se suspenderá el capítulo de mecanismos de solución de controversias entre inversionistas y Estados en el CPTPP. Canadá no aceptó el mecanismo de la carta lateral, pero se comprometió a sumarse a la búsqueda de un cambio en los mecanismos de solución de controversias. Estos son buenos avances, en breve tiempo, en el largo camino de la necesaria mejoría de la regulación de los movimientos de capitales y de la protección de inversiones, que deben reequilibrarse en favor de los intereses de las naciones frente a los de las grandes empresas industriales y financieras internacionales, cada vez más concentradas y con mayor poder global.

El enfoque económico exterior del nuevo Gobierno de Chile busca preservar y ampliar los espacios de autonomía de política, lo que no es un asunto fácil en el mundo de hoy, especialmente en materia de diversificación productiva y de desarrollo tecnológico autónomo.

¿Quién podría sensatamente oponerse a estos objetivos? Los que nunca faltan. Aunque siguen siendo coherentes con lo que piensan y hacen, siempre sorprende que los fundamentalistas de mercado, que defienden una especialización en ventajas comparativas estáticas, tengan tan poco pudor en defender intereses que no son los de la nación, sino los de empresas privadas de capitales globales. Estas, especialmente en la gran minería, suelen venir a aprovechar las ventajas rentistas que ofrece nuestra dotación de recursos y nuestra legislación, a la vez que crean muy poco empleo y generan muy poca transferencia tecnológica. Aportan capitales, pero con una posterior salida ingente de recursos al extraer sobreutilidades de sus inversiones, las que no obtendrían en ninguna otra parte. O en muy pocos lugares. Las sobreutilidades terminan transferidas a los accionistas de las empresas globales: en 2021, el 79% de las utilidades de las 10 grandes mineras privadas que operan en Chile fueron repartidas en el exterior.

El resultado es que los excedentes que provienen del acceso a bajo costo a recursos naturales de alto valor o bien a estructuras de mercado marcadamente oligopólicas (en especial en el sector financiero y de seguros privados y sociales), no contribuyen a alimentar las capacidades de inversión en infraestructura social y productiva, la que Chile necesita con tanta urgencia para mejorar las condiciones de vida de la mayoría.

No es entonces por casualidad que, en un mundo más incierto, la inversión extranjera hacia Chile hasta septiembre de 2022 sea la más alta de los últimos años, a pesar de la retórica conservadora que quisiera ver al país derrumbándose porque está siendo gobernado por un Presidente de izquierda. No hay tal cosa como empresas que se estarían fugando, supuestamente “ahogadas” por las políticas tributarias y laborales que impulsa el nuevo Gobierno o, bien, por una todavía más hipotética falta de control del orden público, lo que es simplemente falso. Los que manejan las empresas globales saben perfectamente bien cuál es la situación actual del mundo y las ventajas que comparativamente Chile ofrece, que no son pocas. Por eso invierten aquí, especialmente las que requieren asegurar determinados abastecimientos de recursos o, bien, buscan participaciones de mercado en que operan con economías de escala y ventajas tecnológicas.

Pero no debemos perder la perspectiva: la economía chilena representaba en 2021 solo el 0,35% de la economía mundial. Su principal producto de exportación, el cobre, acumula solo el 28% del mercado y solo el 23% de las reservas conocidas. La chilena es una economía que se puede calificar de marginal en el mundo de hoy, con la excepción relativa de la minería. No estamos solo fuera de los mundiales de fútbol, sino también del corazón económico de la globalización, que es tecnológico, de conocimiento y energético, aunque esta afirmación hiera la autopercepción nacional.

La conclusión es que se requiere de una política muy activa de inserción externa si queremos aprovechar economías de escala de producción y abastecimientos de bienes que no producimos ni produciremos con competitividad suficiente en el horizonte previsible. El desafío es pasar de una inserción esencialmente pasiva de apertura de mercados para productos no demasiado elaborados a una inserción activa de largo plazo, basada en la diversificación productiva intensiva en conocimiento. La tarea es empezar por establecer regalías de acceso a los recursos naturales equivalentes a su valor de mercado (al menos entre un 0,5% y un 1% del PIB) y un impuesto a los muy altos patrimonios y herencias (al menos un 0,5% del PIB), que es lo que se propone el actual Gobierno, y que deben ser inmediatamente invertidos en investigación y desarrollo tecnológico, en educación superior de alto nivel y en infraestructuras sostenibles territorialmente distribuidas de manera equilibrada. Y así acelerar la tarea de largo aliento de lograr una inserción más compleja y provechosa en las cadenas globales de valor, ampliar la base productiva endógena y obtener una remuneración adecuada del trabajo con más empleos de calidad. Mirar el ejemplo asiático es pertinente, el que los neoliberales criollos olímpicamente ignoran (se puede consultar la comparación Asia-América Latina tratada por Palma y Pincus).

Este tipo de tarea no es ni ha sido nunca fácil en ninguna parte. Precisamente por eso debe ser objeto de una estrategia consistente y persistente por parte de los poderes públicos y, de paso, no ser saboteada una y otra vez por elites miopes que conocen poco sobre cómo funciona efectivamente la economía mundial. Son las que siempre postulan, sin fundamento analítico ni histórico consistente, que es el mercado el llamado a establecer las especializaciones nacionales a partir de las dotaciones de recursos. Prefieren refugiarse en dogmas simplistas antes que observar cómo funciona el mundo real.

En efecto, los incrementos de productividad –que se han estancado desde hace una década en Chile, en la que ha gobernado predominantemente la derecha– no podrán venir de otra parte que no sea de la paciente creación de ventajas competitivas construidas y de distritos de innovación con capacidad de arrastre sobre sectores y espacios más amplios de la economía que los solos enclaves tradicionales de extracción de valor. Estos terminan por no crear una indispensable complejidad económica, no producen expansiones productivas suficientes ni tampoco un bienestar equitativo y sostenible.

La lógica de la inserción externa pasiva y del Estado mínimo y el mercado máximo, conduce a una sociedad polarizada, desigual y poco dinámica, junto a desequilibrios económicos y ambientales crecientes. Y a la postre también desemboca en crisis de orden político, como las que hemos experimentado. ¿No será hora de levantar la mirada sobre la siempre acuciante coyuntura y de trabajar por un nuevo consenso estratégico de creación progresiva de una economía más equitativa y a la vez más dinámica y de mayor complejidad, porque está basada en el conocimiento y la innovación?

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