El cambio constitucional y la derecha previsible
En materia constitucional no emerge aún ningún acuerdo entre las fuerzas políticas parlamentarias, como tampoco alguna fecha para determinar un camino de reforma. Ese es el resultado principal, y previsible, de la votación del 4 de septiembre.
Después de meses de debates, han decantado cuatro proposiciones respecto al eventual futuro órgano redactor de una nueva constitución: uno elegido como el Senado y compuesto de 50 personas (Chile Vamos inicial), uno paritario y elegido de 90 integrantes más 9 escaños indígenas y 3/5 para la aprobación de normas (fuerzas de gobierno más DC), una instancia elegida de 60 miembros (Demócratas ex DC) y un órgano 100% designado por el Congreso (Amarillos y probablemente Chile Vamos).
Pero, sobre todo, está en duda el relanzamiento mismo del proceso constituyente. Señala la prensa que la “UDI pone en duda el plazo de noviembre y tensiona el acuerdo por la nueva Constitución en su recta final“. Como si alguien se hubiera imaginado, conociéndolos, que iban a llegar a otra cosa. Pero igual cabe hacer la pregunta: ¿no era que la UDI se comprometió a que en caso de rechazo de la propuesta de la Convención apoyaría un nuevo proceso con un órgano elegido y paritario? Resulta que no era una exageración sostener que su objetivo era y es uno solo: dejar lo esencial del orden institucional tal como está. La idea de la UDI (¿tiene alguna otra?) es que los vetos institucionales sigan protegiendo los intereses de los privilegiados y de la gran empresa nacional y extranjera, así como un orden cultural conservador. Aunque hacer esta afirmación suene a repetición, la realidad es la que es repetitiva: la derecha tradicional despliega sistemáticamente su poder para mantener la sociedad desigual y excluyente que tanto contribuyó a crear mediante una dictadura y a prolongar después de 1990 mediante una institucionalidad trucada. Lo hace porque cree en una sociedad jerárquica y porque los sectores que representa se benefician de ella o aspiran a hacerlo.
Ahora la UDI y sus aliados van llegando a la culminación de lo que siempre fue su estrategia: partir con un “por supuesto vamos a cambiar las cosas, la constitución de 1980 está obsoleta” y luego pasar a un “hay que dejar atrás el octubrismo” y con el tiempo llegar a un “¿es verdaderamente necesario ‘perder el tiempo’ haciendo una nueva constitución? Si hay que hacer una, tiene que quedar bien hecha y para eso hay que tomarse el tiempo necesario“. “Bien hecha” quiere decir que proteja los intereses que representa. Respetar compromisos no es, como se observa, exactamente la especialidad de la UDI a la hora de defender esos intereses, que son los de la oligarquía económica y del conservadurismo autoritario.
Por otro lado, los Amarillos y su “rechazar para reformar”, devenidos célebres por obra y gracia de la prensa dominante que los puso oportunamente a la cabeza de la batalla para impedir una constitución nacida de la rebelión y la participación, se han quedado en lo que definitivamente parece caracterizarlos: la inconsistencia y el cinismo. Ahora proponen nada menos que el “reformar” se traduzca en que una nueva constitución la redacte una comisión nombrada por el actual parlamento. Ya está, resuelto el tema, pues la expresión de la soberanía de la ciudadanía, a través de mecanismos de representación efectivos, forman parte de los “errores que no hay que repetir“. Que la legitimidad de la comisión amarilla designada sea un tanto limitada, por decir lo menos, y solo prolongaría el conflicto institucional en Chile, incluso en caso de aprobarse en un plebiscito, no es su tema. Lo es el de alejar la participación democrática -y sus inevitables ripios, dicho sea de paso- de toda reforma de las instituciones. Y en general del gobierno del país, pues prefieren verlo estructuralmente impedido de representar la voluntad popular y mantenerlo sometido a los vetos oligárquicos que mantienen el Estado mínimo, la concentración económica y el mercado como supremo órgano de regulación de la convivencia, junto, claro está, a fuerzas armadas y de orden disponibles para la represión sin tasa ni medida en caso de desbordes. La propuesta del partido Amarillo ya recibió expresiones de simpatía de los más altos dirigentes de la UDI y RN para la idea que la participación ciudadana se remita a un “lo toma o lo deja” final, destinada a que nada importante cambie. De más está recordar que esto contradice lo aprobado en el plebiscito de octubre de 2020, que dio curso al proceso constituyente y que excluyó expresamente que el Congreso participara de la redacción de una nueva constitución.
¿Por qué los Amarillos no dijeron esto antes, cuando llevaron la voz cantante del rechazo y de sus tergiversaciones antes del 4 de septiembre? La honestidad intelectual y política no parece tampoco ser la especialidad de este novel partido en formación, que se suma sin escrúpulos al arco conservador y a sus prácticas.
En suma, se trata de asegurar que se aleje la perspectiva de consagrar un Estado democrático y social de derecho, la paridad de género en las instituciones, la descentralización y profesionalización del Estado, un derecho de propiedad que incluya una función social y ambiental, una negociación colectiva no asimétrica de las condiciones de trabajo, la protección racional de la naturaleza y la vigencia de derechos colectivos de los pueblos originarios que estos ejerzan con autonomía. Es lo que llaman la “mala” constitución.
Por su parte, las fuerzas que hicieron de la Convención un divertimento de causas particulares en vez de proteger los temas centrales mencionados seguramente habrán reflexionado y asumido que no pueden dedicarse en el futuro a acumular todas las objeciones posibles al cambio institucional por parte de grupos sociales significativos y a contradecir el sentido común popular que también valora la viabilidad y gradualidad de la redefinición del orden existente. El entusiasmo por el verbalismo radical particularista, en contraste con la representación pausada de posturas ancladas en las luchas sociales y culturales transformadoras de largo aliento, seguramente habrá bajado su intensidad después de la derrota del 4 de septiembre. Lo propio es probablemente el caso de la prestidigitación en materia de alcance de lo que una constitución puede garantizar, distinguiendo su rol del de la acción de gobierno en cada legislatura. Todo lo cual, junto a una gestión de gobierno a partir de marzo que nunca terminó de asumir como prioridad central la tarea de hacer avanzar en su etapa final el nuevo proyecto constitucional -sin perjuicio de la insólita prohibición del Contralor para que el presidente y las autoridades de gobierno se pronunciaran sobre el futuro constitucional- construyó una derrota de proporciones para las fuerzas sociales y políticas impulsoras del cambio en el país. Ahora corresponde revertirla mediante una gestión de gobierno a la altura del desafío y con una coalición política y social sólida y movilizada detrás.
Los conservadores van a tener que seguir escuchando voces plebeyas e irreverentes frente al orden existente -la masacre de 1973 y años posteriores no les sirvió de mucho en este sentido- provenientes de un sujeto político, la izquierda, que seguirá bregando por ideas democráticas e igualitarias (lo que no le impide ser plural y que haya en su seno minorías dogmáticas y autoritarias, como en toda agrupación de ideas e intereses colectivos de alguna envergadura) que no se pueden borrar así no más del paisaje nacional. Ese mundo sabe de derrotas y de levantarse de ellas.
Entre tanto, una manera de mostrar cuales son las voluntades reales en el sistema político -y eventualmente consagrar avances en el orden institucional- sería ponerle urgencia a la comisión mixta sobre el tema de la rebaja del quórum para leyes orgánicas, que la derecha logró que no se aprobara hasta ahora y poner en tabla la propuesta de los DC del rechazo para establecer desde ya un Estado Democrático y Social de Derecho en vez de un Estado subsidiario. Y, además, volver a poner en discusión el reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas, que nunca contó con los votos de la derecha desde 1990 y nunca se pudo aprobar por los quorum supra mayoritarios impuestos por la actual constitución. De ser rechazados, permitirán poner en evidencia una vez más las tergiversaciones de la derecha y sus aliados. Si son aprobados, serían logros que una constitución futura recogerá, la que, si no avanza en esta etapa, volverá sin duda a ser impulsada en la siguiente legislatura.
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