La violencia en el sur y sus actores

 En La Mirada Semanal

Se va perfilando en sus raíces parte del tema de la violencia en el sur. Esta semana se detuvo a empresarios que participan de una amplia red de robo de madera y su lucrativa comercialización ilegal, con pactos con grupos insurgentes que proveen materia prima desde ocupaciones y “protección”, por lo que cobran para financiar su actividad. Y se dio de baja a dos Carabineros que participaban encapuchados en el robo de camionetas a empresas forestales.

Estas alianzas de contornos mafiosos son uno de los factores que han ido haciendo endémica la violencia en el sur y que sostiene a parte de la insurgencia, pues crea en ella la ilusión de la viabilidad material de la estrategia de “control territorial”, es decir de logro de una suerte de autonomía mapuche de hecho en zonas del país, atacando intereses forestales y destruyendo infraestructuras y actividades de transporte y turismo y sosteniendo supuestamente una economía autocentrada.

Esta es una ilusión, pues aunque logre provocar daños a empresas de diversos tamaños y a sus trabajadores, no lo logra respecto a la actividad empresarial forestal, pues la destrucción es menor frente a su magnitud global, y sobre todo supondría, para sostenerse, una derrota militar del Estado. Un mínimo análisis de la materialidad de las fuerzas en presencia indica que esa estrategia no tiene sentido, salvo una alianza de gran alcance con los agentes del robo de madera y otros tráficos ilegales, como hizo sin éxito la guerrilla con el narcotráfico en Colombia, y de ese modo financiar la masiva internación de armas y/o alianzas con algún Estado dispuesto a entrar en conflicto con el Estado chileno, lo que no se avizora en el horizonte.

Pero, sobre todo, esta estrategia hace retroceder la disposición de la sociedad chilena, como se vio en septiembre pasado, para dar lugar a la autonomía indígena en algunas de las zonas históricas mapuche entre el Bíobío y el Toltén y de otros pueblos en otros lugares, como ya ha ocurrido, pero en una menor escala, en el norte y otras partes con la gestión autónoma de algunos territorios y recursos. Los estrategas insurgentes debieran considerar que el “control territorial” no puede sustituir un pacto con el Estado chileno, única vía para lograr parte de los grados de autonomía que demandan, pero con respeto de los derechos fundamentales que, por su parte, demanda la democracia chilena en todos los territorios. Ésta no podría aceptar una autonomía sin libertades, separación de poderes, elecciones de representantes, paridad de género y respeto de los derechos humanos en nombre de la especificidad cultural y étnica. La autonomía territorial, a su vez, solo es viable económicamente con una colaboración intensa con los diversos órganos del Estado y con un replanteamiento de la actividad forestal empresarial.

Ahora bien, si la utopía de los grupos insurgentes implicara (según un dirigente de la CAM “nuestra lucha por la independencia, por la autodeterminación es tomar el planteamiento histórico de nuestro pueblo para mantenerse y seguir siendo pueblo” en https://www.mapuche.nl/espanol/resumenlatino0204.htm), reconstruir e independizar una nación atávica exclusivamente mapuche e indígena, entonces esto supondría expulsar de parte del territorio actual de la nación chilena a los habitantes de otras proveniencias que las originarias (que también vinieron históricamente de otros continentes, dicho sea de paso) y a la inmensa mayoría de población mestiza. ¿Hacia dónde iría la población expulsada? ¿O bien sería sometida sin derechos? Se trataría en ese caso de una utopía que terminaría no ya en la emancipación de un pueblo oprimido, sino en un hipotético orden indígena de tipo autoritario en un territorio “étnicamente puro” y en un desencuentro político, social y humano profundo entre los pueblos que habitan el territorio chileno. Sería una lucha de intolerancia racial, del tipo de las que en la historia humana han demostrado ser las más sangrientas, enconadas y recurrentes, por mucho que sea altamente condenable la violencia del despojo colonial y luego oligárquico de las tierras mapuches y su brutal sometimiento, así como el de otros pueblos y naciones.

En efecto, la memoria histórica debe recoger las nefastas consecuencias del afán de lucro y la codicia que motivó la apropiación ilegítima de territorios y riquezas indígenas, como ha vuelto a documentar recientemente Martín Correa en su libro La historia del despojo. Con el resultado de la creación de un espacio de pobreza y exclusión en la actual Araucanía que convive con espacios en los que existen niveles de ingreso del primer mundo. Se trata de un innegable despojo que llevó a la desigualdad estructural hasta nuestros días.

Salir de una perspectiva de violencia en la dialéctica despojo/desigualdad/resistencia/represión que eventualmente se reproduzca por generaciones, supone que la democracia chilena actúe con decisión. En el corto plazo, debe hacerlo frontalmente contra el robo empresarial mafioso de madera y los otros tráficos con que se financia la insurgencia y tampoco aceptar sus destrucciones y violencias contra bienes y personas, pero con las exclusivas armas legítimas del Estado de derecho. Y también ofrecerle, aunque por el momento no la considere, una deliberación leal sobre su causa histórica y sus vías de salida. El Estado chileno debe empezar por reconocer el nulo avance en el reconocimiento de los derechos colectivos y autonómicos de los pueblos originarios, bloqueado de manera obtusa e irresponsable desde 1990 por la derecha, e iniciar el debate en serio de un pacto que deje atrás la república oligárquica y su incapacidad de reconocer la diversidad de orígenes de la nación chilena. Antes que sea demasiado tarde.

Recordemos que esto no es inédito, pues en parte terminó haciéndolo la colonización española en los dos siglos que siguieron a la férrea resistencia inicial mapuche a la invasión española (heredera de la resistencia a la invasión incaica décadas antes, contenida en la batalla del río Maule), a partir del primer “parlamento” de Quilín de 1641 y otros doce adicionales hasta 1814, que reconocieron en el río Bíobío una frontera nacional. También lo hizo en el de Tapihue en 1925 la naciente república, que todavía reconocía a la nación mapuche: se lee en el tratado que “queda desde luego establecido, que el chileno que pase a robar a la tierra; y sea aprendido, será castigado por el Cacique bajo cuyo poder cayere; así como lo será con arreglo a las leyes del país el natural que se pillase en robos de este lado del Biobío, que es la línea divisoria de estos nuevos aliados hermanos“. Recuérdese, además, la notable carta de O’Higgins de 1819 a los pueblos originarios, no difundida durante 190 años, en la que los trata en pie de igualdad y que conocía muy bien -hablaba mapudungún- por su proveniencia de la zona del Bíobío (ver https://www.territorioancestral.cl/…/el-documento…/).

El tratado fue roto décadas más tarde por la ocupación de la Araucanía entre 1861 y 1883. La responsable fue la república oligárquica instaurada después de la guerra civil de 1929-1930, representando los intereses de terratenientes chilenos y neocoloniales en su afán de apropiación de tierras al sur del Bíobío, en alianza con sus equivalentes argentinos al otro lado de la cordillera y su mortal “Campaña del desierto” contra los puelches. Se afianzó de ese modo una tragedia histórica que requiere de una reparación progresiva a la altura del daño colectivo infligido en el marco de un Estado democrático y social de derecho que se entienda como expresión de una nación que reconoce en su seno a los pueblo-nación prehispánicos, les otorga derechos colectivos y los apoya en sus esfuerzos autónomos por mejorar las condiciones de vida en que se desenvuelven.

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