Voluntad crítica y extravío del alma de la izquierda
Cada tanto emerge la intolerancia a la crítica en nuestra sociedad, con expresiones que se han escuchado con altisonancia en los últimos días frente a apreciaciones sobre la gestión del gobierno. Vale la pena citar en esta materia la conclusión de una columna reciente de Jorge Volpi (autor mexicano de En busca de Klingsor y muchas otras novelas sobresalientes): "Ha de celebrarse que en muchas partes de América Latina las antiguas oligarquías conservadoras, empeñadas en mantener sus privilegios desde tiempos ancestrales, y de sumir a sus sociedades en la desigualdad y la violencia, al fin sean apartadas del poder. Pero ello no significa darle carta blanca a los regímenes que se proclaman progresistas sin serlo. A ellos les corresponde no solo admitir la crítica entre sus filas, sino propiciarla con denuedo, pues se trata de un elemento crucial para crear sociedades más justas, más igualitarias y más libres. El siglo XX nos enseñó con creces que, cuando la izquierda pierde su voluntad crítica, extravía su alma".
Aquí van, a título ilustrativo, elementos de crítica a la izquierda y al gobierno de izquierda desde la izquierda, como diría Volpi. Hubo un tremendo gol en contra el 4 de septiembre por las impericias en la pedagogía de los cambios que se proyectó desde la Convención y la falta de conexión con la subjetividad de la mayoría social en estilos y contenidos. Prevaleció la defensa de causas parciales que sobrecargaron el proyecto constitucional por sobre una idea de país que diera paso a una futura dinámica de cambios en vez de querer resolverlo todo en un texto. Paradójicamente, reunir dos tercios en la Convención obligó a pactar con la retórica de minorías en vez de producir moderación.
A partir de marzo de este año, el nuevo gobierno optó por improvisaciones con poco sentido en su conformación y primeras acciones y no formalizó una coalición de apoyo con una discusión programática precisa y puntual que diera lugar a un compromiso estable para cuatro años. Se atuvo al ajuste económico poselectoral de choque heredado del gobierno anterior, dejó el Banco Central en manos de una ideóloga de la UDI y produjo un equilibrio fiscal en 2022 sin sentido, en un caso único en el mundo, en vez de uno gradual. No se plantearon con fuerza ante la sociedad las reformas que son significativas para la mayoría, las que el gobierno perfiló poco (transferencias limitadas a las familias a través de la asignación familiar) o muy tarde (reformas de pensiones, salud, vivienda, financiamiento tributario), aunque otras muy importantes, como el aumento del salario mínimo y las 40 horas, junto a la contención de precios de los combustibles, siguieron un curso a un buen ritmo. Pero a la postre, los temas de orden público, que no son ninguna novedad pero generan fuertes emociones, se tomaron de manera abrumadora la agenda pública.
La falta de conducción y la fragmentación política (¿alguien ha sacado la cuenta de la cantidad de partidos y grupos que hoy apoyan al gobierno a su manera, es decir, girando las más de las veces sobre sí mismos?) desconcertó a la base de apoyo popular aún afectada por la pandemia y las incertidumbres de la salida de crisis. Tampoco se produjo alguna secuencia de cambios meditados en el enfoque de orden público, salvo retomar la retórica represiva y los Estados de Excepción en el sur. Esta es la salida lineal y de muy corto plazo, pero que termina por mantener el ciclo represión-legitimación de la protesta destructiva y sin perspectiva de grupos insurgentes minoritarios. La ausencia de capacidad de abordar el tema mapuche con una oferta de avance en la necesaria autonomía en el marco del Estado social y democrático de derecho, ha sido desconcertante.
Para cualquier persona de izquierda, es decir, grosso modo, que está por construir una sociedad de libertades sin privilegios, sin desigualdades injustas y sin discriminaciones arbitrarias, el éxito de este gobierno es indispensable para consolidar una alternativa estable y seria a la derecha y la ultraderecha, lo que requiere seguir bregando por su proyecto, que se puede expresar como una “mesa de cuatro patas”, a saber: 1) la expansión de las libertades y del autogobierno en los territorios con derechos y protecciones efectivas para la ciudadanía; 2) la creación progresiva de una base productiva dinámica y equitativa para empleos de calidad más allá de la extracción de recursos naturales y de servicios de baja productividad, con una estructura tributaria progresiva y una legislación laboral, de pensiones y de salud equitativa; 3) el avance sistemático en el cierre de las diversas brechas de desigualdad; y 4) un vuelco rápido hacia la sostenibilidad ambiental de la producción y de la vida en las ciudades.
Con una propuesta clara de interés general que ponga en perspectiva las urgencias y resitúe las demandas particulares, se podrá tal vez cerrar el paso a un próximo gobierno de derecha extrema. Esto no ocurrirá si no se avanza en pilares como los descritos y si persiste la incapacidad de la izquierda gobernante de lograr, simultáneamente a esos cambios, una nueva articulación con el centro y con diversos sectores medios de la sociedad, inmersos en las lógicas de la competencia individual en los mercados que, entienden, son una mejor garantía de bienestar que transformaciones ignotas, lejanas y de viabilidad incierta, percepción que se debe revertir.
Todo lo anterior supone no excusar u omitir los errores en las distintas esferas de la acción colectiva de la izquierda, sino señalarlos y someterlos a debate. Lo que nunca es demasiado simpático y se (mal) entiende como poner palitos en la rueda, especialmente cuando se hace con la claridad necesaria y desde convicciones y argumentos más o menos racionales, aunque esté de moda lo voluble, lo líquido y lo bien pensante en el discurso convencional.
Después de la derrota del 4 de septiembre, el Presidente y su coalición debieran tal vez definir un plan concreto y preciso de avance en tres años de las reformas básicas de las instituciones y de medidas socioeconómicas en beneficio de la mayoría social , aunque sean progresivas, y batallar por él. Incluso puede ser inevitable despejar con rapidez la dilación de la derecha en el tema constitucional y decidirse a avanzar, si esta no da lugar a un proceso propiamente democrático, con cambios legales parciales concentrando esfuerzos en reunir la mayoría del Parlamento frente a los temas de interés social. Y acudiendo al consenso de la sociedad para los cambios constitucionales indispensables en el corto plazo, que recordemos hoy requieren solo 4/7 de los votos, hasta que un próximo Parlamento permita un proceso constituyente en forma.
Así se podrá, a lo mejor, unificar el campo propio de fuerzas y atraer a los amplios segmentos populares que están a la expectativa por estar inmersos en temores variados en materia de ingresos básicos y de acceso a servicios sociales y urbanos de mayor calidad, y también actuar frente a los temores en materia de orden público y de inmigración ilegal. Estos sectores no parecen estar necesariamente muy entusiasmados con que el gobierno consuma su energía política en las arenas movedizas del debate constitucional, en vez de abordar al menos con la misma intensidad las urgencias sociales.
Nada de eso es fácil, por supuesto. Al contrario, es muy difícil cuando no hay mayoría en el Parlamento y las demandas sociales son acuciantes. Por eso hay que trabajar duro y bien. Descalificando las críticas, aunque sean rudas, nunca se avanza. Debatiéndolas, se podrá poner en evidencia su eventual falta de fundamento. O bien se podrá hacer emerger un consenso deliberativo sobre su pertinencia y sobre nuevas acciones para corregir y avanzar.
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