La necesidad de una nueva regulación frente al sobreprecio del gas y otros bienes de consumo básicos

En El Mostrador

La Fiscalía Nacional Económica (FNE) ha publicado un estudio –respecto del cual el Gobierno no ha dicho nada relevante– que concluye que existen sobreprecios del orden de un 15% en el suministro de gas licuado (mercado oligopólico con pocos oferentes) y de 13 a 20% en el de gas natural de cañería (mercado monopólico con un solo oferente). La FNE calcula que los distribuidores mayoristas de gas licuado han aumentado su margen anual de un 35% a un rango de entre 50% y 55% entre 2014 y 2020, unos US$ 261 millones anuales que se sustraen del bolsillo del consumidor.

Ya la FNE había concluido en enero de 2020 que muchos medicamentos se siguen vendiendo con sobreprecios y que “una reforma estructural a este mercado podría traducirse en ahorros en torno a 40% en los precios de estos productos”.

También, planteó que “las farmacias por regulación deban dispensar el producto más barato dentro de una categoría de medicamento clínico, y que el precio de este sea fiscalizable y compuesto por el costo efectivo que la farmacia pagó por el mismo más una suma fija única en pesos que cobraría la farmacia por su labor como intermediario respecto de cualquiera de los productos médicos que dispense”.

Es decir, una fijación de utilidad máxima, lo que rompe con el dogma del libre mercado, sin que el Gobierno hiciera nada al respecto. Los consumidores siguen esperando, por lo que la próxima administración gubernamental y el Parlamento deberán actuar a la brevedad en la materia. Otra prueba de que el libre mercado es problemático en diversas situaciones ha sido el tema del examen de PCR para identificar el COVID-19, en el que el Gobierno tuvo que fijar un precio máximo: la realidad resultó más fuerte que el dogma frente a los abusos de precios que empezaron a producirse al iniciarse la pandemia.

A partir de marzo próximo, la FNE y las superintendencias respectivas debieran avanzar rápidamente en el análisis de otros dos mercados de servicios básicos en los que se puede presumir tarifas públicas que permiten ganancias monopólicas privadas injustificadas: el suministro de electricidad y de agua.

El tema es simple: donde hay monopolios naturales, es decir, en el caso en que los costos fijos son de gran magnitud, por lo que no se justifica más de un productor, dado que los costos unitarios caen a medida que aumenta la producción, deben existir tarifas públicas que permitan a los operadores cubrir los costos de producción y distribución pero impidan utilidades monopólicas en detrimento de los consumidores. Es el caso de la electricidad, el agua, el gas de cañería y la telefonía fija.

Donde hay oligopolios en el suministro de bienes de consumo básico –pocos oferentes que tienden a administrar los precios sin competencia–, es decir, al menos en el gas licuado, algunos medicamentos y algunos alimentos, debe existir una vigilancia e información pública de los precios, además del cobro de un impuesto a las sobreutilidades sobre el capital invertido (un parámetro razonable es el 5%), las que se originan en colusiones de precios. En el caso del gas licuado, es apropiada la recomendación de la FNE de impedir que los mayoristas intervengan en el mercado minorista, vale decir, prohibir la integración vertical. La banca debe también ser objeto de una vigilancia más estricta respecto a las comisiones cobradas y también ser objeto de un impuesto a las sobreutilidades.

De otro modo, se mantendrá el abuso de sobreprecios que penalizan a los consumidores y a los usuarios. Los libremercadistas pondrán otra vez el grito en el cielo. Pero su ideología no justifica el sistemático perjuicio al ciudadano común que monopolios y oligopolios producen en la prestación de servicios indispensables y de amplio consumo.


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