A dos años. Los significados del 18 de octubre de 2019

 Primera versión en La Mirada Semanal


Se discutirá por mucho tiempo sobre las causas de la rebelión popular de 2019. Pero entre éstas se cuenta el desfase institucional respecto a las demandas de la sociedad y la pérdida del rol de representación del mundo del trabajo y de la cultura por parte de la izquierda histórica.

Al cumplirse dos años del inicio de la rebelión popular el 18 de octubre de 2019, volverán a ofrecerse múltiples interpretaciones sobre sus causas y proyecciones. Esta rebelión no fue un episodio puntual sino un terremoto social. Duró más de tres meses, se generalizó con intensidad en todo el territorio chileno y tuvo hitos como el de los 1,2 millones de personas de todas las generaciones en las calles de Santiago y cerca de tres millones en todo Chile el 25 de octubre.

Se atribuye a Zhou Enlai haber respondido al ser preguntado sobre el significado de la revolución francesa que aún era muy temprano para saberlo. Desde luego, los múltiples libros que se publicaron a la rápida sobre el tema de la rebelión de octubre no han dejado un gran recuerdo. Pero puede aventurarse que hay al menos dos grandes causas y sus respectivas proyecciones que deben destacarse.

La primera es el desfase institucional respecto a las demandas de la sociedad. Existe una amplia literatura, a partir de Samuel Huntington, sobre la explosión de expectativas y demandas en contextos de crecimiento económico en “países en desarrollo”, que dio lugar a una interpretación autocomplaciente de las tensiones sociales acumuladas desde 1990: eran inevitables y no había mayor cosa que hacer que no fuera desplegar paciencia y habilidad política en la búsqueda de consensos. No obstante, no se consideró lo suficiente lo afirmado por el propio Huntington, en el sentido que el retraso en el surgimiento de las instituciones políticas apropiadas para permitir el cambio social y económico ponía en peligro el desarrollo democrático. La necesidad de pasar con rapidez a un régimen político que expresara la voluntad popular mayoritaria y que acudiera al pronunciamiento popular en las situaciones de crisis se dejó progresivamente de lado en la coalición de gobierno por falta de interés de su sector derechista.

Esto ocurrió a pesar del esfuerzo de quienes fuimos puestos en minoría en ella en beneficio del acomodo a una situación de veto oligárquico en las instituciones, que permitía mantener una relación no demasiado conflictiva con el poder económico, devenido con el tiempo en subordinación y complicidad parcial considerada no solo necesaria, sino que deseable. Al mismo tiempo, el acomodo a la constitución de 1980 y sus insuficientes reformas de 1989 -solo en parte morigeradas en las de 2005 con el término de los senadores designados y el restablecimiento de las potestades del presidente sobre las fuerzas armadas- permitía al sector derechista de la coalición de gobierno endosar a las trabas institucionales heredadas la ausencia de avances económicos y sociales sustantivos.

Se generó una conducta generalizada de desesperanza aprendida en los partidos de izquierda de gobierno y el deslizamiento al clientelismo al estilo del PRI mexicano, junto a connivencias financieras indebidas con el gran empresariado. Y finalmente al triunfo de Piñera en dos ocasiones. La integración social no se sustentó en redistribuciones de ingresos suficientes ni en la construcción de un Estado de bienestar con derechos sociales consagrados, sino en el crecimiento prolongado del empleo (aunque precario y sin negociación colectiva con sindicatos fuertes), de las remuneraciones (aunque menor que el incremento de la productividad), de gastos sociales (aunque muy por debajo de la proporción media en la OCDE en relación al PIB) y de un mayor acceso a la educación (al costo de un endeudamiento de los estudiantes y sus familias que financió establecimientos privados de baja calidad y que desplazó la educación pública).

Estos son logros paradojales y parciales, junto a la expansión del acceso al consumo masivo y el aumento de las infraestructuras, a los que no cabe quitar relevancia. Pero, junto a las contradicciones en los avances logrados,  las pensiones y la atención de salud permanecieron peligrosamente rezagadas y privatizadas, mientras los servicios básicos se mantuvieron en manos de monopolios privados con regulaciones débiles en un cuadro de desigualdad de acceso y de aguda concentración de la riqueza. La derecha ejerció sin contemplaciones su derecho a veto nacido de la persistencia de los senadores designados, del sistema electoral binominal y los altos quórum de aprobación de las leyes y reformas constitucionales, es decir con un  fraude institucional generalizado desde el punto de vista democrático.

¿Podían la desesperanza y la integración subordinada permanecer eternamente como cimiento del cuerpo social y de un sistema político con soberanía popular vetada? Evidentemente no. La resignación terminó por dar a lugar a una rebelión inorgánica, aunque precedida de múltiples luchas sociales organizadas o espontáneas, desencadenada por un aumento del pasaje del metro bajo la consigna directamente política de “no son 30 pesos, son 30 años”. El “esto no prendió muchachos” se transformó en la mayor rebelión social desde las emblemáticas protestas de 1983-1986 y sus barricadas, que permanecían en la memoria colectiva y en la transmisión intergeneracional mucho más de lo que la sociología convencional postulaba, convertida, por otro lado, en sociología de mercado y en acción de lobby empresarial.

Una segunda causa de la rebelión de 2019 fue la pérdida del rol de la izquierda en darle perspectiva política a las luchas sociales. Probablemente algún grupo pequeño quemó estaciones de metro, pero lo esencial del fenómeno fue su carácter espontáneo y masivo, aunque haya devenido con el tiempo en parte en una movilización minoritaria alentada por grupos ultra radicalizados. Buena parte de las distintas variantes de la izquierda había dejado de representar los intereses de la mayoría social y no había logrado pesar para establecer siquiera algún tipo de "pacto socialdemócrata" propiamente tal, que funcionó solo en ocasiones puntuales durante 30 años. La auto-atribución de la apelación de socialdemócrata por la izquierda reformadora devenida en izquierda reformada y acomodada (el bloque PS-PPS-PR), es simplemente una ironía frente a la realidad de su renuncia práctica a representar los intereses del trabajo y de la cultura y la promoción de una sociedad igualitaria y libertaria, y a luchar de manera organizada y persistente por ellos.

El primer resultado fue la pérdida de conexión con las generaciones jóvenes que se autonomizaron con razón a partir de 2011. Y luego con el resto de su mundo social de origen. Algo similar ocurrió con la cultura socialcristiana, nacida de la reivindicación de la promoción popular, la reforma agraria y la chilenización del cobre. Las llamadas fuerzas progresistas, como en otras partes, terminaron descompuestas por el largo acomodo a un poder burocrático subordinado al poder económico, o en todo caso sin voluntad suficiente de cuestionar su hegemonía.

El socialismo debiera haber constatado que ya no tenía nada que hacer en una coalición que terminó siendo el soporte político de una semi-democracia dominada por un capitalismo hiperconcentrado y gobiernos amarrados a políticas sociales débiles y a la carencia de regulaciones sólidas de los mercados y sus efectos sociales y ambientales negativos. No tenía sentido que el socialismo permaneciera instalado en concesiones y acomodos con el control oligopólico de la banca, la distribución y muchas actividades productivas, incluidas  la industria, la pesca y la agricultura de exportación; la entrega a capitales privados y a transnacionales de la minería nacionalizada en 1971; la persistencia de la privatización del agua y de los servicios básicos; la privatización de la educación y de una parte la atención de salud; la mantención de las pensiones en manos de las AFP y la persistencia de relaciones laborales asimétricas y precarias favorables al capital concentrado. El mérito de una coalición amplia que sirvió para terminar con la dictadura, no se extendió ni a la voluntad de terminar con los amarres institucionales antidemocráticos ni a establecer una economía regulada, sostenible y con derechos sociales efectivos. Para evitar la completa desnaturalización de su proyecto histórico, el socialismo debió haber reinstalado en la izquierda hace mucho tiempo su ubicación en el espectro político, lo que suponía redefinir su relación con el centro y dejar de hacer concesiones programáticas en nombre del realismo político. No lo hizo, por lo que la rebelión de 2019 también se produjo en parte contra los abandonos de la izquierda histórica.

Pero esa rebelión ha sido fecunda en sus efectos, aunque ha pagado altos costos represivos. Ha sido el punto de partida de la reconstrucción por etapas de un bloque de izquierda plural, capaz de llegar al gobierno en marzo próximo para sostener un proyecto de transformación social, cuya vigencia es evidente frente a la magnitud de las desigualdades y los abusos, del dominio patriarcal y de la depredación de la naturaleza. Y que, además, deberá hacerse cargo de los desastres de la gestión de Piñera en materia económica, social y sanitaria. Y sobre todo ha sido el punto de partida de un proceso constituyente único en la historia de Chile, cuya fuerza y profundidad es irreversible y dará lugar a la construcción, salvo errores graves en el camino, de una institucionalidad democrática basada en la soberanía popular, la que tendrá la potencialidad de dejar atrás el dominio oligárquico sobre la sociedad.

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