Cambios y temores
La emancipación respecto a la sociedad de mercado y a los poderes oligárquicos parece vivirse en Chile como una carga imaginaria aún muy pesada de llevar. Esto inhibe el otorgamiento de un mandato mayoritario a alguna alternativa política dispuesta a conducirla y a no retroceder ante la primera dificultad.
El contexto principal es que persiste una postura de rechazo a la esfera pública existente o bien una desesperanza aprendida respecto a lo que puede o no hacer el sistema político a favor de la mayoría social por parte de al menos una buena mitad del país que se sustrae sistemáticamente de la participación electoral. Por su parte, la amplia mayoría de los que votan ha estado dispuesta a otorgar ese mandato para escribir nuevas reglas del juego, lo que es muy importante y constituye un hito histórico. Pero no prolonga esa voluntad a la idea de mandatar una gestión de gobierno que altere estructuralmente el orden existente, y prefiere los discursos de apertura de amplio espectro y de pequeños pasos.
El problema para la vida social en el Chile de hoy, sin embargo, es que, de no mediar un vuelco en la gestión de gobierno, se prolongará un equilibrio precario entre las promesas de progreso económico y de bienestar personal y un funcionamiento social que las produce en una proporción insuficiente y las frustra por múltiples vías. Esta frustración ha aumentado, y castigado políticamente a la derecha, con una gestión de la pandemia que ha puesto por delante los intereses del poder económico y evidenciado la fragilidad de un Estado sin espaldas suficientes para enfrentar a cabalidad las tareas sanitarias y sociales.
Esto crea una doble dinámica. Por un lado, la persistencia de las fuerzas políticas portadoras de discursos eclécticos, de retórica de amplio espectro, pero sin mayor rumbo, aunque sus continentes tradicionales se agoten y sean sustituidos por otros. Se vuelve a aplicar aquello de “que todo cambie para que nada cambie”. Por otro lado, persisten los factores de crisis social que se anidan en las profundidades de una desigualdad agravada por la pandemia y de los abusos cotidianos que viven quienes no tienen poder ni autonomía en la determinación de sus vidas. Y, por tanto, sufren de carencias, de la ausencia de igualdad de oportunidades efectiva o de movilidad social perceptible. Esto afianza la desesperanza, y también crea incertidumbres prolongadas e incitaciones a la violencia de una parte de la sociedad. Muchos no quieren asumir esta realidad y se refugian en la retórica repetitiva de la condena. Pero condenar algo no elimina ni sus causas ni impide su eventual repetición.
Hoy es menos viable – pues el escenario político parece evolucionar hacia una nueva versión del realismo de continuidad – una salida de crisis que aborde sus causas desde la raíz. Alejar el espectro de la gobernanza sin coherencia ni legitimidad social suponía, al menos, revertir en el corto plazo (y no en ocho años más) una parte de la desigualdad con una rápida reforma tributaria centrada en el 1% más rico y en el cobro de derechos justos sobre los recursos mineros, capaz de recoger suficientes recursos públicos para la creación estable de un sistema de ingresos básicos y de empleos sociales en un amplio sistema de cuidados y de reinserción de las mujeres que han quedando al margen de la recuperación o las que están confinadas en el trabajo doméstico subordinado. Y establecer un fuerte programa de fortalecimiento de los servicios públicos con una gratuidad más amplia y/o tarifas de los operadores que no escondan utilidades indebidas, junto a una inversión pública capaz de arrastrar al mundo privado a una reconversión económica con reglas de trabajo decente, verde, circular y de mayor valor agregado en base a un fortalecido sistema nacional de investigación y desarrollo. Esta perspectiva no ha conseguido una adhesión suficiente, pero, hasta prueba de lo contrario, no por ello sigue siendo menos indispensable para enfrentar la crisis nacional.El empleo mediático de “Venezuela”
Cabe constatar, además, la fuerza de un sentido común que presume que los procesos de cambio corren el riesgo de derivar a un orden neoautoritario como aquel en que han terminado procesos como el de Venezuela (una de cuyas consecuencias es el cerca de medio millón de inmigrantes de ese país que ha llegado a Chile e impacta cotidianamente en la percepción colectiva) o la deriva nepotista en Nicaragua, o a variantes de los regímenes burocráticos del siglo pasado que aún persisten. El poder mediático dominante se encarga de ponerlos por delante apenas puede, es decir todo el tiempo, mientras los acusados de la intención supuesta de seguir esos modelos no han construido un mensaje hacia la sociedad que aclare suficientemente el trayecto de las transformaciones a realizar y que tienen que ver con la profundización de la democracia y no con regresiones autoritarias.
Salir de la senda de gobiernos oligárquicos o bien de gobiernos centristas cuyo discurso marca un sentido que se contradice con una práctica de subordinación al poder oligárquico, al parecer requerirá de una preparación mayor y de más tiempo. En la sociedad chilena aún prevalecen temores variados y transversales, con una amplia mayoría que es crítica del orden existente y desea cambios importantes, pero no está necesariamente dispuesta a concretarlos. Solo cabe, entonces, inclinarse ante aquello de Vox populi, vox dei y seguir el camino de la persistencia democrática hasta que una coalición transformadora consistente se consolide y convenza a la sociedad de que hay que superar los temores y hay cambios que son ineludibles para alcanzar un nuevo equilibrio equitativo y sostenible en Chile.
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