Contaminación y cambio climático: el desafío mayor

En La Mirada Semanal

La pandemia de COVID-19 ha afectado hasta ahora a más de 95 millones de personas y provocado más de dos millones de muertes. Ha alterado la vida en el planeta y lo seguirá haciendo hasta que las poblaciones lleguen a estar inmunizadas por efecto de vacunaciones masivas y globales.

No obstante, se estima que las muertes prematuras por exposición a la contaminación atmosférica afectan anualmente a unos 9 millones de personas (European Heart Journal, 2019). A las amenazas para la vida humana que provienen de la contaminación del aire, se suman la del agua y los suelos, la radiación ultravioleta y los efectos del cambio climático. En Chile, un 12% de las muertes se explican por ambientes contaminados, según una estimación de la OMS. Así, la pandemia de COVID-19 es solo una parte de los desafíos sanitarios. Su origen está, por lo demás, vinculado a una expansión de la actividad humana que, aunque aún no se conozcan los detalles con precisión, facilitó el salto del virus SARS-CoV-2 desde el mundo animal a los humanos. Un 70% de las enfermedades emergentes y casi todas las pandemias conocidas provienen de zoonosis, infecciones de origen animal. Al intervenirse diversos ecosistemas, se acerca la fauna salvaje al ganado y a los seres humanos. El lPBES -organismo internacional que se ocupa de la biodiversidad- estima en 1,7 millones el número de virus aún no descubiertos en los mamíferos y los pájaros, entre los cuales unos 540 a 850 mil podrían tener la capacidad de infectar a los humanos.

Aunque de efectos a más largo plazo pero más graves por su irreversibilidad, otra amenaza mayor a la condición humana proviene de los desarreglos del clima. El negacionismo climático ya no puede esconder que al iniciarse el siglo XXI emergió un consenso científico sólido sobre el origen humano del cambio climático en curso —en 2020 la temperatura promedio ha alcanzado 1,2°C sobre el nivel de 1850/1900— y sobre los peligros de la mantención del ritmo actual de emisión de  seis gases con efecto invernadero (siendo los principales el dióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso).  Los años 2016 y 2020 han sido los más cálidos jamás registrados, con efectos en sequías e incendios devastadores. Aunque bajaron temporalmente en 2020 por la recesión económica global, en 2019 - por tercer año consecutivo y después de bajar entre 2014 y 2016- las emisiones mundiales de gases con efecto invernadero, según Naciones Unidas, volvieron a aumentar y se situaron en un máximo histórico: 59,1  GtCO2e (rango de ±5,9). 

Ahora ya sabemos fehacientemente que la biosfera ha sido alterada por la actividad humana con creciente intensidad desde la revolución industrial, y especialmente en los últimos 50 años. El sustancial aumento de la población y de la producción implicó que la proporción de tierras cultivables creciera de un 2% en el año 1700 (aproximadamente 3 millones de km2 ) al 11% en 2000 (15 millones de km2 ). La proporción de pastizales se incrementó todavía más y pasó del 2% en el año 1700 al 24% en el año 2000 (34 millones de km2 ). El área ocupada por las ciudades ascendió al 0.5% de la superficie terrestre en 2000 (Goldewijk et al., 2011).  A partir de 2007, más de la mitad de los humanos vive en ciudades. Hace 8 mil años, el 50% de la superficie terrestre estaba ocupada por bosques y hoy solo lo está el 30%.

La combinación de conductas y tecnologías humanas es la base del desajuste de los ecosistemas. Otros depredadores eligen como presa los ejemplares más jóvenes y débiles. La consecuencia a corto plazo es que no reducen la tasa reproductiva de los adultos y eliminan posibles focos de infección entre los grupos. A largo plazo, como mecanismo de selección natural, favorecen la mejora genética de sus presas. Los humanos, en cambio, eligen las mejores piezas: adultos en su máximo esplendor ((Darimont et.al., 2015). El carácter superdepredador de los humanos cuando su orden económico-social se organiza para la acumulación ilimitada de capital y bienes de consumo, en el uso tanto de los combustibles fósiles como de la biodiversidad, ha llevado a la situación actual de transgresión de cuatro límites ecológicos planetarios y a la disminución de los servicios de muchos ecosistemas en todas las zonas del mundo.

De acuerdo con los trabajos de Johan Rockström y sus colaboradores (2009), existen nueve procesos biofísicos o sistemas que enfrentan límites planetarios: el cambio climático, la integridad de la biósfera (la tasa de pérdida de biodiversidad terrestre y marina), los flujos químicos del nitrógeno y del fósforo, el agotamiento del ozono estratosférico, la acidificación de los océanos, el consumo de agua dulce en el ciclo hidrológico global, los cambios en los usos del suelo, la carga de aerosoles atmosféricos y la contaminación química con sustancias tóxicas y de síntesis, metales pesados y materiales radioactivos.

El factor de mayor riesgo para la especie humana, por su largo ciclo de vida, es la concentración creciente de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera, el principal gas de efecto invernadero, que en su mayor parte procede de los combustibles fósiles. Esta concentración pasó de un valor preindustrial de 270-275 partes por millón (ppm) a 410 ppm en 2019. Las estimaciones preliminares para 2020 no indican una disminución. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), el efecto del cambio climático será incrementar la desestabilización del clima, con épocas de lluvias y sequías más prolongadas, huracanes más intensos y otros impactos como  la deforestación, la desertificación, y la acidificación de los océanos, con un sustancial incremento en la tasa de extinciones de especies. En paralelo, sigue produciéndose la pérdida acelerada de biodiversidad por otras causas, como la deforestación (entre 2004 y 2017 se ha perdido 43 millones de hectáreas de bosques, según el WWF) y la ampliación del cambio del uso del suelo en beneficio de la agricultura, la ganadería y la minería, junto a la destrucción acelerada de los peces y otras formas de vida en el mar por exceso de pesca crónico y sin control, mientras el plástico invade los océanos.

El Acuerdo de París de 2015 buscó limitar el calentamiento global a menos de 2 °C sobre la etapa preindustrial y se ha planteado el objetivo más ambicioso de limitarlo a 1.5 °C a 2100, todo en base a planes nacionales, contrariamente a las restricciones de emisiones por grupos de países del Protocolo de Kyoto de 1997. El Acuerdo en su estado actual compromete sólo un tercio de lo que se necesita para evitar los peores impactos del cambio climático. Estados Unidos se retiró de él en 2017 (aunque volverá con la llegada de Joe Biden al gobierno). Este país representa el 15% de las emisiones actuales y una proporción mucho mayor de las emisiones acumuladas. Con la plena aplicación de los planes nacionales —condicionales e incondicionales— es muy probable un aumento de la temperatura de al menos 3 °C para el año 2100, lo que significa que los Gobiernos deberán hacer una sustancial revisión de sus compromisos. 

El IPCC sostiene que las emisiones netas (la suma de las emisiones menos la absorbida por sumideros naturales y tecnológicos) de CO2 deben reducirse a cero en 2050 para limitar el aumento de la temperatura a 1,5 grados.  Esto supone una disminución para el 2030 del 45% de las emisiones de CO2 respecto al nivel de 2010.  Según ONU Ambiente, debe  dejarse atrás las energías fósiles y mantener en el subsuelo entre el 80% y el 90% de las reservas conocidas de carbón, un tercio de las de petróleo y la mitad de las de gas natural. Éstas son las fuentes de 4/5 de la producción mundial de energía primaria y de 9/10 de las emisiones de dióxido de carbono. Para poder cumplir la meta de 1.5 grados adicionales hacia el 2100, se requiere que en 2050 entre el 70% y el 85% de la electricidad sea de origen renovable y libre de emisiones de gases de efecto invernadero. Según  ONU Medio Ambiente, para mantener el calentamiento del planeta por debajo de 1,5 °C (con una probabilidad en torno al 66%), las emisiones mundiales de GEI en 2030 no deberían superar las 24 Gt CO2, a comparar con las mencionadas 59 Gt constatadas en 2019. 

Se requiere una rápida transición para salir de la era de la combustión. El gran salto dependerá del cambio en los hábitos de consumo, del uso masivo de energías renovables no convencionales y del desarrollo de baterías que permitan almacenar electricidad cuando no sople el viento o no haya sol o suficiente agua en los embalses. Sin considerar las mejoras tecnológicas, el costo total de descarbonizar la economía global no excedería el 1-2% del PIB mundial. En las licitaciones de energía competitivas, los proveedores de energía solar y eólica ya están suministrando electricidad a precios inferiores al costo de la generación con combustibles fósiles. Los costos bajarían más con compromisos significativos para reducir las emisiones, pues impulsarían el progreso tecnológico y acelerarían los efectos de curva de aprendizaje.  Cero emisiones en 2050 es un objetivo económicamente alcanzable, que dependerá de los compromisos que alcancen los gobiernos y de los esfuerzos que realicen las sociedades, en las que el consumo y emisiones de los grupos de altos ingresos tienen la responsabilidad principal (el 1% más rico emite más del doble que el 50% de menos ingresos, según la ONU), para evitar catástrofes al lado de las cuales los hechos de 2020 serán vistos como pálidos episodios.

Para este desafío, Chile tiene ventajas naturales inmejorables, incluyendo el desierto de Atacama y su mayor radiación solar del mundo. El gobierno se ha sumado poco a poco a la meta de la neutralidad carbono hacia 2050, aunque el lobby empresarial se moviliza contra este objetivo.  Los hechos son los siguientes: la sequía y la falta de políticas más activas de sustitución han llevado a que la matriz eléctrica chilena haya pasado de un 62% de generación renovable en 1997 a solo el 41% en 2020, a pesar del incremento de las fuentes renovables no tradicionales. Mientras el gobierno habla de un gran futuro en la generación de hidrógeno a partir de la energía solar, cuya importancia superaría a la minería -para lo cual no hace gran cosa, como tampoco para la producción de baterías de litio en Chile, luego de la fracasada política del gobierno anterior en la materia-, el carbón, el gas y el petróleo representaron cerca del 60% de la generación de electricidad en 2020, con la consecuencia de poner a Chile como uno de los mayores emisores de CO2 por habitante en América Latina. Otra vez la diferencia entre los dichos y los hechos. 

Actuar a la altura del desafío es sacar el diesel y el carbón de la generación de electricidad el año 2025, como propone la Cámara de Diputados, y adelantar la neutralidad carbono a 2040. Esto no implicaría, más allá de una transición breve, más sino menos costos de generación de electricidad. Junto a favorecer un gran salto en la electro-movilidad, la generación domiciliaria distribuida y el aislamiento térmico de las viviendas, una política activa pondría a Chile en una nueva dinámica de crecimiento y bienestar limpios y crearía más empleos. Pero eso supone herir intereses creados. Es de esperar que el próximo gobierno ya no los represente y tome el desafío en toda su relevancia y urgencia para las actuales y las nuevas generaciones.


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