¿Hacia el fin de un modelo a la deriva?

En La Mirada Semanal

El plebiscito del 25 de octubre es un hito que potencialmente puede poner fin a un modelo neoliberal-clientelista de organización de la esfera pública que está hoy en crisis y a la deriva.

En efecto, es una idea neoliberal la de enfrentar una pandemia con “cuarentenas dinámicas”, con la subyacente tesis de la focalización, que impide abordar los desafíos de política pública en relación a los universos a los que debe dirigirse, en este caso los territorios en los que circula el virus por desplazamientos y concentraciones de actividad. Como siempre, la prioridad no fueron las vidas humanas sino mantener la continuidad de la actividad económica privada. Este enfoque de dirigismo proempresarial selectivo, que llevó a que a fines de abril Piñera planteara retomar las clases en las escuelas y realizar, en nombre de una "nueva normalidad", un “retorno seguro” de los asalariados a las empresas, requería dejar fuera a los municipios y a la salud primaria, salvo para distribuir cajas de alimentos en un acto de clientelismo de la peor naturaleza. En todo esto el gobierno tuvo que dar marcha atrás, frente a la evidencia del fracaso de su enfoque. 

El resultado fue que el número total de fallecidos en Chile por COVID-19 llegó al 16 de octubre a 17.956 casos, con 13.588 ratificados con examen PCR y otros 4.725 de muertes sospechosas por COVID-19 como causa principal. No se ha resaltado en el limitado paisaje mediático chileno la magnitud de este desastre. Con los casos ratificados con examen de laboratorio, la tasa de muertes por cada cien mil habitantes, que mide mejor que cualquier otro indicador el efecto de la pandemia en la población, alcanzó a 73 en la mencionada fecha, la quinta más alta en el mundo, según la recopilación de la Universidad John Hopkins (ver https://coronavirus.jhu.edu/data/mortality). Esta recopilación incluye capacidades diversas de registro de las muertes por COVID-19, las que han ido mejorando y haciéndose más uniformes con el tiempo y, al menos, permiten conocer los órdenes de magnitud del impacto de la pandemia en el mundo.  Ahora bien, si se considera el total de muertes por COVID-19, la tasa por cada cien mil habitantes en Chile pasa de 73 a 98, y este caso se constituye en la segunda más alta del mundo, después de Perú (que alcanza una tasa de 105 muertos por cien mil habitantes). Ambos países superamos a Bélgica, Bolivia, Brasil, Ecuador, España, México, Estados Unidos y Reino Unido, que cierran la lista de los diez países con más fallecidos en relación a la población. En contraste, países disímiles pero con estructuras sanitarias sólidas y que tomaron medidas apropiadas, como Uruguay y Cuba, se encuentran entre los con más bajas tasas en el mundo. 

La defensa del actual ministro de Salud de las “cuarentenas dinámicas” de su predecesor es de mal augurio. Es ya claro que cuando la situación de la epidemia se desborda hacia una transmisión comunitaria (es decir, según la OMS, "aquellas zonas donde resulta más difícil realizar pruebas a todos los casos sospechosos y localizar a sus contactos”, con “personas que no saben con certeza cómo ni dónde se infectaron”), se debe proceder a cuarentenas estrictas, para luego desconfinar con precaución y en tanto se haya fortalecido sustancialmente la capacidad de rastreo de los nichos de contagios y el posterior aislamiento efectivo de las personas expuestas al virus. Esto supone un gran aumento de las capacidades de la salud primaria y de la disciplina colectiva, lo que necesita, en un país como Chile, un soporte en la sociedad civil y sus organizaciones.

China, país de origen del virus y que actuó con retraso en enero, luego controló su expansión con los medios de un régimen de partido único y con confinamientos generalizados. Reabrió progresivamente y de manera controlada una economía que en el tercer trimestre se recuperó, lo que le permitirá crecer un 2% en el año. El contraste es fuerte con la caída de -4,3% y de -8,3 prevista para 2020 en Estados Unidos y en la Zona Euro respectivamente, de acuerdo al FMI. Para Chile, este organismo prevé una caída de -6,0%, inferior a la de -7,3% estimada en junio, gracias precisamente al mejor comportamiento del mercado del cobre impulsado por la recuperación china y a la inyección de ingresos con el uso de ahorros previsionales (por iniciativa del parlamento) y los del seguro de cesantía de los trabajadores (por iniciativa del gobierno). 

El gobierno ha brillado por su falta de audacia en el uso de los ahorros fiscales acumulados y de su capacidad de endeudamiento, agravando las secuelas de la pandemia por privilegiar el “riesgo país” para el financiamiento externo barato de la gran empresa. El resultado es que entre enero y agosto el Imacec ha caído en -8,1% respecto al mismo período de 2019 y que en el trimestre terminado en agosto hay 1,74 millones de empleos menos que en el mismo trimestre del año pasado. Recordemos que la economía chilena crea entre 100 mil y 200 mil empleos al año, por lo que la recuperación de los puestos de trabajo será de largo aliento, con todo el sufrimiento que conlleva para millones de familias. Al desastre sanitario se agrega un desastre económico y social de gran envergadura. 

Si el gobierno hubiera ampliado el gasto público en un 5% adicional del PIB, como lo ameritaba la situación, financiando un déficit también adicional perfectamente asumible con el uso de reservas fiscales y endeudamiento, la caída de la producción y el empleo hubieran sido menores. El actual gobierno, preso de su ideología neoliberal,  se niega a actuar sobre la demanda de consumo de las familias a través de transferencias más importantes por Ingreso Familiar de Emergencia, Seguro de Cesantía y Pensión Básica Solidaria. Ha preferido concentrar los recursos en aliviar las obligaciones tributarias de las empresas, lo que favorece especialmente a las más grandes, en ausencia de mecanismos fluidos y amplios de subsidio y acceso al crédito para las pequeñas y medianas.

Si la crisis social que estalló en octubre de 2019 ya mostró que la continuidad del modelo de la constitución de 1980, basado en el veto minoritario a políticas económicas y sociales activas y protectoras, estaba agotada, la catástrofe económica por la epidemia de COVID-19 no hará más que agravarla. 

La respuesta ha sido más y más represión, al punto que se puede hablar de un desorden público institucionalizado. Carabineros no es ya sinónimo de orden público, sino de ataques destemplados a ciudadanos y ciudadanas que expresan su legítima protesta ante la injusticia social, que se procura confundir con los actos de delincuencia. Esto no hace sino agravar el malestar colectivo. Con frecuencia, es sinónimo de crímenes puros y simples, como provocar muertes a decenas de personas, lesiones oculares a centenares y golpizas y gaseos tóxicos a miles. El alto mando y el gobierno han llegado al extremo de normalizar el acto de empujar a un adolescente de 16 años para que caiga al río desde un puente y dejarlo sin asistencia alguna, como si no fuera un cobarde acto criminal. En el caso de la violencia rural en la Araucanía, se han producido miles de agresiones policiales ilegales, con el asesinato de Camilo Catrillanca el 14 de noviembre de 2018 como uno de los crímenes más notorios, sin resolver nada del conflicto de raigambre histórica en la zona, que solo amainará con el reconocimiento de derechos colectivos del pueblo mapuche. Hoy existen 2.300 querellas contra Carabineros por violencia ilegal y cientos de oficiales y funcionarios tendrán que responder ante la justicia, mientras se repite la flagrante protección a las manifestaciones callejeras de la extrema derecha. Cualquier expresión contra el gobierno, en cambio, es disuelta inmediatamente con violencia. Para no hablar de las ridículas e ilegales interferencias sobre expresiones artísticas en Plaza Italia o de la Dignidad, incluso las apoyadas por órganos culturales del gobierno. 

La crisis institucional de la principal fuerza policial del país tiene, además, como trasfondo reciente la organización del mayor fraude al fisco que se conozca y de una operación de la inteligencia policial cubierta bajo el gobierno anterior por el alto mando destinada expresamente a engañar a la justicia y a acentuar la conflictividad en la Araucanía, conocida como operación Huracán. El completo reemplazo del alto mando bajo el actual gobierno no sirvió para sacar a Carabineros de una lógica de autonomía al margen de las reglas más elementales y de la protección corporativa de sus irregularidades y crímenes. Al revés, el actual gobierno acentuó el mandato represivo a Carabineros y la instrucción de castigar la expresión popular legítima -y no de remitirse a perseguir y aislar a la delincuencia- destinada a acentuar el conflicto social. La idea de contener, desescalar y canalizar los conflictos está completamente fuera de la visión del actual gobierno y de los mandos y oficiales de Carabineros.

La sanción moral desde la sociedad está por supuesto presente, salvo en el segmento autoritario que saluda toda represión violenta y que hace del odio hacia los que quieren una sociedad democrática, libre e igualitaria y hacia las personas con otras opciones que las propias un mecanismo que canaliza sus pulsiones agresivas primitivas. Pero eso no basta. Carabineros debe ser reestructurado con urgencia si se quiere preservar un mínimo de paz social en el país y desde una nueva Constitución debe establecerse la naturaleza perentoriamente protectora de los derechos ciudadanos por parte de las policías.

En suma, el modelo neoliberal de Estado mínimo, focalizado y clientelizado, ha fracasado rotundamente en establecer un mínimo de cohesión social en el país. La paz social está amenazada por el orden neoliberal y por la falta de respuesta suficiente de apoyo a las familias y a los desempleados en la pandemia.

El único resorte al que parece estar en condiciones de acudir la actual institucionalidad es la polarización para intentar ganar legitimidad para la represión, con la sospecha creciente de un uso intencional de la violencia del lumpen. En efecto, ¿quienes son los que ganan con incendios de iglesias y saqueos? ¿El partido del orden o el partido de la transformación? La respuesta es evidente. La idea es hacer de los partidarios de una nueva constitución, de más derechos sociales, de un modelo sustentable de desarrollo, unos meros promotores del vandalismo y la delincuencia. La acción policial parece haber optado por construir provocaciones como la de los infiltrados en Peñalolén que incitaron nada menos que a atacar un recinto policial. La presencia de un miembro de la Armada entre los detenidos por el incendio de una iglesia -con una amplia cobertura mediática de la chocante destrucción de un lugar de culto, lo que la izquierda, e incluso sus sectores más extremos, jamás han promovido ni justificado- permite hacer la misma conjetura, aunque haya sido dado de baja. Por cada chapucería que se descubre, ¿cuántas otras provocaciones policiales no se conocen? A estas alturas, es difícil no darle verosimilitud a la hipótesis según la cual son servicios de inteligencia los que en parte promueven la violencia y la destrucción para buscar un efecto mediático de deslegitimación de la protesta social, empujando y manipulando a grupos de lúmpenes, para luego culpar a los opositores de esos actos y "exigirles" que "condenen la violencia", como si ellos fueran sus causantes o de ellos dependiera la posibilidad de controlarlos y no de quienes gobiernan. 

En definitiva, la gestión de la pandemia, de la crisis económica y del orden público, tienen un hilo conductor: un modelo institucional basado en el veto de una minoría oligárquica que logra impedir políticas sociales efectivas para privilegiar la acumulación concentrada de capital privado, con la consecuencia de una mezcla de anomia social y de rebeliones urbanas y rurales, a la que se responde con una represión destemplada que no produce resultados, sino que alimenta la polarización.

El 25 de octubre puede constituirse en el inicio de una respuesta colectiva a ese fracaso global de un modelo institucional que ha bloqueado el progreso equitativo del país y lo ha envuelto en una situación de gran inestabilidad. El próximo domingo puede ser un gran hito para avanzar a una institucionalidad legítima nacida del pronunciamiento popular, plasmada en una nueva Constitución elaborada por una Convención Constitucional íntegramente electa, y a una cohesión social nacida de la justicia y de la igualdad efectiva de oportunidades que próximos gobiernos construyan con lógica mayoritaria. Chile no merece menos.


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