Las casitas del barrio alto: élites y oligarquías
Primera versión en La Mirada Semanal
En estos días se difundió como un gran fenómeno el que tres comunas del barrio alto aparezcan como lo que son desde siempre: las comunas más ricas del país que votan mayoritariamente por la derecha, y que en esta ocasión fueron de las pocas en que ganó el rechazo a una nueva constitución.
Está bastante estudiado (por historiadoras como Sylvie Laurent, por ejemplo) que en las colonias americanas las minorías que se apropiaron de las tierras y las explotaron con mano de obra esclava o semi-esclava han vivido culturalmente bajo el “fantasma de la desposesión”, es decir el temor a la rebelión y violencia de los afectados. Lo que, a su vez, refuerza la tendencia a la resolución violenta de conflictos por los grupos dominantes. Por ello, las oligarquías económicas tradicionales y las emergentes siempre han constituido Estados gendarme y fuerzas armadas sobre-dimensionadas. Y habitado espacios físicos separados de las clases sociales subordinadas, aunque necesitan diversos servicios provistos por ellas. Esto explica que las ciudades sean socialmente más segregadas en América Latina que en otras partes y que su comportamiento electoral esté geográficamente polarizado.
No otra cosa es lo que confirmó el resultado electoral del domingo. Pero hay quienes insisten en sostener nuevas versiones de la teoría de la oposición pueblo-élites, en una curiosa interpretación de su dimensión territorial. Daniel Matamala, por ejemplo, sostiene que "mientras muchos en la clase dirigente hablan de un Chile polarizado, enfrentado entre izquierda y derecha, el mapa electoral de ayer demuestra todo lo contrario: el Apruebo ganó en prácticamente todas la comunas ... excepto en ...Colchane (región de Tarapacá), la Antártica y las tres comunas más adineradas del sector oriente de Santiago: Lo Barnechea, Las Condes y Vitacura".
¿Todo lo contrario? Lo que quedó establecido el domingo 25 es que existe una derecha que pierde adhesión social y política, como en los años 1960, lo que se expresó en que solo las comunas del barrio alto (y dos pequeñas) rechazaron en tanto tales una nueva constitución. Pero ocurrió lo propio en otros barrios altos en el resto del país. Este fue un clivaje electoral de posición social, además de un clivaje ideológico respecto a la democracia, los que además están fuertemente correlacionados. Matamala insiste en una tesis que llama la atención por lo poco fundada: "¿Cuál es la fractura, entonces? Tal como en la marcha del millón, no es una división entre izquierda y derecha, sino entre ciudadanos y élites. Esas élites que dominan el poder político y económico del país, y que viven mayoritariamente en esas tres comunas más ricas de Chile". Este razonamiento no tiene lógica, en el sentido que la conclusión no deriva de una premisa que la sostenga. El clivaje es entre la mayoría social y el gobierno de derecha y el sistema económico oligárquico que defiende. ¿Por qué esta negativa a constatar que la expresión política de la oligarquía económica -que no quería una nueva constitución, en boca expresa del señor Juan Sutil- es la derecha empresarial y la de los Allamand, JVR y JAK, y que ésta conglomeración de intereses y sus representaciones perdió el domingo? ¿Y que, sin perjuicio del generalizado desprestigio de los partidos, los que marcharon hace un año lo hicieron primordialmente contra un modelo socio-económico y contra el gobierno de la derecha (un pequeño recorrido por esa marcha ilustraba a cualquiera acerca de lo que se opinaba sobre Piñera, lo que la buena educación no permite reproducir)? ¿Era imaginable una marcha así contra el gobierno de Ricardo Lagos o los de Michelle Bachelet?
La división principal en la sociedad chilena tiene como trasfondo, aunque algunos no quieran reconocerlo, un conflicto de interés primordial que se llama concentración económica, alrededor del cual se estructuran posiciones sociales y políticas más o menos estables, las que van teniendo distintos balances de poder en cada etapa histórica. Y convengamos, algo que algunos encuentran indiscreto plantear, que en materia política lo que importa son los balances de poder entre clases y categorías sociales y sus representaciones institucionales y sociales. Los individuos importan, pero siempre tienen grupos de pertenencia, aunque algunos lo nieguen, más allá del estatuto de ciudadanía. Ese balance de poder es lo que define lo que hace o no el Estado, este órgano que gasta un 25% del PIB, mantiene el monopolio del uso legítimo de la coerción (diría Max Weber) y regula múltiples actividades privadas. La idea según la cual existe una élite que reúne a todos los sectores, ideologías y representación de intereses que se pone de acuerdo para beneficiarse de los ciudadanos es simplemente una excusa para esconder lo principal: hay un 1% de la sociedad que concentra el poder económico y que no tiene nada que ver con la élite cultural (la múltiple expresión del mundo del conocimiento y de las artes) y social (la múltiple expresión de las organizaciones sociales y cívicas de toda índole y de sus liderazgos) del país, e incluso con la mayor parte de la élite política. Este poder le otorga una ventaja ilegítima para manipular los medios de comunicación y, cuando éste deja que así ocurra, lo que no siempre es el caso, al propio sistema político. Sabemos que en Chile una parte de los representantes políticos ha recibido por mucho tiempo subsidios electorales ilegales de la gran empresa, además de los legales desde 2003, incluso después que se estableciera el financiamiento público. El poder económico influye en votaciones parlamentarias de leyes tributarias, laborales y sectoriales en su favor, más allá del apoyo esperable por parte de la derecha que la representa directamente. Pero no todo el mundo político le está sometido. El poder económico no lo ejerce una élite indistinta, de la que formarían parte tanto los dueños de este poder como personas influyentes de distinto signo, y también los contrapoderes con valores, ideas e intereses diferentes si no contrapuestos a los del poder económico. Una parte de los que defienden ideas transformadoras y los intereses de la mayoría social, y que por ello no se someten al poder económico, siguen siendo parte del esquema de representación o de otras esferas de influencia calificables como parte de la élite del país. Y el domingo 25 de octubre no perdieron, ganaron, junto a todos los ciudadanos de a pie que quieren dejar atrás una constitución espúria que protege a la oligarquía económica.
En Chile se cultiva hoy un resentimiento contra "la élite", entendida algo así como todos los que ocupan posiciones sociales de relevancia de cualquier tipo o algún cargo de representación o, en el extremo, tienen ingresos superiores a la media. La oligarquía realmente existente y los que no están dispuestos por temor o interés a llamar a la dominación de clase que ésta ejerce -con una mayor o menor resistencia del resto de la sociedad- por su nombre, se parapetan en la idea de que el conflicto social y político se produce entre la "élite" (que encarna todos los males) versus los "ciudadanos" (que encarnan todas las bondades). Se esconde con esta representación de la dinámica social la influencia de la oligarquía propietaria, la que ha estado sobredimensionada en el sistema político. Y también que la ha ido perdiendo, especialmente desde octubre de 2019, gracias a una rebelión de los jóvenes, en primer lugar, pero también de la mayoría de la sociedad y de la mayor parte de sus élites intelectuales, culturales, sociales y hasta deportivas. En cambio, una parte de las élites mediáticas ha estado más bien al debe.
Lo principal, y que no tiene sentido escabullir, es que hay en Chile una estructura social dominada por el grupo oligárquico del 0,1% que posee una parte inusitadamente alta de los ingresos y los patrimonios y que domina las posiciones más relevantes en la economía, las finanzas y la administración. Un análisis para 2019 con indicadores de ingreso, educación y empleo distingue 7 grupos socioeconómicos, con uno que representa al 2% de los hogares y cuenta con un 100% de sus sostenedores que trabajan en cargos directivos en empresas y son profesionales de alto rango, con ingresos familiares promedio de más de 7 millones de pesos al mes y educación superior completa. Además, existen otras 4 categorías que reúnen al 48% de las familias, en que se agrupan aquellas de ingresos y educación medios. Se trata de asalariados y no asalariados con ingresos familiares promedio que van de 1 a 3 millones, lo que incluye a la "clase media tradicional", con mayor educación y mejores posiciones profesionales, y también a una "clase media inestable", que sobrevive con rotación laboral frecuente y con un alto endeudamiento, que ha salido recientemente de la precariedad o está en riesgo de volver a caer en ella.
Al final de la escala de estratificación social se sitúan otros dos grupos, uno que reúne al 36% y otro al 14% de los hogares, los que tienen en promedio menos ingresos (641 y 342 mil pesos respectivamente) y educación media incompleta, que suman nada menos que la mitad del país. Se concentra aquí la mitad de las familias y personas en un mundo que podemos denominar (a instancias de Guy Standing) el "precariado". El grupo que constituye el 36% sobrevive en medio de una fuerte inseguridad económica, en una condición asalariada inestable o de trabajo por cuenta propia en microempresas, y se encuentra con un pie dentro y otro fuera de la "normalidad económica". Por su parte, el grupo que sobrevive en condiciones de marginalidad y muy bajos ingresos representa el 14% de la población. Su condición básica es la de ser una "variable de ajuste" del sistema económico, con una contratación que suele ser intermitente e informal, con menor participación femenina y en medio de la terciarización generalizada de actividades en las empresas de mayor tamaño. Un buen ejemplo del precariado moderno es el personal de los servicios de reparto a domicilio o de transporte del llamado capitalismo de plataformas, con fuerte presencia de migrantes, que viven en la ficción legal del trabajo por cuenta propia cuando ejercen una función asalariada subordinada, lo que la jurisprudencia de los tribunales del trabajo empieza a modificar. El precariado suele ser objeto, según los casos y situaciones históricas, de represión y/o de manipulación clientelística desde el sistema político.
En esta configuración polarizada y fragmentada de la sociedad, es insuficiente la distinción simplificada entre la burguesía (dueña de los medios de producción) y la clase obrera (dueña de su fuerza de trabajo) para describir la estructura social vigente. En particular, no da cuenta de que la economía informal incluye un estrato de micro y pequeños propietarios (aunque poco capitalizados y precarios) y que la clase obrera minera y manufacturera tradicional es todavía más minoritaria que antes (nunca fue mayoritaria en el siglo XX, dicho sea de paso).
Los llamados sectores medios (categoría heterogénea que se suele confundir con la condición de asalariado de servicios), tienen en la estructura social chilena la particularidad de que se fortalecen y debilitan en el ciclo económico, aunque se han hecho más numerosos en las últimas tres décadas. Los empleos en servicios sumaron nada menos que el 70,3% del total en 2019, según el INE, mientras los empleos en la producción de bienes (incluyendo la minería, la agricultura, la pesca, la manufactura, la construcción) representó el 29,7% restante. Esta evolución es la que lleva a algunos a sostener que la clase obrera habría desaparecido, y por tanto las bases de existencia de la izquierda, tomando sus deseos por realidades pues esta corriente política siempre ha tenido en Chile una base social policlasista. La chilena es hoy una economía predominantemente de servicios, pero siempre con una fuerte mayoría de asalariados y sin olvidar que las divisas (indispensables para sostener la inversión y el consumo) provienen de la producción de bienes exportables basados en recursos mineros y silvoagropecuarios, y muy poco de los servicios. Una parte de los empleos en servicios atienden a las empresas y suelen ser mejor pagados cuando incorporan conocimiento y tecnología. Otra parte, la mayoritaria, está constituida por empleos de servicios a las personas (educación, salud, trabajo doméstico asalariado), a veces bien pagados y las más de las veces con remuneraciones bajas. A su vez, la concentración económica ha llevado a que cerca del 50% del empleo asalariado sea provisto por la gran empresa en 2019 (que concentra el 87% de las ventas) y no ya por la pequeña y mediana, y que el 70% de las ocupaciones sean formales.
Lo pertinente parece ser, entonces, identificar como protagonista principal del conflicto de interés socio-económico en la sociedad chilena a la oligarquía económica propietaria de los activos económicos más productivos, la que se apropia de una alta proporción del ingreso nacional, y al 2% de familias de mayores ingresos, en contraste con un 48% de ingresos medios y un 50% de familias que sobreviven en condiciones precarias. La concentración económica incluye la apropiación privada del uso de recursos naturales que pertenecen a todo el país y el dominio de grandes conglomerados que operan en los sectores productivos, financieros y de servicios a las personas y las empresas (con SQM, las pesqueras y algunos bancos como emblemas de la intervención en el sistema político a partir del control de recursos colectivos). Al frente se sitúa una mayoría social heterogénea, que provee el trabajo calificado estable o bien el trabajo no calificado precario y/o intermitente que hace posible la continuidad del funcionamiento económico y que recibe bajas remuneraciones, aseguradas por una legislación laboral desfavorable e impuestos y transferencias de poco alcance.
Según los datos del INE publicados después del plebiscito, la media y la mediana de los ingresos de los ocupados cayó en 2019. La primera alcanzó a 621 mil pesos y la segunda 401 mil pesos: la mitad de los ocupados gana menos de esa cifra. Esto es lo que la oligarquía económica no quiere asumir ni menos contribuir a corregir. Antes bien, se atrincheró este año en la defensa de la actual constitución. Y fue derrotada electoralmente. Ahora debe ser derrotada política e institucionalmente en los eventos que vienen.
Es a la acción política a la que le cabe encauzar esa tareas, hoy más constituida (salvo la derecha, que ha limitado su fragmentación a cuatro partidos, tres de gobierno y uno de extrema derecha) por coaliciones de organizaciones políticas cada vez más fragmentadas y de movimientos sociales diversos en tamaño e importancia, antes que por los tradicionales grandes partidos de centro e izquierda. El cambio político e institucional no ocurrirá por generación espontánea ni solo desde el mundo social, aunque su concurso será decisivo. Y deberá superar la descalificación persistente de la "clase política" o de "la élite", pues sin aquella política compleja y diversa que permite realizar políticas transformadoras desde el Estado, la sociedad y la cultura, y sin izquierdas y movimientos sociales que las impulsen con cohesión y consistencia, no habrá subordinación democrática del capital al interés general. Lo que persistirá será una sociedad oligárquica y desigual.
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