El trasfondo de la violencia urbana

En La Mirada Semanal

El 9 de octubre se volvieron a producir, en plena epidemia, en estado de  excepción y a pocos días de un crucial plebiscito constitucional, manifestaciones seguidas de destrucciones urbanas en la rebautizada Plaza de la Dignidad, tradicionalmente conocida como Plaza Italia. Oficialmente se llama, recordemos, Plaza Baquedano. De modo que hay tres nombres para un mismo lugar emblemático de la capital del país, aquel en el que se solía celebrar los triunfos de la selección chilena de fútbol y otros hitos de esa índole y que simboliza también la dualidad social del país (“de la Plaza Italia para arriba, de la Plaza Italia para abajo”). Los tres nombres (el tradicional, el oficial y el socialmente rebautizado) son una metáfora vívida de la fragmentación actual de la sociedad chilena. Esta tendrá en los próximos meses la oportunidad de recomponerse mediante la definición de nuevas bases de funcionamiento con representaciones legitimadas por el voto y en base al principio de prevalencia de las mayorías con respeto de las minorías. O bien de seguir por un camino incierto de confrontaciones múltiples y prolongadas, en donde todo cambie para que todo siga igual. 

Una parte importante de lo que ocurra dependerá del derrotero que tome el bloque de derecha gobernante. Pero no se puede ser optimista al respecto. De muestra un botón, en boca del alcalde de Santiago: "la situación que estamos viendo es revivir la pesadilla de octubre y noviembre del año pasado en que los vecinos vieron como su barrio, su entorno, los pequeños restaurantes, hostales que hay en el sector, veían cómo destruían la ciudad, y eso lo estamos reviviendo lamentablemente cuando tenemos un plebiscito en 15 días más (...) ver esta delincuencia pura y dura, donde vemos verdaderos terroristas de la ciudad rompiendo absolutamente todo". Este enfoque expresa bien la incapacidad de comprensión de lo que pasa en nuestra sociedad por parte de autoridades que se supone deben al menos tratar de entenderla y canalizar sus desafíos. Se remiten a condenar la violencia -cuidándose de no condenar en absoluto la violencia policial y el trasfondo de desigualdad y abuso- sin hacer siquiera un intento de procurar comprender algo de sus causas.

Convengamos, en primer lugar, que las violencias urbanas están presentes desde hace mucho tiempo en nuestro paisaje público. Todos los 11 de septiembre y en el día del joven combatiente desde la década de los noventa se producen hechos violentos, con frecuencia con muertos. Fue quedando claro con el tiempo que esto no tenía que ver solo con pequeños grupos radicalizados con motivación política y organización, sino con una especie de violencia directamente social que mezclaba fechas simbólicas en las que se expresó la violencia del Estado, y por tanto con trasfondo político, pero también una ira y frustración por la persistencia de un entorno en el que contrasta la incitación compulsiva y adictiva a consumir con la imposibilidad de hacerlo por carencia o insuficiencia de ingresos estables.

No olvidemos, en segundo lugar, que los jóvenes entre 15 y 29 años que no estudian ni trabajan representan un 13% del total de ese tramo de edad (de acuerdo a la encuesta CASEN de 2017). Unos 400 mil jóvenes no terminan la enseñanza media, a pesar de que en principio es obligatoria desde 2015. Antes de la actual crisis del coronavirus, un 30% de las ocupaciones han mantenido persistentemente una condición de informalidad, como parte de una estructura dual del mercado de trabajo. Los jóvenes están sujetos a tasas de desempleo muy superiores al promedio y son más pobres que el resto del país. Muchos de ellos han debido desarrollar un modo de vida basado en la precariedad, en barrios estigmatizados, con familias y entornos disgregados y fragmentados. No son delincuentes, pero muchos conviven con la delincuencia y la sufren, en medio de una expansión del microtráfico de drogas. En Chile, los empleos para las personas no calificadas son endémicamente mal pagados, inestables y sujetos con frecuencia al maltrato del empleador. No son exactamente un ejemplo de mecanismo democrático de integración social y de igualación de oportunidades. 

En tercer lugar, y paradojalmente, tampoco lo fue la gran expansión de la oferta educativa que se ha producido desde el retorno de la democracia, lo que ha sido materia de prioridad presupuestaria mayor o menor de unos y otros gobiernos. Pero esta expansión se acompañó primero de una segregación en la educación escolar con el dramático error de haber aceptado la imposición por la derecha del "financiamiento compartido" en 1993, que algunos que venían del mundo progresista fueron encontrando que era una política justificada al adoptar la lógica neoliberal infinitamente absurda de la "focalización" (a no confundir con priorización), la que todavía persiste a pesar de las reformas recientes. Se abandonó el carácter universal de la gratuidad en la escuela como factor de integración (que puede admitir excepciones justificadas, pero limitadas) y se aceptó una creciente segmentación mercantilizada de la educación, incluyendo el financiamiento público de patrimonio privado en las escuelas particulares, a la que muchos nos opusimos privada y públicamente. Adicionalmente, frente a la lentitud de la expansión de becas para educación superior, se produjo progresivamente un endeudamiento estudiantil frustrante, acompañado de la expansión de la oferta de las universidades de mercado y la restricción de la oferta pública, con la insólita situación de una gratuidad universitaria que beneficia privilegiadamente a las universidades privadas. Este acceso segmentado y endeudado a la educación superior fue percibido como profundamente injusto frente a élites gobernantes que se habían educado gratuitamente en su tiempo en universidades públicas de calidad. La experiencia posterior de la inserción en el "mercado de trabajo", con títulos masivos de poco valor, fue también motivo de frustración para una parte de los jóvenes que recibieron educación superior o técnica como primera generación en sus familias.

En cuarto lugar, agreguemos a este trasfondo estructural de un "mercado de trabajo" dual y de un "mercado educativo" segmentado (no nos olvidemos que el trabajo y la educación son las dos formas de integración cruciales en cualquier sociedad moderna), un fenómeno propiamente político. En efecto, las fuerzas que impulsaron la democratización del país abandonaron progresivamente sus promesas y sus esfuerzos de transformación equitativa de la sociedad. Su discurso y su práctica se fueron haciendo indistinguibles del de la derecha. Tal vez el hito fundante de esa indiferenciación fue el episodio de las manos en alto del "acuerdo para la educación" de todo el espectro parlamentario en noviembre de 2007, que se suponía era la respuesta a dar a la “revolución pingüina” de los estudiantes secundarios. No se alteró en nada la inexorable marcha del sistema escolar hacia una casi completa privatización, pero financiada con recursos públicos crecientes, dejando a la educación municipal en una suerte de abandono programado, hasta la ley que creó en 2017 los servicios locales de educación, hoy detenida por el gobierno de derecha.

Si la salida de la dictadura supuso compromisos difíciles y concesiones en aras del restablecimiento de las libertades y del tránsito progresivo a una democracia plena, es decir un proceso llamado a concluir a la brevedad, lustros después se consolidó el diseño de hacer de la excepción la norma y de necesidad virtud. Esto finalmente se tradujo en que la derecha, en medio de la creciente confusión, logró llegar dos veces al gobierno, aunque fuera una minoría sociológica. Las razones fueron diversas, pero una muy principal: la masiva abstención electoral de los jóvenes, que venía evidenciándose desde 1997 y que algunos minimizaron en clave de “normalidad democrática”. 

Además, a partir de 2015 se intensificó la puesta en evidencia judicial de los aportes ilegales de empresas a campañas electorales. En ese proceso se conoció con detalle que los grupos financieros Penta y BCI eran una suerte de caja pagadora especializada en la UDI, mientras SQM y los otros grupos económicos (la mayoría con actividades sujetas a regulación pública) distribuían dinero siempre con prioridad a la UDI de Novoa y Longueira pero extendiendo el espectro a la DC, el PR-PPD-PS y el PRO. Los acuerdos de 2003 que establecieron el financiamiento público de las campañas a cambio -como exigió la derecha- de autorizar el aporte de las empresas a las mismas, no sirvieron para contener la masiva intervención ilegal de los grandes grupos económicos en las campañas y su aceptación por una parte creciente del espectro político. La legitimidad del sistema político y la promesa democrática según la cual el poder político emerge de la competencia entre proyectos de país sin interferencia del poder del dinero, con un financiamiento público de la política y de las campañas para impedir ese condicionamiento, quedaron, hasta nuevo aviso, severamente dañados.

Como consecuencia de los factores descritos, terminó por multiplicarse la ira como conducta persistente de una franja de jóvenes y de grupos de adultos. Esta ira encuentra en la destrucción de bienes, incluso de uso público y altamente valorados colectivamente, como el Metro, su modo de expresarse. La franja de la ira ya no cree en la palabra. No confía en su uso para articular opciones y compromisos, ni en instituciones ni liderazgos ni procesos de cambio institucional. En ocasiones, en medio de su orfandad, fue ampliando su tolerancia a que sus acciones se mezclen con los robos y saqueos de bandas de delincuentes más o menos organizados, e incluso manipulados. Su aislamiento respecto al resto de la sociedad que empuja por transformaciones democráticas y equitativas ha crecido. 

Estos procesos de violencia urbana no tienen que ver con la protesta social generalizada (no olvidemos el millón y medio de personas en Santiago y en muchas ciudades y pueblos en todo Chile el 25 de octubre de 2019), no se confunden con ella y la dañan. 

La construcción de una alternativa de gobierno a la derecha deberá evitar en su movilización política próxima toda confusión entre protesta social y destrucción de bienes públicos o bien destrucción y saqueo de bienes privados, que ha terminado por fortalecer los argumentos y autojustificación de las conductas violentas del segmento autoritario de la sociedad, empezando por una policía uniformada crecientemente fuera de control. La respuesta de las autoridades de derecha -y otras supuestamente progresistas que en el Congreso le han dado los votos al impresionante arsenal legal represivo que ha promovido el gobierno desde octubre pasado- tiene un solo sello: la promesa de represión y más represión, aumentando la convicción y la audiencia de aquellos a los que se supone quiere someter, en una espiral continua de polarización. 

Contener y aislar las violencias urbanas probablemente no ocurrirá mientras dure este gobierno. Solo será posible hacerlo con una clara propuesta alternativa de salida de crisis en materia de empleo, ingresos básicos, educación, salud, pensiones, calidad de vida y cuidado sanitario en los territorios, lo que requiere una reforma tributaria y laboral de envergadura. Y debe incluir el cambio completo del paradigma de la acción policial. A esto ayudará la secuencia institucional que se iniciará el 25 de octubre. Pero esto tiene un requisito previo, sin el cual el horizonte de la anomia y la violencia se prolongará: construir una alternativa a la derecha. Este desafío no se logrará en estos temas y en ningún otro, y menos demostrar capacidad de gobernar en las nuevas circunstancias, si no se asume la necesidad de renovar la política democrática y sus prácticas. Esa es la condición primordial y urgente para que las nuevas y antiguas fuerzas que pueden ser una alternativa a la derecha ganen, en una necesaria pluralidad articulada de ideas e inspiraciones, una credibilidad suficiente frente a la sociedad que hoy día no tienen. 

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