Un gobierno en crisis


El Gobierno de Sebastián Piñera experimenta un claro agotamiento. No ha logrado encaminar la crisis sanitaria, social y económica y tiene a su coalición desarmada. Esto se ha evidenciado con la votación de parte de la derecha a favor del retiro de fondos de AFP y el anuncio de que rechazará el veto presidencial a la ley de suspensión de cortes de servicios básicos en la emergencia.

No hay que perder de vista que el trasfondo de ese agotamiento es que la sociedad entró en rebelión en octubre de 2019 durante más de un trimestre y que esa rebelión social estaba en vías de reactivarse en marzo, hasta que sobrevino la pandemia de coronavirus. El movimiento social de magnitudes telúricas e inéditas en la historia de Chile quedó temporalmente en segundo plano por el temor a la expansión del virus, acrecentado por la inepta política del Gobierno contra el contagio.

Chile es hoy insólitamente el octavo país en el mundo por el número de casos confirmados de COVID-19. El Gobierno negó la necesidad de confinamientos generales al inicio de los contagios, como le recomendó su propio comité técnico asesor, y no consideró que Santiago era una unidad poblacional en la que no sería efectivo hacer cuarentenas parciales, hasta que tuvo que retroceder y rendirse ante la evidencia de que la inmunización de rebaño no funcionaría. Como tuvo también que hacerlo en materia escolar. Recordemos que el Presidente Piñera llegó a anunciar el retorno a clases para el 27 de abril y luego para mayo, buscando prioritariamente no afectar la economía.

La política errada se extendió a lo económico. El apoyo a las familias y empresas debiera haber sido inmediato y de gran magnitud para impedir el desplome del empleo. La actividad inevitablemente iba a caer por razones sanitarias, pero era clave mantener el vínculo laboral y asegurar ingresos a los asalariados y los independientes y trabajadores por cuenta propia para asegurar las cuarentenas y la sobrevida de las empresas. Evitar el desplome del consumo de los hogares era además indispensable para impedir una depresión. El Gobierno actuó tarde y poco. El resultado fue una pérdida de un millón y medio de empleos hasta mayo.

Con un Ingreso Familiar de Emergencia inferior a la línea de pobreza y con requisitos burocráticos múltiples, una suspensión de contratos y disminución de jornadas financiada por los propios trabajadores con sus cuentas de cesantía, un crédito a tasas bajas que no llega a muchas empresas, empezando por las microempresas, emergió de modo inevitable algo de sentido común: recurrir a los fondos de las cuentas de cada cual en las AFP.

Algunas propuestas incluían un subsidio regresivo de los retiros y vincular al Estado a las AFP por los próximos 50 años, lo que debía ser rebatido. La Cámara de Diputados estableció el retiro de 10% de los fondos sin compensaciones. Se produjo el desplome de la defensa del Gobierno por el peso de la desesperación de la mayoría de la población y por el ruido de fondo del desprestigio de un sistema que usa los recursos de los trabajadores para sostener la concentración económica, que permite un lucro asegurado y desproporcionado a los dueños de AFP y que mantiene fuera del país cerca de la mitad de los fondos previsionales. Pero que sobre todo ofrece pensiones misérrimas para la gran mayoría.

Así, se va delineando un hilo conductor que conecta con la rebelión social de octubre-diciembre y que no es otra cosa que una conciencia colectiva creciente de que debe terminar en Chile el modelo neoliberal de concentración económica, de dominio oligárquico y de instituciones a su servicio.

La oposición tiene el deber de unirse en respuesta a las urgencias de la mayoría social, como parece que empieza a hacerlo, y hacer valer su mayoría parlamentaria. Y promover con fuerza que el Gobierno acceda a otorgar un Ingreso Familiar de Emergencia más alto y un subsidio de cesantía que llegue a los sectores de ingresos bajos y también medios, junto con obligar a la banca a que otorgue créditos fluidos a todas las empresas viables y créditos selectivos con contrapartida de propiedad a las empresas grandes. Un paquete de uso de las reservas fiscales, de un endeudamiento a bajo costo hoy disponible y de un impuesto a los súper ricos permitiría financiar un plan efectivo de enfrentamiento de las crisis sanitaria y económica, que están inevitablemente entrelazadas.

Los recursos existen: lo que no existe es la voluntad política del Gobierno de usarlos en beneficio de la mayoría. Tal vez esta actitud se explica por aquella convicción según la cual los chilenos “no se deben acostumbrar a vivir del Estado”, lo que repulsa a la mayoría de la población que quiere ver a un Estado activo y no a un Estado neoliberal prescindente frente a la magnitud de la crisis.

Por otro lado, se evidencia cada vez más una crisis de régimen político. Ya resulta evidente que el presidencialismo sin mayoría parlamentaria es una fuente de conflicto permanente entre dos poderes democráticos legítimos. Si agregamos el rol insólito del Tribunal Constitucional en los últimos años, pasando por encima de la soberanía democrática sin escrúpulos, tenemos los ingredientes para el deterioro institucional.

Para que no intervenga el Tribunal Constitucional y frente a la pasividad del Gobierno ante la crisis, la oposición –con el apoyo de algunos parlamentarios oficialistas– se encaminó a legislar medidas de emergencia propias de la ley mediante una reforma constitucional transitoria. Este es evidentemente un barroquismo institucional propio de la creatividad jurídica nacional, pero no es exactamente propio de un régimen político democrático en forma, en el que las mayorías parlamentarias se constituyen en Gobierno, este dura un período fijo o bien mientras permanezca esa mayoría o se constituya otra, sin lo cual se vuelve a las urnas.

¿Qué hacer hasta 2022 con un Gobierno agotado, con un soporte político resquebrajado y en medio de una enorme crisis económica? Lo sensato sería que Sebastián Piñera aceptara la realidad institucional: no tiene mayoría parlamentaria. Y, por tanto, en esa lógica debiera de una vez aceptar pactar el manejo de la crisis con la oposición o una parte de ella hasta el fin de su Gobierno y no vivir en una desesperante improvisación cotidiana.

Para eso existen diversas fórmulas, que en parte ha ensayado el nuevo ministro de Salud. Pero si Sebastián Piñera no lo quiere aceptar, en nombre de la defensa de un modelo económico e institucional oligárquico que hace agua por todos lados, entonces debiera pensar en acortar su período de Gobierno. Esta no es una afirmación basada en el afán de interrumpir la normalidad institucional, y menos ad portas de un plebiscito constitucional que reorganizará la democracia chilena por las próximas décadas. Pero prolongar la agonía y el desorden en que lamentablemente se va sumiendo la sociedad chilena en plena pandemia del coronavirus, es simplemente una irresponsabilidad.

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