Los economistas conservadores y las 40 horas


Se han manifestado con particular vehemencia opiniones de diversos economistas conservadores –incluyendo las autoridades del Banco Central- contra el proyecto de ley sobre la jornada de trabajo limitada a 40 horas semanales. Esto incluye a algunos economistas que participaron en administraciones anteriores. Lo curioso es que, en todo caso, este proyecto no va a poder ser tratado en el parlamento durante el actual gobierno, al menos en la versión elaborada por la mayoría de diputados que está a favor de la rebaja de 45 a 40 horas de la jornada laboral semanal. En efecto, existe un monopolio de las urgencias legislativas por parte del Ejecutivo.

Pero esto no ha impedido una agresividad creciente de estos economistas contra quienes gestaron esta iniciativa, que algunos hacen extensiva a toda la “clase política”, incluyendo al gobierno que propuso una rebaja hasta 41 horas con ciertas condiciones. Con lo cual los representantes elegidos por la ciudadanía serían una especie de conjunto de irresponsables y de populistas. Estamos cada vez más frente a un combate de retaguardia y algo desesperado de los que heredaron ideas de otros tiempos, y en especial aquella según la cual los ciudadanos y sus representantes (los “señores políticos”) serían entre ignorantes y discapacitados intelectuales por osar atender las demandas sociales mayoritarias y no hacerle caso a su sapiencia.

La paradoja es que son, en realidad, bastante incompetentes y sesgados. Entre estos economistas se cuentan los que, por sus malos diagnósticos y políticas, provocaron recesiones evitables en 1999 y 2009, que llevaron a muy altas tasas de desempleo y su secuela de sufrimientos humanos, de lo cual nunca se han hecho cargo. Y también los que no han sido capaces de crear nuevos marcos para mayores dinámicas de innovación y crecimiento. Para no hablar de su incapacidad de proponer algo útil para revertir la severa desigualdad existente en el país. Y a partir de un récord tan escaso, resulta notable su pretensión de ser portadores de verdades absolutas. Llegan incluso a afirmar que los parlamentarios podrán hacer leyes, pero no podrán ir contra las “leyes de la economía”, de las que ellos serían los intérpretes sagrados.

El problema es que no hay tales “leyes de la economía”, sino diversas interpretaciones de los hechos económicos y diversos intereses en pugna alrededor de esas interpretaciones. Y, por tanto, debate y controversia en la esfera política y entre economistas. Los que hacen de la interpretación liberal de la economía una fe, desconfían rotundamente de la legislación del trabajo, de la negociación colectiva más allá de la empresa y de las normas legales sobre jornadas, horas extraordinarias, vacaciones, pensiones y otros elementos de la vida laboral. También de la idea que un mayor bienestar de los trabajadores puede aumentar, y no disminuir, su productividad.  Para ellos, todo esto debiera dejarse al mercado, que en definitiva remuneraría a cada cual según su “productividad marginal”, como si no existieran asimetrías de poder y de información de manera generalizada en los mercados de trabajo. Estas asimetrías determinan enormes desigualdades en el reparto capital/trabajo y en la remuneración de las distintas categorías de asalariados. Quien quiera conozca un poco la economía real podrá dar cuenta de estos hechos en el Chile de hoy.

Las condiciones de ejercicio del trabajo, si bien tienen evidentes consecuencias económicas, no son un asunto económico, sino civilizatorio, que debe ser razonablemente moldeado por normas legales. Si no fuera así, seguiríamos como en los albores de la revolución industrial, cuando en Gran Bretaña ni siquiera se respetaba la regulación establecida desde 1496 según la cual la jornada de trabajo duraba 15 horas: desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche.

En 1817, Robert Owen formuló el objetivo de la jornada de ocho horas (“ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”). Una ley concedió recién en 1847 en Inglaterra la jornada de diez horas  a mujeres y niños. Y así las luchas sociales y legislativas en el mundo fueron logrando sucesivamente disminuir las horas de trabajo, que son una forma de explotación cuando no respetan la dignidad humana, cualquiera sea la productividad existente y especialmente cuando se superan los umbrales de subsistencia fruto de los resultados de ese trabajo. Esta disminución de las jornadas se consagra siempre por ley, porque la asimetría de poder capital/trabajo no permite otra cosa.

En Chile, las 48 horas se establecieron en los años 1920, y recién en el gobierno de Ricardo Lagos pasaron a 45 horas. Respecto a cuál debe ser la duración del trabajo probablemente nunca habrá acuerdo, incluyendo entre los economistas. En todo caso, no es un tema que les corresponda a ellos determinar, salvo emitir juicios con prudencia sobre sus consecuencias, sino a la esfera política, que los economistas conservadores, si son democráticos, debieran dejar de denostar (¿será que no lo son?).

Su argumento supremo es el encarecimiento del costo del trabajo, al disminuirse la jornada de trabajo, con la supuesta consecuente caída de las utilidades, de la inversión y del empleo. Esto lleva a concluir que nunca debió reducirse la jornada laboral en la historia, porque siempre impacta en los costos. Existimos quienes sostenemos, en cambio, que las empresas siempre están sujetas a variaciones de costos y de precios cuando evolucionan en mercados y que, en diversos tiempos y lugares, incluyendo Chile en la actualidad, han demostrado una suficiente capacidad de adaptación. Para ello reorganizan, con mayor o menor intensidad y velocidad, sus procesos de trabajo para hacer lo mismo en menos tiempo o bien obtener más con lo que se tiene.

Por supuesto, no estamos hablando de imponerle a las empresas situaciones que no les permitan adaptarse, sino de favorecer esa adaptación con otro conjunto de políticas de acceso al crédito, a mercados y a la innovación. A su vez, no debe olvidarse la macroeconomía: si sube el costo salarial de corto plazo en márgenes razonables y lo hacen las remuneraciones reales, este va a ser un estímulo para el consumo que, en condiciones de subutilización de las capacidades instaladas, terminará con una alta probabilidad por mejorar las ventas y las utilidades por efecto de las economías de escala.

Si diversos costos suben y otros bajan, el tema está puesto en la capacidad de las empresas para adaptarse. Nadie objeta este mecanismo. Ahora, cuando el sistema político decide mejorar la capacidad de negociación de los asalariados, subir el salario mínimo o bajar la jornada, eso sí que es inaceptable.

Sin ir más lejos, la devaluación del peso a la que hemos asistido en las últimas semanas va a encarecer los costos de los insumos importados, mientras las rebajas de tasas de interés van a disminuir el costo financiero. Si diversos costos suben y otros bajan, el tema está puesto en la capacidad de las empresas para adaptarse. Nadie objeta este mecanismo. Ahora, cuando el sistema político decide mejorar la capacidad de negociación de los asalariados, subir el salario mínimo o bajar la jornada, eso sí que es inaceptable. Desde el ángulo del empleador, demasiadas pocas veces se considera que es el momento de adaptarse a condiciones más humanas de ejercicio del trabajo o de aprovechar eventuales nuevas fuentes de incremento de la productividad que permite una jornada más breve, incluyendo más espacio para la formación continua.

Una rebaja de 45 a 40 horas de la jornada semanal en 5 años (una hora por año) es una meta razonable de orden civilizatorio, que fue establecida en Estados Unidos en 1940, en los albores de una guerra mundial y cuando la productividad era menor a la chilena de hoy: ese sí que era un “mal momento”. Y no nos cansamos de repetir: el indicador pertinente de productividad es “cuánto produce por hora un trabajador”, independientemente de si esto es atribuible a mayores capacidades, a una mayor intensidad del trabajo (menos café…) o bien a una mayor disponibilidad de capital por trabajador. Desde la rebaja a 45 horas en 2005 y hasta 2018, este indicador ha aumentado, según la OCDE, léase bien, en 25,5%. Lo ha hecho en un 17,5 % desde 2010 y en 3,3%en 2018.  El tema en el Chile de hoy no es que haya disminuido la productividad del trabajo, porque simplemente no es el caso. El tema es si los incrementos de productividad obtenidos van a beneficiar también a los trabajadores o exclusivamente a los empleadores.

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