Violencias en la historia y peticiones de perdón


El gobierno mexicano dio a conocer el 26 de marzo una carta al rey español en la que plantea “hacer una revisión de nuestra historia, pedir perdón por los agravios a pueblos originarios y buscar la reconciliación nacional. No habrá confrontación con ningún gobierno”. El presidente López Obrador señaló que la conquista se hizo con la “espada y la cruz”, que hubo “matanzas, imposiciones” y que “se edificaron las iglesias arriba de los templos”. El gobierno de México defiende su postura aludiendo a que en 2018, sin ir más lejos, Canadá pidió perdón a la comunidad judía por haber rechazado un barco con refugiados en 1939, Francia ofreció disculpas por las torturas y desapariciones forzadas en Argelia entre 1954 y 1962 y Gran Bretaña pidió perdón a 12 países del Caribe por el maltrato que recibieron sus ciudadanos después de la segunda guerra mundial.

El gobierno de España rechazó de manera cortante la petición diciendo que “la llegada, hace 500 años, de los españoles a las actuales tierras mexicanas no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas”. El inefable Vargas Llosa señaló que López Obrador debía pedir perdón a sus pueblos originarios que siguen siendo discriminados, lo que es otro tema, también muy importante, pero otro tema, como lo es el de la intensa violencia que provoca el narcotráfico. El colofón del nacionalismo con tintes coloniales lo puso de manera lamentable el escritor español Arturo Pérez Reverte: “Si este individuo se cree de verdad lo que dice, es un imbécil. Si no se lo cree, es un sinvergüenza”.

Lo que parece olvidar Pérez-Reverte es que muchos de los crímenes de la colonización fueron denunciados por españoles ya en su época, como lo ejemplifica lo declarado por la orden de los dominicos en Santo Domingo tan tempranamente como en 1511: “Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer y curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?”. O lo escrito por Bartolomé de Las Casas unos años después: “súbitamente se les revistió el diablo a los cristianos e meten a cuchillo en mi presencia (sin motivo ni causa que tuviesen) más de tres mil ánimas que estaban sentados delante de nosotros, hombres y mujeres e niños. Allí vide tan grandes crueldades que nunca los vivos tal vieron ni pensaron ver». O por Diego de Landa: “hicieron en los indios crueldades inauditas pues les cortaron narices, brazos y piernas, y a las mujeres los pechos y las echaban en lagunas hondas (cenotes) con calabazas atadas a los pies; daban estocadas a los niños porque no andaban tanto como las madres, y si los llevaban en colleras y enfermaban, o no andaban tanto como los otros, cortabanles las cabezas por no pararse a soltarlos. Y trajeron un gran número de mujeres y hombres cautivos para su servicio con semejantes tratamientos”.

En este sentido, la reacción de la corona y el gobierno español no hace honor a sus propios compatriotas que denunciaron desde el primer momento los crímenes de los conquistadores y llevaron a la corona a instruir en el siglo XVI la protección de los indígenas, lo que resultó letra muerta frente a la frenética búsqueda de oro y riquezas a cualquier precio, cuyas consecuencias violentas no merecen disculpa moral alguna.

La furia destructiva buscó, además, hacer desaparecer a las culturas prehispánicas. Tal vez el crimen cultural más repudiable, y hubo muchos, fue la destrucción de los manuscritos mayas por la Inquisición. El 12 de julio de 1562, códices y libros mayas (27 según la Inquisición) y aproximadamente 5000 figuras religiosas diversas fueron quemados. Solo tres libros originales con escritura maya y probablemente fragmentos de un cuarto sobrevivieron a la colonia. El propio Popol Vuh no es sino una reconstrucción imperfecta.

Estas conductas no consistieron en “traer la civilización a tierras bárbaras”, sino traer la barbarie -con la codicia, el afán de poder y el fanatismo religioso como impulsos- a tierras que tenían sus propias civilizaciones, en muchos sentidos más avanzadas que muchas de las europeas y con prácticas cuestionables a ojos modernos como toda construcción histórica.

Estuve el año pasado por razones académicas en Puebla y tuve la ocasión de visitar Cholula y Tlachihualtépetl, el basamento piramidal más grande del mundo. La apariencia actual de la gran pirámide es la de un cerro en cuya cima se encuentra… una iglesia católica construida en 1594, después de tres intentos de los españoles a lo largo de décadas por destruir la impresionante construcción prehispánica. Y en el museo del lugar se puede uno enterar de la matanza de Cholula, ataque realizado por las fuerzas de Hernán Cortés en su camino a México-Tenochtitlán en 1519, luego de reunir en la plaza a las autoridades y la población y asesinar a mansalva de 5 a 6 mil cholultecas desarmados en menos de seis horas, como represalia a la sospecha de una emboscada. Así se fue desplegando la invasión española, en medio de intrigas, engaños y una violencia que perduró por siglos. Que en México Hernán Cortés no tenga monumentos o calles parece bastante explicable.

Así, el colonialismo europeo no puede sino ser caracterizado como lo hace el historiador Sven Beckert (Empire of Cotton, 2015): “unieron el poder del capital y el poder del Estado para forjar, con frecuencia de modo violento, un complejo productivo global”. Esto incluyó “la esclavitud, la expropiación de pueblos indígenas, la expansión imperial, el comercio armado, y la proclamación de soberanía sobre personas y tierras por empresarios”, lo que lleva al autor a denominar este sistema como “capitalismo de guerra”, que duró hasta la producción de masa del capitalismo industrial en el siglo XIX. El efecto demográfico fue devastador (la población en América Latina pasó de unos 60 millones a la llegada de los españoles a menos de la mitad en el último tercio del siglo XVI), agravado por el efecto de la importación de gérmenes y enfermedades (viruela, sarampión, tifus). Según el historiador Ruggiero Romano (2004), la apropiación de la tierra y sus recursos por los colonizadores se combina con “la concesión, igualmente gratuita, del derecho a reclutar mano de obra forzada (esclavitud india, encomienda, indio de repartimiento)” y excepcionalmente trabajo libre con “no pocos límites (retención pura y simple del salario, deuda de los trabajadores, salarios pagados en especies)”. La herencia del dominio colonial y luego oligárquico sobre los recursos explica en importante medida que los países con mayor desigualdad en la distribución de los ingresos se encuentran en América Latina.

Eso es lo principal de la historia colonial. Incluyendo a Chile, país en el que la resistencia le costó mutilaciones y torturas cuando no la vida a miles de mapuches y a sus jefes. Y que llevó a la muerte, caso único en el continente, a dos gobernadores españoles, hasta que la corona pactó y reconoció un territorio autónomo mapuche al sur del Bío-Bío después de un siglo de guerra y que prosperó considerablemente en ese contexto. Pacto que la República, en manos de criollos que buscaron apropiarse de tierras ajenas para aumentar su riqueza y su poder, rompió con la consecuencia de someter, humillar y marginalizar al pueblo mapuche y otros pueblos originarios, como el recientemente publicado libro de Claudio Gay (2018) describe de manera elocuente.

Negar los crímenes no es el camino para una apreciación apropiada del pasado. Tampoco sé si esto de las peticiones de perdón tiene demasiado sentido. Soy de los que piensa que pedir perdón por lo imperdonable es extemporáneo. Me quedo con la noción actual de crímenes contra la humanidad, inamnistiables e imprescriptibles precisamente porque son imperdonables, y que deben ser condenados y restringida su apología.

Las violencias en la historia, y entre ellas también las existentes al interior y entre pueblos prehispánicos, han sido múltiples, especialmente las ejercidas por los grupos dominantes para mantener su poder. Pero hay crímenes que requieren de una condena formal por atentar contra la propia condición humana universal, dada su virulencia y extensión, en algunos casos contra millones de seres humanos. De este orden fueron los crímenes cometidos durante las conquistas española y portuguesa con las masacres masivas, la sujeción de los indígenas como mano de obra desechable o su marginalización en la miseria y la destrucción de su cultura, junto al tráfico de millones de esclavos desde África. También de ese orden son los modernos crímenes de masas del siglo XX, especialmente los del nazismo, el estalinismo y los de las potencias actuales que no respetan el derecho internacional para mantener o ampliar su poder con una creciente capacidad tecnológica de destrucción. Menos masivos, pero no menos crueles, han sido los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras militares latinoamericanas y los cometidos en las guerras étnicas europeas, africanas, asiáticas y del Medio Oriente y en las violencias de los fundamentalismos religiosos. Por ello, además del derecho de la guerra, desde la segunda guerra mundial se esboza un derecho internacional humanitario cuyo principio es que se califique determinados crímenes atroces como acciones contra la condición humana en tanto tal, cualquiera sea la época, lugar y medios utilizados para cometerlos. Sin perjuicio de la acción de la justicia cuando sea factible, es indispensable mantener el deber de memoria para aspirar a que estas violencias nunca sean justificadas ni menos se repitan.

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