El proyecto chileno

En La Nación del lunes 10 de diciembre se publicó el artículo "El proyecto chileno".

Chile es un país pequeño y alejado de los centros de decisión. Estamos acostumbrados a ver los fenómenos globales como ajenos. Sin embargo, tenemos una influencia que ganar, junto a otros, y que necesitamos precisamente porque somos pequeños y lejanos. Mientras más el mundo se rija por reglas racionales, mejor podremos enfrentar las consecuencias de los desordenes globales. Y la nuestra no puede ser sino una influencia amistosa basada en ideas y trayectorias.

Un ejemplo es el calentamiento global, que tendrá graves consecuencias, y desde luego en Chile. Se está justo a tiempo para impedir que supere el umbral fatal de los dos grados centígrados. Y nuestro país debe tener una voz en la materia, y un fuerte programa propio de reducción de emisiones de gases con efecto invernadero que nos dé autoridad para reclamarla, con otros, a los grandes países que provocan el problema. Al esfuerzo de alcanzar un acuerdo internacional fue convocado por la ONU el ex presidente Lagos. En Chile, en vez de congratularse, muchos no han hecho más que minimizar ese rol por razones de política interna, por mucho que en su gobierno se pudo haber hecho más en materia ambiental -siempre se puede hacer más- y deberá hacerse más en el futuro. Así se equivoca el camino y no se defiende el interés nacional.

La paz en el mundo está amenazada, por otro lado, por los reacomodos hegemónicos y la lucha por los recursos naturales. En octubre, Bush levantaba el espectro de un "holocausto nuclear" y el riesgo de una "tercera guerra mundial" por el programa de enriquecimiento de uranio de Irán. En estos días de diciembre nos informamos que los propios servicios de inteligencia de EE.UU. afirman que Teherán congeló su programa nuclear militar en 2003. Ya sabemos que las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein no eran más que quimeras para justificar la invasión norteamericana de Iraq y acceder a una zona rica en petróleo. Sabemos que la Rusia de Putin se recompone en base a su capacidad energética y reconstituye un poder fuerte con una democracia débil. Sabemos que Europa se amplía, pero debilitando su capacidad de acción. Sabemos que los países emergentes como China e India transformarán su creciente importancia en la economía mundial en influencia política. China ya es el principal mercado de exportación para Chile y lo será crecientemente para el resto de América del Sur, en una dinamización de los intercambios Sur-Sur inimaginable décadas atrás.

Chile necesita en este contexto que se fortalezcan las instituciones y el derecho internacional, y puedan regularse al menos en parte los grandes conflictos en desarrollo. El ejemplo dado por Chile al oponerse a la guerra en Iraq enfrentando las presiones de EE.UU. cuando firmaba un acuerdo comercial, generó admiración y respeto porque no se condecía con su tamaño. Y abrió puertas para una posición de mayor influencia. También Chile hizo lo adecuado al invitar a los países de América Latina a contribuir a la estabilización de Haití y al sumarse al nuevo esquema de Comunidad Sudamericana de Naciones.

Sin embargo, la integración está paralizada por los conflictos de intereses nacionales y una dosis de sobreideologización. Venir, como hizo el presidente Chávez a una cumbre a Chile a contradecir el proyecto de crecimiento con cohesión social representado por la presidenta Bachelet, y generar incidentes verbales mal respondidos, no ayuda a fortalecer un liderazgo de ideas y de proyecto capaz de influir en el contexto global. Para no "arar en el mar", se trata de darle un impulso moderno al proyecto de Simón Bolívar, al que la retórica confrontacional no ayuda. A la postre, el pueblo venezolano, mayoritariamente favorable al avance social promovido por el presidente Chávez, no aceptó validar la personalización del poder, como tampoco el resto del continente acepta el intento de Chávez de transformarlo en zona de influencia para fines de liderazgo personal.

Sería un grave error consagrar en nuestro continente, una vez fracasadas moral y políticamente las dictaduras militares de derecha y dejados de lado los modelos neoliberales del consenso de Washington por ineficaces y promotores de inaceptables desigualdades, la idea que los avances sociales solo son posibles con Estados autoritarios y caudillos a su cabeza. Tampoco hay un modelo chileno libremercadista que vender, como las derechas y algunos organismos internacionales quisieran, pues ese modelo del pasado no convoca a nadie sino a los pocos dueños de la riqueza en el continente. Si hay un proyecto chileno que defender, es el de la democratización con cohesión social basada en fuertes políticas públicas y en una eficacia económica regulada.

En nuestro debate político interno es esencial ver el vaso medio vacío y no dejar el terreno libre a la regresión neoliberal o a la lumpenpolítica dedicada a conquistar posiciones burocráticas en el Estado antes que a avanzar a mayores grados de cohesión social. Ni se debe aceptar la vuelta a la lógica de las "depuraciones", propias de la guerra fría en nuestros partidos políticos progresistas, que creíamos se habían reconstruido respetando la diversidad y la democracia interna para promover con legitimidad la democracia y la tolerancia en la sociedad. Y se debe terminar con la carencia, costosísima para Chile, de control nacional suficiente de nuestros recursos naturales

En la proyección externa de Chile, en cambio, es donde se debe subrayar la parte medio llena del vaso, que por supuesto también existe. La opción de sociedad que combina democracia, progreso social, sustentabilidad y eficacia económica puede y debe ser defendida como un camino en parte recorrido y que debe seguir recorriéndose con una mayor incidencia social y ecológica en la ecuación. La mejor opción no es la sujeción a la potencia dominante sino construir integradamente un mejor bienestar para los pueblos, con libertades y prosperidad compartida, subordinando a los poderes económicos minoritarios, gobernando el mercado desde la democracia. El desafío es hacer de la democracia progresista la gran bandera latinoamericana como la mejor base para la identidad, coordinación y proyección continental. Y decirlo con claridad.

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