El sentido de la lucha contra la extrema derecha
La extrema derecha tiene una raigambre histórica y cultural entre quienes se caracterizan por defender los intereses de oligarquías a partir de una idea de «jerarquía humana natural», ya sea porque se pertenezca a ellas, se aspire a hacerlo o se les suponga un rol dominante en la sociedad predeterminado por creencias culturales o religiosas.
Pero agrega otros elementos al conservadurismo tradicional y, en nuestro caso, a la «cultura de la hacienda». Es una opción que busca el apoyo del mundo popular y que radicaliza la desvalorización del derecho a la dignidad e integridad de toda persona, mientras valida formas de represión contra quienes rechazan su concepción jerárquica del orden por sobre las diversas formas de cooperación social. El mundo de la extrema derecha mantiene, además, una conducta social discriminatoria, en la que se produce un síndrome de conducta machista, antifeminista, homofóbica y transfóbica. Pero su fobia preferente es contra los extranjeros, constituidos en chivos expiatorios responsables de todos los males, empezando por la delincuencia, y que quisieran ver expulsados de la nación. Hubo quienes quisieron o quieren sacarlos de la faz de la tierra con genocidios como el exterminio nazi de judíos y gitanos, la expresión más desgarradora de esta pulsión contra el otro transformada en crimen masivo, con rasgos que se evidenciaron, bajo la bandera de la defensa propia, en las masacres turcas contra los armenios a principios de siglo XX y se reproducen en la actual masacre de palestinos por el ejército israelí, por mucho que se trate de una reacción contra otra masacre inaceptable, que a su vez se origina en anexiones y cercos ilegales en una espiral sin fin.
Lo propio de la extrema derecha es no respetar las libertades ciudadanas y sociales conquistadas en duros procesos históricos, incluyendo revoluciones, y la soberanía de las naciones. Su esquema político preferido es el Estado autoritario, o en el mejor de los casos manipular las democracias, manteniendo sus formas electorales pero intervenidas por el poder económico y mediático y, de ser posible, con expresas exclusiones ideológicas. El objetivo es evitar la soberanía popular y los contrapesos a los poderes fácticos existentes. Se incrementa su incidencia, además, cuando no se producen respuestas alternativas suficientes en las ideas y proyectos sociales igualitarios y democráticos, por haberse éstos desconectado de la voluntad mayoritaria, privilegiado intereses particulares de sus liderazgos o por conductas alejadas de la «decencia común», en la expresión de George Orwell. Se produce una pérdida general de confianza, en circunstancias que, en palabras de David Brooks, «la confianza es la fe en que otras personas harán lo que deben hacer. Cuando no hay valores morales y normas compartidas, la confianza social se desploma. Las personas se sienten alienadas y bajo asedio, y, como observó Hannah Arendt, las sociedades solitarias se vuelven hacia el autoritarismo. La gente sigue ansiosamente al gran líder y protector, aquel que liderará la lucha entre nosotros y ellos, que parece darle sentido a la vida». No se puede dejar de mencionar, además, que en el siglo XX, con prolongaciones en el presente, se produjeron grandes contradicciones con su sentido original de revoluciones sociales que consagraron métodos despóticos, heredados de los sistemas políticos que combatían, y que terminaron sirviendo los intereses de nuevas oligarquías en sociedades también jerárquicas.
La extrema derecha niega en todas partes las realidades históricas. La migración es tan ancestral como las sociedades humanas. Las primeras de ellas, las cazadoras-recolectoras, fueron esencialmente nómades, terminaron por recorrer y asentarse en casi todos los rincones del mundo en decenas de miles de años y practicaron desde siempre las mezclas entre grupos humanos para, entre otras cosas, preservar la diversidad genética de una población poco numerosa antes de esparcirse por el mundo. En América Latina, los avatares de la historia han hecho a sus habitantes esencialmente mestizos, con pueblos originarios diversos y con migrantes de potencias coloniales con antepasados tanto de distintas partes de Europa como árabes y africanos subsaharianos, que fueron secuestrados para ser esclavizados por los conquistadores, como es el caso español y portugués. Sin ir más lejos, hay cerca de 5 mil palabras árabes en el idioma español.
La pulsión primitiva contra los extranjeros y los diferentes se vincula, en nuestro caso, a la influencia del clasismo oligárquico y del supremacismo blanco, que desprecia al pueblo llano y a quien se salga de su norma. Un ejemplo reciente: la senadora UDI Ebensperger, como si ella no tuviera un apellido de origen extranjero y no fuera una inmigrante de otra generación, afirmó de manera bastante delirante que «ya los extranjeros nos ganaron los jardines infantiles, tienen prioridad por sobre los chilenos, los niños que están sin colegio hoy día son chilenos, no migrantes, y ahora que ellos hagan lo que quieran con los derechos políticos, si no quieren no van a votar, aunque el voto sea obligatorio, y la multa y la consecuencia la pagan los chilenos, que sí debemos cumplir la ley». El clasismo termina siendo un espejo de conductas discriminatorias que se proyecta hacia los extranjeros, incluso por parte de quienes se inclinan a sentirse superiores o privilegiados respecto de otros, aunque su propia posición social carezca de todo privilegio.
Contrasta con los hechos ya bien establecidos por la ciencia, de la que la extrema derecha desconfía, así como de los intelectuales culpables de contradecir sus prejuicios, el reflejo pulsional frente a nuevas olas de inmigración. Algunas derivan de regímenes en descomposición, como los de Haití y Venezuela, de lo que Chile no puede sustraerse totalmente, aunque quisiera. No obstante, tiene el deber de canalizarlas racionalmente para evitar la multiplicación de tensiones sociales, así como combatir con dureza el crimen transnacional. Pero sin tomar, por tentación populista, ni el lenguaje ni la actitud propias de la xenofobia.
El hecho es que en todos los países los «nativos puros» son una mera ficción, pues el género humano y la especie homo sapiens tienen un mismo origen biológico y, además, geográfico. Es uno que está situado en África, lo que los racistas nunca quieren escuchar: el color de la piel es un mero proceso evolutivo de adaptación a los distintos medios naturales. Hay más diversidad genética al interior de cada «raza» que entre grupos con distinto color de piel o rasgos físicos o culturales comunes. Los homo sapiens no somos idénticos, pero sí muy parecidos (ver http://www.scielo.edu.uy/scielo.php?script=sci_arttext…). Esa es la base de la reivindicación moderna de la igualdad en dignidad y derechos de hombres y mujeres de cualquier rincón del planeta, que por lo demás tiene una filiación con la muy antigua idea cristiana y de otras culturas de la semejanza de los humanos entre sí («Dios creó al ser humano tal y como es Dios, a su semejanza, al hombre y a la mujer») y del universalismo de su condición.
En los países de altos ingresos y también en América Latina, la extrema derecha ha ganado ahora más fuerza. La influencia de la extrema derecha se expande y radicaliza cuando las instituciones democráticas no producen resultados para las mayorías, se levantan las barreras de lo aceptable en la esfera pública y, como trasfondo, se amplían las diferencias sociales que polarizan las condiciones de vida.
Globalmente, la evolución desde los años 1980 hacia el dominio de un capitalismo financiarizado y con producción en cadenas fragmentadas espacialmente, basada en conocimientos y crecientemente en robots e inteligencia artificial, ha cambiado el predominio de la clase obrera fabril, tanto en los centros dominantes como en las periferias, reemplazada por un precariado amplio y difuso, asalariado y por cuenta propia, con predominio del poder económico y de las “clase creativas” integradas a los circuitos de creación de altos ingresos. La extrema derecha ha logrado con frecuencia cambiar el foco del descontento social desde las desigualdades de clase y entre centros y periferias a la inseguridad y la inmigración. Muchas zonas del mundo se encuentran en una fase turbulenta con un fuerte aumento de las desigualdades sociales después de la crisis de 2008-2009 y de las disrupciones de la pandemia de Covid-19, en el contexto de nuevas disputas estratégicas entre las grandes potencias y efectos crecientes de los desarreglos climáticos en las migraciones.
No obstante, la historia también produce contra-tendencias, las que vienen del pueblo llano y de las «multitudes», en la expresión de Toni Negri, y también de intelectuales y creadores y de patricios rebeldes. Sus hitos fundantes fueron las experiencias iniciales de la Grecia antigua y revoluciones como la norteamericana y francesa en el siglo XVIII, después de múltiples luchas nacionales y sociales que condujeron a la idea de los Estados democráticos y sociales actuales.
Los señoríos feudales, las monarquías hereditarias y más tarde los fascismos en el caso europeo, junto a las dictaduras latinoamericanas, asiáticas y africanas, son parte de un mismo tronco del que proviene la extrema derecha actual y sus expresiones en Trump, Bolsonaro, Milei, Meloni, Le Pen o Kast.
Los tiempos en los que hoy toca vivir requieren en todas partes de resistencias y respuestas con capacidad de seguir construyendo democracias políticas, defenderlas y extenderlas hacia las esferas sociales, económicas y culturales. No hay demasiada pólvora que inventar sino redefinir las acciones sociales emancipadoras -la condición humana a defender de opresiones y subordinaciones ilegítimas permanece en el tiempo, aunque cambien sus condiciones de vida- ante las nuevas circunstancias y el acelerado cambio tecnológico y cultural, que incluye la multiplicación de los medios digitales de desinformación y el estímulo de las conductas egocentradas e insolidarias.
Los avances hacia la configuración democrática y social de las instituciones están siempre en peligro de regresión, lo que se observa en Chile permanentemente por la acción de las oligarquías dominantes, incluyendo su formalización en el proyecto constitucional del llamado Partido Republicano (ver https://gonzalomartner.blogspot.com/…/un-proyecto…) derrotado, en buena hora, en diciembre de 2023. Nada garantiza la supervivencia y proyección de las democracias sin luchas colectivas persistentes en los espacios locales, nacionales y globales. Esto toma tiempo, en múltiples procesos colectivos de prueba y error. Ese tiempo será menor si prevalece en quienes orientan esos procesos un espíritu de responsabilidad por sobre improvisaciones, ocurrencias y retóricas no razonadas, sobre todo si, además de incongruentes, son divisivas del campo democrático o conducentes a tentaciones autoritarias. Las emociones radicalizadas per se o la mera racionalidad tecnocrática no son el camino, sino el de la persistencia de la energía, la racionalidad y las emociones democráticas y de mayorías. Estas son las que pueden producir, si son consistentes, resultados en beneficio de quienes sufren las consecuencias del patriarcado, del trabajo subordinado, de las desigualdades y las crisis, en base a su propio protagonismo.
Los enfoques emancipadores se oponen, como siempre, a los despotismos políticos y a la dominación económica depredadora del trabajo y la naturaleza, y ahora también le toca hacerlo frente a la nueva ola reaccionaria. Brasil, Colombia, México, España, Gran Bretaña y ahora Francia, con sus respectivas especificidades, han ido mostrando en el último tiempo al menos un camino con respuestas capaces de detener a la extrema derecha y preservar las democracias, condición necesaria para proyectar los nuevos avances sociales y las reducciones de desigualdades ilegítimas a que aspiran las mayorías.
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