¿Por qué el financiamiento público de la educación superior es necesario?

En El Clarín de Chile

El siglo XXI se inició en Chile, luego de un incremento de los ingresos promedio en la década de 1990, con una gran expansión de la demanda por educación superior, pero con la simultánea imposibilidad de la mayoría de los hogares para pagar su costo. Se produjo una expansión del sistema de becas, del llamado fondo solidario y sobre todo del crédito bancario con aval público (CAE). Pero se hizo en unas condiciones en que se permitía vender al Estado la cartera de la banca a un precio subsidiado, en vez del usual castigo. El sistema se basa en un subsidio a la banca cuando ésta se quiere deshacer de su cartera morosa o riesgosa. Su costo ha sido equivalente a 22 nuevos Hospitales Barros Luco, 12 Juegos Panamericanos, 11 Fondos de Emergencia Transitorios por Incendios y 6.026 jardines infantiles Junji. Es el ejemplo de una política mal diseñada bajo la influencia de las supuestas bondades de las “soluciones privadas a los problemas públicos”.

El gobierno de Michelle Bachelet II, con rebelión estudiantil de por medio, estableció la política de gratuidad universitaria, que beneficia a estudiantes de familias que pertenecen al 60% de menores ingresos, y que estudian en las universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica. Allí se colaron indebidamente universidades privadas que, en la práctica, tienen fines de lucro a través del pago de servicios privados coligados.

La suma de estas decisiones llevó a un sistema altamente privatizado (solo el 15% de la matrícula es pública, una de las tasas más bajas del mundo), muchas veces con establecimientos de calidad dudosa, pero financiado por recursos estatales y prácticamente sin obligación de servicio público. Insólitamente no se establece la no discriminación y la libertad de cátedra como obligación allí dónde hay un peso público. La Universidad Católica, por ejemplo, excluye el aborto y el divorcio de sus programas de docencia e investigación, lo que no le impide recibir cuantiosos recursos del Estado.

El sistema de educación superior en Chile tiene una maraña de legislaciones contradictorias, siendo la de 2018 un progreso (“la educación superior es un derecho, cuya provisión debe estar al alcance de todas las personas, de acuerdo a sus capacidades y méritos, sin discriminaciones arbitrarias, para que puedan desarrollar sus talentos; asimismo, debe servir al interés general de la sociedad”), pero que no se traduce aún en medidas efectivas.

A propósito del debate actual sobre condonar o no el CAE, que involucra a cerca de un millón personas, lo que cabe es repensar el conjunto del sistema. Está en juego el interés general y no solo del de sus beneficiarios directos y sus deudas adquiridas. El economista de la Universidad de California-Los Angeles, Enrico Moretti, en un trabajo exhaustivo («Workers’ Education, Spillovers, and Productivity: Evidence from Plant-Level Production Function»), concluyó que «la magnitud de los efectos externos del capital humano, estimando funciones de producción usando un set único de datos ajustados firma-trabajador», se traducen en que «la productividad de las plantas en ciudades que experimentan importantes aumentos de la proporción de graduados universitarios crece más que la productividad de plantas similares en ciudades que experimentan pequeños incrementos en la proporción de graduados universitarios». La mayor parte de la literatura especializada llega a conclusiones similares, por lo que muy pocos cuestionan que las carreras universitarias contribuyen al aumento de la productividad y al crecimiento del PIB.

Dejar esto en manos del mercado, y que accedan solo los que puedan pagar, equivale a sub-dotar al país en «capital humano». Así de simple. Y también refuerza la desigualdad. En todas partes, los hijos e hijas de familias de mayor ingreso y capital cultural tienen una ventaja manifiesta para acceder a la universidad y desenvolverse en ella. En el largo plazo, la solución de mercado no hace sino reforzar la desigualdad, por mucho que se haga redistribuciones de ingresos hacia los más pobres.

El argumento de que no hay recursos para un acceso gratuito a la universidad, con excepción de los más ricos por un buen tiempo, no es efectivo. Muchos países lo hicieron cuando su PIB por habitante era inferior al de Chile hoy. Depende de quien toma las decisiones sobre la asignación de los ingresos, como en este momento a propósito de los mayores ingresos por cobre, llamados a persistir en el tiempo por la situación del mercado mundial. Poner en competencia presupuestaria la educación superior, las dotaciones de Carabineros o las pensiones públicas no es más que un pretexto de quienes le tienen una extraña ojeriza a las nuevas generaciones y no quieren avanzar en eficiencia ni en igualdad de oportunidades. Estos son objetivos públicos que deben ser financiados de manera equilibrada, con otros, por caros que sean. Llenarse de Carabineros y vaciar las aulas universitarias de personas talentosas pero de menos ingresos, es la fantasía más reaccionaria que se pueda concebir: la de los oligarcas que no quieren en sus empresas a personas competentes pero que no son de su medio social, como antes, y todavía, no querían y quieren mujeres en puestos de responsabilidad. Nada les provoca más rechazo que una sociedad más igualitaria, aunque contribuya al interés general, incluyendo el suyo propio, mejorando la productividad de las empresas.

Fortalecer el acceso gratuito a la universidad a partir de un cierto umbral de ingreso familiar, con la meta en el tiempo de alcanzar el 90%, y que además disminuya la deuda pasada de los estudiantes menos favorecidos y cree un crédito de impuesto a la renta para los que han pagado su deuda con el fisco a lo largo del tiempo, de modo de no establecer una desigualdad adicional, es la solución razonable a un tema que se prolonga por años. Si alguien objeta que algunos de los estudiantes a los que se las ha financiado sus estudios, como los de medicina, tendrán luego altas remuneraciones, cabe señalarles que para eso está el impuesto a la renta, cuya progresividad debiera aumentar como propone el gobierno en el «pacto fiscal». Pero a esto también se niegan los neoliberales y los mentalmente colonizados por ellos.

Por eso extraña que quienes se dicen defensores de un Estado de bienestar, pero en realidad buscan, al parecer, «coaliciones chicas» que se distancien del gobierno, se hayan lanzado en picada respecto de un anuncio genérico del gobierno, calificándolo de «ofertón electoral». Se suman a la derecha sin más. Las confusiones no amainan, acompañadas de un apoyo para el liderazgo futuro de la Ministra Tohá, que es la jefa política del gabinete y cabeza, con el presidente Boric, de la política de gobierno. Alguien tendrá que explicar la congruencia de todo esto, que a primera vista no se ve por ninguna parte.


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