La historia y la declaración de los presidentes sobre los 50 años del golpe


El presidente Boric y los expresidentes Frei, Lagos, Bachelet y Piñera han emitido el 7 de septiembre una declaración cuyo sentido es proyectar un consenso democrático. El resultado es más bien desconcertante.

Llama la atención que en la misiva no se condene el golpe militar y se haga solo una afirmación según la cual los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, y no con menos. Es una alusión muy importante a lo formulado por Abraham Lincoln, pero bastante poco a la altura del hecho ocurrido hace 50 años: el derrocamiento violento del gobierno democráticamente elegido, el bombardeo de La Moneda y de la residencia presidencial y finalmente la muerte del presidente Salvador Allende por propia decisión, para preservar la dignidad de un cargo conferido por el pueblo y que decidió no entregar a los golpistas. Nada de esto se menciona. Hacerlo no es intentar imponer un punto de vista. Al revés, no hacerlo es no querer asumir hechos históricos altamente reprobables e inaceptables en el pasado, el presente y el futuro. En silenciarlos persisten las distintas variantes de la derecha chilena, que además esconden su responsabilidad en la conspiración multiforme desde el 4 de septiembre de 1970, incluyendo llamados a los cuarteles, bombas terroristas y de sabotaje, paralizaciones de actividades, huelgas patronales, acaparamiento de productos y todas las variantes de una incesante insurrección civil, financiada por la CIA por orden directa del entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, con un solo objetivo: derrocar al gobierno elegido por la ciudadanía. Y después apoyar una dictadura sangrienta por más de 16 años.

Quedarse en afirmaciones sobre el respeto genérico de los derechos humanos fue seguramente el precio para obtener la firma de un ex-presidente de derecha, que, aunque no expresa a la derecha más dura, ha afirmado que el golpe no era evitable y ha reiterado no estar dispuesto a condenarlo. En realidad, estuvo a favor de que se realizara, aunque no lo reconozca. Esto hacen muchos otros que posan de demócratas, los que todavía aluden, cuando se les pregunta por su apoyo a un hecho tan grave y de tan nefastas consecuencias, un plan de golpe de la izquierda y un plan zeta para matar gente que simplemente no existieron.

La pregunta clave que queda sin respuesta sigue siendo: ¿puede un demócrata apoyar un golpe de Estado? No parece tener sentido seguir dando oxígeno a la peregrina idea de que «el golpe era inevitable«, pero que luego no debían violarse los derechos humanos, como si ambas cosas fueran separables. Los consensos son importantes en determinadas circunstancias, siempre que no diluyan, como en este caso, los compromisos democráticos básicos, que deben incluir siempre la condena del recurso a los cuarteles y al golpismo militar.
A su vez, la afirmación según la cual en los 140 años previos a 1973 hubo democracia «casi sin interrupción» no refleja una historia de periódicas convulsiones políticas, con la cuestión social y la cuestión democrática en el centro de una sociedad basada en la polarización económica.

Esto proviene de la sociedad neocolonial que se consagró después de la independencia mediante la guerra civil de 1829-30, en la que los conservadores, representantes de la propiedad oligárquica de la tierra y de las minas y de la burguesía comercial, aplastaron a las fuerzas liberales y democráticas de los territorios, partidarios de ciertas libertades, de la abolición del mayorazgo y de una mayor autonomía política. Ya la independencia había estado marcada por conflictos entre patriotas, que incluyó el asesinato de Manuel Rodríguez, cuyo cuerpo está aún desaparecido, y el fusilamiento de los hermanos Carrera. La orden vino de Bernardo O’Higgins, que terminó destituido y exiliado en 1823, no sin antes sufrir resistencias de los criollos a la abolición de los títulos nobiliarios, en lo que insistió, y de los mayorazgos de tierras, lo que ocurrió recién en 1852. Las violencias siguieron con la «guerra a muerte” entre 1819 y 1827 en el sur de Chile contra los realistas y luego contra grupos de bandoleros, recién derrotados en 1832. Esto no impidió que el constructor del orden oligárquico en los años 1830, el ministro Diego Portales, fuera asesinado en ejercicio de su cargo en 1837 fruto de una rebelión militar.
Se dictó la constitución de 1833 con la firma de cuatro «mayorazgos» (Aldunate, Irarrázaval, Correa y Larraín) y de un «título de Castilla» (el ex conde Alcalde), la que habría de durar hasta 1925. Se consolidó en el siglo XIX una república oligárquica basada en el inquilinato semi- feudal y la transhumancia del peonaje en los campos, con ciudades de comerciantes y banqueros, artesanos y obreros asalariados y ya vastos grupos marginados y precarios, además de los campamentos mineros. El pueblo llano vivió en todas partes en una condición de explotación y miseria, que sostenía los lujos de los grupos dominantes. Por su parte, los pueblos originarios fueron objeto del despojo de la mayor parte de sus tierras y de la represión de su cultura, lo que se aceleró a partir de la legislación de 1883. Este régimen excluyente, con cuerpos electorales restringidos a los propietarios y manipulados por los presidentes, tuvo como contrapartida rebeldías y guerras civiles regionales como la de 1851 y la de 1859, ambas contra Manuel Montt.

Un hito fundamental del siglo XIX fue el gobierno de José Manuel Balmaceda. Aunque lejos de los intereses populares (en 1890 enfrentó la primera huelga general obrera en Iquique), su acción fue decisiva en la separación de la Iglesia y el Estado y en el uso de los recursos naturales para el desarrollo nacional. Su plan primordial fue, luego de la guerra del Pacífico que anexó a Chile la explotación del salitre, limitar la presencia de capitales extranjeros en ella, crear el ministerio de Industria y Obras Públicas e invertir los considerables excedentes en infraestructuras y en educación. Esto incluyó la estatización y extensión del ferrocarril en más de mil kilómetros y la construcción de puertos, puentes y caminos, así como de cientos de escuelas, la creación del Instituto Pedagógico y el Internado Nacional y la construcción de la Escuela de Artes y Oficios, junto a un intento de limitar el despojo territorial mapuche. Todo esto suscitó una virulenta campaña en su contra de la oligarquía conservadora y sus aliados británicos, que corrompieron directamente a miembros del Congreso. El gobierno de Balmaceda fue vencido por las fuerzas militares insubordinadas apoyadas por la mayoría del Congreso en 1891 en una sangrienta guerra civil, que fue bastante más que una «casi interrupción» de la democracia, con más muertes violentas que en la guerra del Pacífico. El presidente Balmaceda, finalmente asilado en la embajada de Argentina, decidió suicidarse para evitar que sus cercanos y sus seguidores siguieran siendo masacrados, como lo fueron los jefes del Ejército Orozimbo Barbosa y José Miguel Alcérreca por la Armada, cuyos cadáveres fueron expuestos desnudos al escarnio. El entierro de Balmaceda fue clandestino, envuelto en un saco y llevado al cementerio de madrugada en una carreta a una tumba anónima para evitar laceraciones a su cuerpo.

En los albores del siglo XX, la respuesta a la «cuestión social» se expresó en las masacres de obreros de 1905 en Valparaíso; de 1906 en Antofagasta; de 1907 en la escuela Santa María de Iquique; de 1912 contra una comunidad Huilliche en Forrahue; de 1920 en Punta Arenas; de 1921 en la oficina salitrera de San Gregorio y la de 1925 en las oficinas de Marusia y de La Coruña. A su vez, se produjeron rebeliones sociales violentas en 1903 en Valparaíso y en 1905 en Santiago.

La intervención militar fue también parte del paisaje político. En 1924 la insubordinación castrense llevó a la renuncia del presidente Arturo Alessandri. Desde el 11 de septiembre de ese año, el general Luis Altamirano presidió una breve junta militar hasta que fue derrocado en enero de 1925 por otra junta, con Carlos Ibáñez de ministro de Guerra. Alessandri fue brevemente repuesto en la presidencia hasta diciembre de 1925 y luego reemplazado por Emiliano Figueroa hasta 1927, cuando Ibáñez tomó directamente el poder. Alessandri permaneció en el exilio hasta 1932. Chile vivió un período de golpes y dictaduras con el militar Ibáñez como figura central, hasta que éste fue obligado a dejar el poder en 1931 y partió al exilio a Argentina. La normalidad democrática se restableció recién con la elección de fines de 1932, que ganó otra vez Arturo Alessandri. Estos ocho años, de nuevo, fueron bastante más que una «casi interrupción» de la democracia.
Los hechos de represión militar y policial también fueron parte de la historia posterior. Se produjeron masacres en 1934 en Ranquil contra campesinos; en 1938 en pleno centro de Santiago contra jóvenes pro-nazis ya rendidos, por orden personal de Arturo Alessandri; en 1946 en la Plaza Bulnes; en 1962 en la población José María Caro; en 1966 en el mineral de El Salvador y en 1969 en una población en Puerto Montt. Entretanto, en 1957 se había producido el episodio de violencia urbana del 2 de abril en la capital.

Los intentos golpistas también siguieron produciéndose después de la crisis de 1924-32. En agosto de 1939, el general Ariosto Herrera intentó un golpe contra Pedro Aguirre Cerda. En septiembre de 1948, Ibáñez intentó un nuevo golpe, esta vez con el jefe de la Fuerza Aérea contra González Videla. En 1955, un grupo militar intentó sin éxito un autogolpe en favor de Ibáñez.
En 1969, se produjo un intento de golpe del general Viaux contra el presidente Frei y en 1970 otro intento de golpe del mismo general, con apoyo directo de la CIA, para impedir que asumiera como presidente Salvador Allende. Luego vinieron permanentes conspiraciones y el intento de golpe del 29 de junio de 1973, poco antes de la estocada final contra el régimen democrático del 11 de septiembre, con una flota norteamericana en las costas de Valparaíso coludida con la Armada chilena. Tampoco debe olvidarse que el golpismo terminó con la vida de un comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider, y de un excomandante en jefe, el general Carlos Prats, representantes de la oficialidad respetuosa de la constitución y de la primacía del poder civil.
En el sistema político, fue sistemática la conformación de alianzas políticas y sociales anti-oligárquicas, con los hitos del Frente Popular industrializador de 1938-41, del gobierno reformista de Eduardo Frei en 1964-70 y del gobierno transformador de Salvador Allende de 1970-73, cuya coalición ya había estado cerca de ganar la elección de 1958. Lo que en Chile no podía seguir era el dominio oligárquico, no los intentos por sustituirlo por estructuras económicas que permitieran una mayor equidad social y distributiva en marcos democráticos.

Una parte importante de la izquierda pensó (pensamos) que debían seguirse vías revolucionarias ante la reacción interna y externa a los cambios, que resultó efectivamente abrumadora, pero estas vías se desconectaron de los procesos populares mayoritarios y no constituyeron una respuesta útil frente al asalto a la democracia, a pesar de su heroísmo y sacrificio posterior. A su vez, como señaló el programa socialista de 1947, todo proyecto emancipador no puede ser calificado de tal si no incluye a la democracia (la formal y la real, porque no hay segunda sin primera) como su fundamento. El derecho a la rebelión y a la defensa ante la opresión no debe llevar a despotismos, aunque se ejerzan en nombre del pueblo.

Como Balmaceda, Allende puso fin a su vida el 11 de septiembre de 1973, en un acto de no rendición ante los golpistas, en el que prevaleció la dignidad personal para evidenciar un rechazo moral al militarismo y al uso ilegítimo de la fuerza, después de resistirla desigualmente por horas. Con el sacrificio de su vida, buscó, además, preservar la continuidad histórica de un proyecto popular en el que creía firmemente. El presidente Allende nunca estuvo dispuesto a renunciar a los cambios, por vías democráticas, que consideraba indispensables para Chile, como la nacionalización del cobre, la reforma agraria y la socialización de una parte estratégica de la economía, con la meta de afianzar el progreso social en el país y la independencia nacional.

Balmaceda y Allende son los dos presidentes que en nuestra historia fueron desplazados por el militarismo, la violencia y la furia oligárquica, pero que honran nuestra república porque pusieron por delante el interés social y nacional. Y que sacrificaron su vida en el intento y no necesitan, para que esta verdad histórica primordial prevalezca, de declaraciones con miradas equívocas sobre el pasado. La democracia siempre fue frágil en Chile por estar amenazada por los intereses oligárquicos, aunque fuera más fuerte que en otras partes gracias a la organización popular y a un cierto espíritu cívico afincado en la cultura nacional. Su defensa y proyección sigue siendo hoy, como en el pasado, una tarea de todos los días para avanzar a un país con mínimos civilizatorios consolidados y, en tanto alternativa a la desigualdad injusta y depredadora, a una sociedad basada en protecciones y equidades básicas para las actuales y las futuras generaciones.

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