Mi golpe de 1973

Un día de agosto de 1973 mi padre, ministro de Planificación del presidente Allende desde noviembre de 1970 y su colaborador y amigo desde los años 1950, entró a mi pieza para entregarme una cantidad modesta de dinero pero considerable para un joven de 16 años como yo, y me dijo:

- Las cosas se pueden poner difíciles, es necesario que tengas algún dinero por si acaso.

- ¿Cómo así?, pregunté.

- No sabemos qué puede venir.

Yo había ingresado al MIR en 1972, influenciado por la figura de Ernesto Guevara, después de una etapa de trabajos voluntarios con los jóvenes socialistas. Mi padre sabía que yo cumpliría con mis deberes militantes. No muchos días antes, conversando en la noche en familia en la pieza de mis padres sobre la hipótesis de un golpe de Estado, mi padre nos relató que conversando el tema con Allende este le había dicho: "esto va a ser terrible, aquí hay un odio muy grande en contra nuestra".

Pudimos constatarlo el 2 de septiembre de 1973. Me encontraba leyendo, a eso de las doce de la noche, en la sala de estar de la casa familiar, que daba hacia un antejardín y al muro que linda con la calle Los Misioneros, en Pedro de Valdivia Norte. En un momento me levanté y salí a un pasillo de gruesos muros más adentro de la casa, antes de las piezas de hermanos y padres. Entonces escuché un sorpresivo y enorme estruendo: habían estallado cuatro cargas de explosivo de tipo amongelatina en el antejardín, a metros de distancia del sofá donde me encontraba diez segundos antes. Según confirmaríamos mucho después, había sido Patria y Libertad quien puso la bomba en nuestra casa. Los cinco miembros de la familia nos dimos la voz para constatar que estábamos bien, y nos fuimos aproximando incrédulos a observar los destrozos de los grandes ventanales de la sala de estar que habían estallado. El lugar donde había permanecido sentado durante un par de horas hasta momentos antes de la explosión estaba ahora lleno de astillas punzantes de vidrio, algunas enterradas en la madera, junto a diversos objetos destrozados o caídos.

Mi padre llamó de inmediato por teléfono al presidente Allende para avisarle del hecho, lo que hizo breve y sobriamente. No había esa noche guardia policial, como teníamos intermitentemente desde que mi padre fue nombrado ministro. Al cabo de unos quince minutos llegó el presidente Allende, acompañado por el ministro secretario general de Gobierno de entonces, Fernando Flores, con quien se encontraba reunido al enterarse de la noticia, y con sus guardias personales. Luego llegó la Policía de Investigaciones y personal de Carabineros. El presidente entró por la cocina de nuestra casa, donde lo recibió mi padre, y a la entrada del pasillo que distribuía el acceso a las piezas, en un espacio estrecho, nos saludó al resto de la familia. Fue cariñoso con mis padres y mis hermanos. Me dijo con voz fuerte y tensa, sabedor de que había estado a segundos de estar expuesto a la bomba, lacónico:

- ¿Cómo está?

- Bien, presidente.

Yo estaba un tanto conmocionado, claro, pero consciente de mi buena suerte, e impresionado de estar con el presidente Allende en esa circunstancia. Él estaba con el semblante grave. Había perdido semanas antes a su edecán naval baleado por la ultraderecha, el capitán Araya, y ahora por primera vez se atentaba con bomba contra uno de sus ministros, en su casa y con su familia.  Estábamos en la pequeña cocina, pues el espacio del estar y el comedor estaban inutilizados por el estrago de la bomba. El presidente le dijo enérgicamente a un oficial de la policía de investigaciones:

- Si descubren a quienes hicieron esto, no tengan contemplaciones. ¿Entendido? Sin contemplaciones. Partan de inmediato.

Lo que hicieron, con ademán de desconcierto en el rostro, pues la escena había sido fuerte. Por supuesto no se trataba de una orden literal, no era ese el talante de Allende, y creo más bien que quiso expresar su enojo de manera perentoria y su voluntad de no dejar el hecho impune, pues Allende tenía un alto sentido de la lealtad con sus colaboradores. 

Al Carabinero que se apersonó desde el retén situado a pocas cuadras, una vez que le preguntó si había guardia previa, y ante la negativa como repuesta, el presidente Allende le dijo:

- Usted se queda de guardia de inmediato, es una orden del presidente de la República.

Al cabo de un rato, el presidente se retiró. Moriría nueve días después en el Palacio de la Moneda, en una gesta heroica que significó la condena moral irremontable de los usurpadores del poder democrático.

Luego recibí un llamado telefónico del entonces estudiante de sociología y por esos días asistente del Intendente de Santiago, mi amigo Sergio Riffo, que supervisaba las actividades de los estudiantes secundarios del MIR hasta hacía unos pocos meses, quien con voz cálida me transmitió su solidaridad y aliento. Fue la última vez que hablé con él, pues desapareció a los 23 años en manos de la DINA en 1975. 

A la mañana siguiente, ya no estaba el Carabinero haciendo guardia. Nuestra sospecha es que los Carabineros del retén del barrio estaban más cerca de los grupos civiles violentos de la ultraderecha y de los llamados Protecos que agrupaban a los vecinos derechistas, que del gobierno constitucional al que debían obediencia. 

***

El día posterior al bombazo en nuestra casa familiar, se discutió una vez más en una asamblea de mi colegio la entrada en paro que promovía la oposición. Con mis amigos habíamos logrado que no se declarara una paralización de actividades. Me presenté en la asamblea, y ante los argumentos de alumnos de derecha de que el gobierno promovía la violencia y que eso justificaba entrar en un paro indefinido hasta su derrocamiento, pedí la palabra para argumentar que el caso era al revés, y que a mayor abundamiento mi familia había sufrido en la noche anterior un atentado con bomba. Muchos de los presentes en la sala aplaudieron, escena que no olvido hasta hoy, encajando la idea de que preferían verme muerto.

Ese era el clima que se vivía en ese momento. Me retiré de la asamblea y dirigí a las oficinas de la dirección del colegio, momento en que tuve un altercado al subir las escaleras con el inspector general, Monsieur Coti, un exmilitar francés de no muy buenas pulgas y menos luces, pero logré hablar con el rector para señalarle que su deber –se trataba de un liceo con autoridades nombradas por el gobierno francés- era mantener funcionando el colegio más allá de las presiones de los estudiantes de derecha.

Fueron días muy tensos, e incluso sentí en ocasiones que era objeto de seguimientos al volver tarde a mi casa en las noches. Pensé en comprar una pistola y mientras tanto me desplazaba en ocasiones con unos palos cortos para protegerme, lo que era bastante inútil, claro está, entre otras cosas porque no sabía usarlos. Pero no alcancé a andar armado, máxime cuando tampoco tenía la menor idea de cómo usar una pistola y no era esa mi inclinación personal. Jamás en la vida me he trenzado a golpes con nadie, salvo algún empujón en el colegio o en alguna pichanga de fútbol. Siempre he creído en la palabra y no en la fuerza bruta, aunque la autodefensa sea siempre legitima, y pensé que se hacía necesaria más que nunca en esos momentos extremos de polarización y odiosidad. Mediante el diálogo y la actitud de las autoridades del colegio, se evitó el paro hasta el final. Pero no pude volver más al colegio, en el que cursaba mi último año escolar. Terminé haciendo el bachillerato francés para entrar a la universidad en París entre Caracas y la isla de la Guadeloupe. Cosas del destino.

El martes 11 de septiembre me dirigí como todas las mañanas a mi liceo. Al salir de la casa con mi hermano menor no supimos nada particular. Mi padre no tuvo información temprana del golpe. Al entrar a la Alianza Francesa, ya la noticia se había esparcido. El ambiente estaba alterado y no entré a la clase de física. Intercambié brevemente palabras con mis amigos y les dije que me dirigiría hacia el Instituto Pedagógico, que era el lugar de concentración previsto para esta eventualidad por la estructura militante a la que pertenecía. Era evidente que en esta ocasión –después de muchas falsas alarmas en los meses previos y una intentona efectiva pero fracasada el 29 de junio- la hora era grave. Como muchas veces en mi actividad política posterior, no quise arrastrar a nadie a algo de lo que yo, sin embargo, no me sustraería. Traté de ubicar a mi polola, pero no la vi, aunque su condición de hija del agregado científico de la embajada de Francia la ponía a buen resguardo. Hablé con mi hermano Ricardo, iba a cumplir doce años por esos días, y quedamos con el alma en vilo que se iría donde unos amigos que vivían cerca hasta comunicarse con nuestros padres. Luego sería recogido por un solidario primo e iniciado unas jornadas azarosas con madre. Me dirigí a la salida del colegio, pero no me dejaba salir el mentado inspector general. Le hice ver que había un golpe de Estado en curso, que mi seguridad y la de mi familia estaban en juego, y que no se interpusiera. Tuve que hacerlo a un lado, dio orden de cerrar la puerta, y salté por encima de la reja del colegio que había sido el mío desde los cuatro años, con el pulso acelerado y el sabor de la contrariedad, en el inicio de una mañana a esa hora todavía luminosa. No volví a pisar ese lugar sino muchos años después.

***

Me demoré bastante en llegar a dedo al Instituto Pedagógico. Dudé en ir a mi casa a ver qué pasaba con mi familia, pero hice bien en no hacerlo pues los puentes de acceso a nuestro barrio ya estaban copados por militares. A las nueve de la mañana la situación en la entrada del recinto universitario era confusa, pero rápidamente nos agrupamos los del MIR y el FER. La noticia era la inminencia de la llegada de los militares a rodear el campus. Ante el poco sentido de encerrarse en un lugar del que no podríamos movernos, conducidos por nuestro jefe, Aníbal (Sergio Reyes, desaparecido desde 1974), y los miembros de la jefatura Jiménez (Carlos Ominami) y César (Ricardo Pizarro), presidente de la Federación de Estudiantes Vespertinos, decidimos encaminarnos al cordón industrial Macul. Éramos unos treinta estudiantes universitarios y secundarios caminando hasta la industria Paños Continental. Llegamos a la industria, entonces intervenida y bajo administración gubernamental, pero no ingresamos porque a los que ahí estaban no les pareció una buena idea. Se produjo entonces un dialogo en la calle, que observé a la distancia, de nuestros jefes con una patrulla de Carabineros que se hizo presente, escena un poco peculiar, pero a esa hora nadie sabía bien, ni ellos ni nosotros, de que se trataba exactamente lo que estaba en curso. Jiménez me comentó al pasar que la recomendación de los oficiales fue que nos retiráramos de ahí en términos más o menos amistosos. Lo que hicimos. Y decidimos dirigirnos ahora a la población Santa Julia, donde el MIR tenía algunas bases de militancia poblacional, distante algunas cuadras. Llegamos ya menos de una veintena a la esquina de la avenida Macul, una arteria importante y transitada, con la calle Los Guindos, a eso de las once de la mañana. Estábamos en la mitad de la calle, francamente sin saber qué hacer. Llegó al lugar el encargado militar del GPM 3, el "Turco Mario", que más tarde se hiciera humo y no sabríamos más de él y por tanto salvaría su vida, en buena hora, y el "Topaloma" su ayudante en estos menesteres, de una gran simpatía, Mario Maureira, detenido y desaparecido en 1976. Traían algunas escopetas y dos metralletas Mercati argentinas, de muy poca calidad y sin gran munición. Esta escena en plena calle de unos cuantos jóvenes que discurrían sobre que podían hacer, debe haberle inspirado alguna conmiseración a una vecina del lugar, que se acercó a nosotros y nos dijo:

- Soy del Partido Radical, veo que no tienen dónde ir, vengan a mi casa.

Lo que aceptamos, a falta de alternativas. Su dueña se trasladó con sus hijas a otro lugar cercano, y ahí nos instalamos encabezados por la jefatura del GPM 3 y una "masa armada" un tanto menguada, dispuestos a realizar acciones de resistencia. Era una vivienda de dos pisos y unas pocas piezas, en las que nos instalamos unos quince miembros del MIR, ninguno mayor de 25 años. Esta mujer, de la que nunca más sabría, tendría unos cuarenta años, dos hijas y un gran temple. No sé qué pensó al tomar un riesgo semejante. Tal vez la imagen de esos jóvenes decididos le provocó esa reacción. Venía cada cierto rato a traer noticias y provisiones. Ella encarnó el heroísmo anónimo que tantas veces enfrentó situaciones difíciles solidariamente en los años terribles que siguieron.

César me pidió que lo acompañara en su auto (era algo mayor y disponía de un vehículo familiar) a una “casa de seguridad” en la zona, en la que había que armar granadas artesanales. A esa hora el día límpido se había cubierto de nubes y declinado hacia una lluvia primaveral. Se combatía en La Moneda y en diversas partes de la ciudad y se derrumbaba nuestra democracia.

Estuvimos en la tarea varias horas unos tres compañeros. Se trataba de introducir nitrato de plata en unos tarros de café recubiertos de plomo y metralla y luego atornillar una espoleta hecha con un mecanismo en base a fósforos. Hicimos la tensa tarea sin sobresaltos y volvimos a nuestro lugar de reunión en Macul con un pequeño cargamento de granadas listas para ser usadas.

Allí el clima era de pesadumbre, ya se conocía la noticia del bombardeo de La Moneda y de la muerte del presidente Allende, transmitida por la televisión de la que disponía nuestro improvisado "cuartel general de la zona oriente de Santiago". Escuché un "bando" que instaba a entregarse a las autoridades militares a una serie de dirigentes de izquierda y de miembros del gobierno de Allende, bajo pena de persecución por "aire, mar y tierra”. El hecho es que en la lista que escuché se encontraba mi padre. Me provocó una sensación de alivio. Me dije que estaba entonces vivo y libre, lo que en realidad no era el caso para varios de la lista que ya habían sido apresados a esa hora, pero en el momento me sirvió de aliento frente a la inquietud que me embargaba: ¿dónde estaría mi padre? ¿habría ido a La Moneda? Solo tenía claro que mi padre no se entregaría y que ya vería manera de saber de él.

Cayó la tarde. Llegó uno de nuestros miembros de la jefatura y nos informó que había podido establecer un contacto telefónico con "el Bauchi" (Bautista Van Schouwen, torturado hasta la muerte y desaparecido en diciembre de 1973).  Su instrucción había sido: "hagan barricadas de dispersión". Nos miramos los presentes con silencioso desconcierto.

Nos pareció poco practicable lo de las barricadas de dispersión. Se empezó a planear en cambio el ataque a un retén de Carabineros cercano, con un mapa desplegado en una mesa. Me preguntaron si podía hacer de chofer operativo, a lo que dije que sí. Para mis adentros me dije "qué diablos, veremos", pues mi experiencia de manejo de autos con 16 años y sin licencia de conducir era más bien escasa. Entre tanto sonaba un repiqueteo de tiros sistemáticos a poca distancia de donde estábamos. Al caer la noche no lográbamos entender exactamente qué pasaba, pero nos dábamos cuenta de que se trataba de un enfrentamiento en la Escuela de Suboficiales de Carabineros, situada a pocas cuadras. Aníbal decidió cambiar el ataque al retén por una intervención en la situación del recinto de Carabineros. Había que averiguar quiénes resistían para ir en su ayuda y quienes atacaban. Me plantearon que fuera parte del grupo que saldría a averiguar la situación. Les dije esta vez que no me parecía una buena idea porque estábamos en toque de queda y cualquier control se toparía con mi cédula de identidad con el nombre igual al de mi padre requerido en la lista de la junta militar. Y salir sin identificación tampoco parecía muy recomendable. A los jefes les pareció razonable y salieron otros compañeros, sin que lograran aproximarse mucho al sitio del suceso ni lograr una apreciación más clara de la situación. Pasó la noche sin que pudiéramos hacer nada. A la mañana siguiente, me dijeron que me cortara el pelo largo que usaba entonces, porque podría ser peligroso en “situaciones de fuego”. Entretanto pasaban patrullas militares y en un momento se estacionó en la esquina un bus de Carabineros por largo rato. Es posible que alguien hubiera sospechado de nuestros movimientos. Permanecimos con gran tensión esperando el asalto. Al cabo de un par de horas se retiraron. Fueron saliendo varios grupos de a dos o tres de los nuestros a lanzar nuestras granadas artesanales a patrullas militares. Las granadas no funcionaron. Entre medio, en la televisión apareció la noticia del allanamiento de una casa en la que se encontraron materiales explosivos: era aquella en la que había estado el día anterior. 

En la tarde del día 12 fuimos evacuando la casa de la señora radical, en medio del toque de queda. Caminamos más adentro hacia la población Santa Julia, yo con cuatro granadas en los bolsillos de mi chaqueta de escolar y con la adrenalina alta. Nos acogió una pareja de pobladores, que también se trasladó a otro lugar. En su modesta casa permanecimos en la noche del 12 y el día 13 con mucha tensión, con el Pampa y el Titi, Miguel Ángel Acuña Castillo y Héctor Garay Hermosilla, estudiantes del liceo 7 detenidos y desaparecidos en 1974, y con cada vez menos posibilidades de hacer algo. Escuché con estupor por la radio los mensajes de apoyo al golpe militar de Sergio Onofre Jarpa a nombre del Partido Nacional y de Patricio Aylwin a nombre de la Democracia Cristiana.

El grupo decidió dispersarse al día siguiente y pasar a la clandestinidad como se pudiera, al cabo de tres días de intentar resistir. Me despedí de mis compañeros, a varios de los cuales no vería más, pues les esperaba la muerte unos meses o años después. Salí a llamar por teléfono en las cercanías para tratar de saber algo de mi familia. En una cabina telefónica hablé con un amigo, sin lograr averiguar mucho. Miré hacia un lado y vi un soldado en una patrulla detenida a unos diez metros, con unos cuellos naranjos que usaban, apuntándome con un fusil. Les debe haber llamado la atención un liceano con uniforme y el pelo cortado de manera un tanto extraña. Seguí hablando por teléfono, y finalmente la patrulla siguió su camino, para mi gran alivio. 

Me fui caminando largamente por calles interiores de Nuñoa hacia la casa de un tío, que no me recibió muy bien, pensando en conectar con mis padres, lo que logré después de varias peripecias. Mi padre ya estaba a salvo en la embajada de Venezuela, donde permanecería 9 meses sin salvoconducto antes de iniciar un largo exilio. Pasé por el Estadio Nacional en mi recorrido. Los movimientos me parecieron extraños. Ignoraba que ya era un campo de concentración, por el que pasarían presos varios de mis amigos, como Milton Lee, Ramón Barceló, Maité Albagly, y quien más tarde sería mi suegro y abuelo de mis hijos, Vicente Sota. La tragedia iniciaba su largo recorrido. 




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