"Tengo una duda, ¿qué genera más pobreza, el capitalismo o el socialismo?"
En una red social se me ha formulado la pregunta mencionada, lo que da pie para reflexionar al respecto, más allá de razonamientos binarios.
¿Dónde hay menos pobreza?
La evidencia muestra que los grupos sociales subordinados están en una mejor posición absoluta (niveles de ingreso y acceso a bienes y servicios) y relativa (nivel de desigualdad respecto a los grupos de altos ingresos) en la actualidad en economías de tipo mixto con sindicatos protagonistas de una negociación colectiva amplia de las condiciones de trabajo y elevados sistemas de tributación-transferencias, especialmente las nórdicas y otras europeas. Esto ha sido fruto de décadas de esfuerzos productivos y sociales y de avances, retrocesos y adaptaciones. Se trata de economías que han mantenido niveles salariales altos y sistemas de redistribución de ingresos y amplios servicios públicos sin que eso afecte su competitividad internacional. Esta articulación entre Estado, sociedad, mercados y economía mundial permite a los peor situados acceder a un mayor bienestar que el prevaleciente en los países del capitalismo salvaje, incluyendo una de las economías de más alto PIB por habitante como la de Estados Unidos (ver los indicadores de la OCDE y del PNUD). Por su parte, la superación reciente más rápida y vasta de la condición de pobreza absoluta de la mayoría de la población es la experimentada por China desde la década de 1980, mientras Cuba, en medio de penurias generalizadas, presenta indicadores sociales superiores a los de países capitalistas del mismo o mayor nivel de PIB por habitante.
Las caras del capitalismo
La evidencia también muestra que el capitalismo ha sido el sistema económico más dinámico de la historia, pero que se basa en una desigualdad estructural entre categorías sociales y en la depredación de la naturaleza. Es un sistema que se puede definir como el de predominio de la acumulación de capital (Wallerstein), con la consecuencia de una gran expansión productiva sujeta a ciclos y que, al mismo tiempo, produce una concentración económica en gran escala. Su característica principal es que subordina el trabajo (que no tiene control sobre sus medios y frutos), el bienestar colectivo y la resiliencia de los ecosistemas a la búsqueda privada de utilidades y rentas. Este predominio ha sido históricamente morigerado con mayor o menor intensidad desde las luchas sociales y la construcción de poderes estatales compensatorios, las que han dado lugar a redistribuciones salariales y a políticas desconcentradoras mediante Estados de bienestar social, aunque periódicamente son puestos en cuestión por la presión de la acumulación de capital y la magnitud de su poder en las sociedades y los sistemas políticos.
Diversas economías occidentales han sido moldeadas durante décadas por intervenciones de tipo socialdemócrata. Estas corrigen en parte la distribución desigual del ingreso y del poder económico propia del capitalismo, y en parte también favorecen su productividad mediante la socialización de la educación, las prestaciones de salud, el acceso a la vivienda y al transporte y a ingresos de reemplazo en caso de desempleo y enfermedad. La socialdemocracia clásica surgió de las prolongadas experiencias gubernamentales nórdicas de pacto social con sindicatos fuertes, de la influencia del laborismo británico en la posguerra y de las definiciones de Bad-Godesberg de la socialdemocracia alemana (el Estado donde sea necesario, el mercado donde sea posible) y su llegada al gobierno a partir de 1969, junto a la experiencia española de Felipe González. En los albores del siglo XXI, buena parte de la socialdemocracia derivó, sin embargo, hacia enfoques social-liberales, especialmente con Tony Blair en Gran Bretaña y Gerard Schröder en Alemania, que implicaron algunos retrocesos de los Estados de bienestar. La socialdemocracia clásica pudo funcionar en contextos de mercados laborales formales y de acuerdos entre agentes sociales representativos, con sistemas de cotizaciones obligatorias que sostienen la seguridad social. No es el caso de América Latina, con un empleo informal que va del 30% al 70% según los países, con sindicatos débiles en el sector privado y con financiamientos de las prestaciones sociales que deben provenir preponderantemente de los impuestos. Los sistemas políticos en el continente, bajo frecuente influencia oligárquica, suelen mantener impuestos bajos y regresivos (ver los datos comparativos de la CEPAL y la OCDE).
En paralelo, la división internacional del trabajo se fue orientando, desde el fin en los años 1970 de la edad de oro del capitalismo industrial fordista de posguerra (con aumentos de productividad acompañados de incrementos salariales que dinamizaron el consumo masivo), hacia la consolidación de cadenas globales de valor y más tarde la creación de un "capitalismo de plataformas" basado en las tecnologías de la información e internet. En esas cadenas globales se ha concentrado la expansión de la producción de bienes y abarcan hoy el 70% del comercio mundial. China logró desde los años 1980 una inserción industrial privilegiada en ese proceso de globalización en base a una combinación de planificación estatal, estímulo de la inversión extranjera, expansión de empresas públicas y apertura a los mercados internacionales, con una cierta liberalización de los mercados internos. Las grandes empresas estatales chinas se encuentran hoy entre las más importantes del mundo (incluyendo a tres de las diez mayores empresas globales por ventas, según Fortune). El resultado ha sido un aumento general de ingresos de la población de China en un tiempo histórico extremadamente breve y una salida masiva de la pobreza absoluta. Ya se habían desarrollado previamente capitalismos exitosos creados por un Estado intervencionista en diversos lugares de Asia, primero en Japón y luego Corea del Sur, Taiwan, Hong-Kong y Singapur, mientras posteriormente Vietnam ha seguido los pasos de China.
Por su parte, los capitalismos periféricos tradicionales en América Latina, Africa y Asia siguieron limitándose a la producción de materias primas y de insumos para las cadenas productivas globales, con frecuencia en base a bajos salarios, baja elaboración industrial y alta carga ambiental en la extracción de recursos naturales, con intervenciones estatales mínimas, especialmente en la etapa del neoliberalismo del Consenso de Washington de fines del siglo XX. Han sido mantenidos por grupos dominantes de conducta rentista en posiciones subordinadas en las relaciones centro-periferia, heredadas del pasado colonial o de la posguerra y luego reconfiguradas en la etapa de globalización financiarizada contemporánea. Dicho sea de paso, el capitalismo chileno se puede caracterizar hoy como un híbrido entre el social-liberalismo y el capitalismo salvaje, lejos de lógicas socialdemócratas con impuestos altos y sindicatos fuertes o Estados desarrollistas con políticas industriales activas de estilo asiático.
Las limitaciones de la centralización económica
Las experiencias de centralización económica a partir de la revolución rusa de 1917 -conocidas como socialismo real- permitieron progresos sociales en sus fases iniciales, pero sin dinamismo suficiente en el largo plazo, lo que provocó su colapso endógeno en la década de 1990.
Karl Marx había definido el socialismo y el comunismo en el siglo XIX como un proceso en el que los trabajadores se asocian libremente al abolirse la propiedad privada de los medios de producción y desaparecer la condición salarial, con dos fases distributivas. La primera era aquella en la que la asignación de recursos debía regirse por la regla de "a cada cual según su trabajo". La segunda sería aquella en que la regla distributiva sería "de cada cual según sus capacidades a cada cual según sus necesidades", una vez desarrolladas suficientemente las fuerzas productivas. Este enunciado genérico no se acompañó de una precisión mayor de sus mecanismos de aplicación, los que Marx entendía debían desarrollarse en las dinámicas históricas específicas. Esta manera de concebir una vida social emancipada resultó a la postre de difícil aplicación práctica y terminó bifurcando en la historia hacia regímenes burocráticos de partido único (cuya máxima expresión es hoy día la dinastía de Corea del Norte, mientras en el pasado lo fue la URSS) o hacia capitalismos reformados.
La URSS derivó, en efecto, en un capitalismo de Estado. Paul Mattick afirmó adecuadamente que "hay naturalmente diferencias entre el capitalismo de empresas privadas y el capitalismo de Estado. Pero involucran a la clase dominante, y no a la clase dominada, cuya posición social permanece idéntica en los dos sistemas". Para Cornelius Castoriadis, "la presentación del régimen ruso como 'socialista' -o como teniendo alguna relación con el socialismo- es la mayor mistificación conocida de la historia". Lo es aún más la simpatía de algunos con el capitalismo oligárquico de Putin, heredero de la URSS. Los actuales sistemas estatales de China y Vietnam, dirigidos por partidos comunistas sin competencia democrática, son en realidad regímenes de rasgos autoritarios que gestionan un capitalismo mixto dinámico.
La existencia de mercados, por su parte, no es sinónimo de capitalismo, pues lo precede en la historia, como subrayó el historiador Fernand Braudel. Además, sociedades no capitalistas pero con mercados que asignan recursos en determinadas áreas son perfectamente concebibles. El socialismo moderno se puede definir hoy como aquel sistema en el que se produce desde la sociedad y el Estado una orientación de la economía hacia fines sociales y estructuras distributivas equitativas, conducentes a una igualdad efectiva de oportunidades de autorrealización. No tiene por qué definirse por la estatización de todos los medios de producción, en una lógica de mera oposición al capitalismo y al mercado, ni menos traducirse en un régimen de partido único (lo que los fundadores del socialismo nunca propusieron). Pero tampoco se puede asimilar a un capitalismo reformado que conserva estructuras de desigualdad y exclusión social.
Hacia una economía del interés general
Se puede considerar superior a las distintas variantes de capitalismo y a los regímenes burocráticos aquel sistema social basado en un "ethos conductual de cooperación" (John Roemer) que pueda incluir a) un régimen político plural de democracia representativa para decidir ciertas cosas y directamente participativa para decidir otras, que garantice derechos fundamentales, sea paritario y respete la diversidad y b) un régimen de economía mixta de interés general, en el que cada cual pueda "vivir bien una vida buena", en la expresión de Ronald Dworkin. Esto requiere que prospere la vida de todo ser humano, sea cual fuere su condición, y se haga efectiva la responsabilidad que debe tener toda persona sobre su propia vida para conseguir que prospere, con resultados eventualmente distintos de acuerdo a las preferencias y opciones no socialmente condicionadas. Las acciones públicas deben permitir acceder a todos los miembros de la sociedad a una base de resultados en ámbitos de la vida humana como el acceso a un hábitat adecuado, a ingresos mínimos, a la atención de salud, al goce del medio ambiente y de los bienes comunes, a la educación, a la formación continua y a las diversas expresiones del conocimiento y de la cultura.
Una agenda de igualdad efectiva de oportunidades debe incluir la corrección de las barreras que impiden la igualdad de acceso a distintas posiciones sociales, pero puede no ser una condición de justicia distributiva suficiente en la sociedad. Debe, siguiendo a Gerald Cohen, completarse con la reciprocidad comunitaria, definida como el principio “según el cual yo le sirvo a usted no debido a lo que pueda obtener a cambio por hacerlo, sino porque usted necesita o requiere de mis servicios, y usted me sirve a mí por la misma razón”. Esto requiere impedir la dominación de poderes privados asimétricos sobre el resto de la sociedad, como sostiene Philip Pettit, o de burocracias estatales que desvíen la acción colectiva en su propio beneficio, como sostiene Isaac Deutscher.
Una economía mixta de interés general es la que subordina la acumulación de capital a fines sociales y ecológicos en cada sociedad. El interés general se puede definir, siguiendo al jurista Didier Truchet, como una noción que "designa siempre las necesidades de la población, o para retomar la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 'la necesidad pública': es de interés general lo que esas necesidades comandan o permiten en un lugar dado y en un momento dado". En ese sentido, puede llegar a ser una superación del capitalismo como acumulación y concentración ilimitada de recursos económicos si incluye la participación de los asalariados en la empresa, en las que las utilidades se reparten entre el trabajo y el capital aportado. Y requiere contener en límites socialmente determinados las diferencias de ingreso y riqueza que resulten del proceso económico, mediante mecanismos de tributación-transferencias de redistribución y, como hemos postulado, limitando las grandes herencias.
Una economía para el interés general debe ser mixta y plural en tanto incluya ámbitos socializados y otros regulados con mercados descentralizados. Debe proponerse hacer crecer ciertas cosas y decrecer otras, con una base productiva dinámica que incluya empresas públicas estratégicas, empresas privadas con fines de lucro, empresas privadas con fines múltiples y empresas y actividades de economía social y solidaria. A esta estructura de agentes económicos se le puede llamar democracia social y ecológica (ver el libro "Esto no para más") o economía del bien común -en la expresión del Nobel Jean Tirole- o como se quiera. Contiene elementos, experiencias y componentes que ya existen parcialmente en la actualidad o que en están en perspectiva de ser desarrollados, especialmente en las transiciones ecológicas y energéticas en curso. Las corrientes socialistas centralizadoras privilegiarán las empresas públicas, las socioliberales las empresas privadas reguladas y las sociodescentralizadoras la economía social y solidaria, en el entendido que el libre juego democrático permitirá que las corrientes liberales defiendan la desregulación de los mercados y su consecuencia, el predominio del capitalismo salvaje.
Este carácter mixto requiere de la planificación democrática, incluyendo la incidencia en precios clave de la economía como los salarios mínimos, las tasas de interés, el tipo de cambio, las tarifas de servicios básicos y el precio de emisión de gases con efecto invernadero, así como de la provisión estatal (aunque no necesariamente mediante producción estatal) de bienes comunes -ambientales, sociales y culturales- así como la de bienes de consumo colectivo o con efectos colectivos sustanciales (externalidades). Y también requiere de mercados que aseguren los múltiples intercambios descentralizados y desconcentrados necesarios para la producción de bienes y servicios útiles a la sociedad, en procesos que estimulen la innovación y la eficiencia con el límite de hacer posible un creciente bienestar equitativo y sostenible. Esto supone el análisis de "las situaciones en las que el interés individual es compatible con esa búsqueda del bienestar colectivo y aquellas en las que, por el contrario, constituye un obstáculo", en palabras de Tirole, dando lugar a las respectivas regulaciones públicas.
En todo caso, será indispensable planificar con lógica de economía de interés general (y no de "mano invisible del mercado") una acción sistémica de control del cambio climático que ha provocado el capitalismo (reitero, aquel sistema en el que predomina el capital concentrado en gran escala y su lógica de acumulación por sobre el trabajo, el bienestar colectivo y la resiliencia de los ecosistemas) progresivamente desde la revolución industrial, además de la polarización social que le es intrínseca. Y así evitar que la persistencia de la acumulación descontrolada de capital se transforme en un proceso catastrófico para la propia supervivencia humana.
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