Los dilemas de la oposición y de la izquierda



Para analizar los actuales dilemas de la oposición y de la izquierda, hay que remontarse un poco en la historia reciente. Cabe recordar que terminar con la dictadura implicó juntar a las más amplias fuerzas democráticas, lo que suponía desechar una poco viable opción insurreccional y buscar una movilización masiva de desborde y también un pacto de salida, lo que ocurrió. En paralelo, después de la experiencia de la polarización extrema de 1970-73, una conclusión más o menos generalizada fue que, para que fuera estable, todo proyecto de cambio debía concebirse con gradualidad y con entendimientos con el centro, cuya expresión partidaria, la DC, estuvo disponible para iniciar un camino de gobiernos de coalición con la izquierda socialdemócrata y socialista y los radicales. En cambio, el Partido Comunista experimentó una radicalización que aumentó su realidad de exclusión y que contrastó con su previa historia vinculada tanto a las instituciones como al movimiento social. Se abrió una prolongada grieta en la izquierda que hizo que la transición fuera dominada por el centro político. 

Estos procesos marcaron una evolución política de tres décadas con éxitos (estabilidad democrática, crecimiento económico, aumento del gasto social, lento pero significativo avance en materia de derechos humanos) y fracasos, el principal de los cuales fue la persistencia de la desigualdad y la concentración extrema de la riqueza, provocada por una cierta aceptación resignada de la continuidad del dominio oligárquico sobre las instituciones. Esto desdibujó a la postre tanto al centro como a la izquierda en una nebulosa llamada "centroizquierda", es decir un centro blando, pragmático y burocratizado. Los partidos tradicionales perdieron su conexión con la sociedad y sus aspiraciones y no se hicieron cargo de las frustraciones de las nuevas generaciones, en medio de un fuerte cambio económico, social y cultural. Esto permitió la reconstrucción de la derecha como alternativa, beneficiada por privilegios institucionales indebidos y por la abstención creciente y finalmente masiva del electorado joven y aquel que las izquierdas y el centro dejaron de representar. En efecto, se consagró en los últimos quince años una evolución clientelista -luego de una prolongada exposición al poder gubernamental- de los partidos progresistas tradicionales, que perdieron su empuje transformador en favor de la presencia en el Estado. Estos factores llevaron a dos victorias de la derecha, cuya carencia de todo proyecto integrador provocó la crisis de 2011, que evidenció la ausencia de movilidad social efectiva indispensable para estabilizar el orden económico-social híbrido existente en el país, es decir una mezcla finalmente explosiva de liberalismo económico y social extremo, de presencia estatal en algunos ámbitos y de cierto aumento del gasto social. Y esa carencia de proyecto integrador llevó más tarde a la crisis social y política actual, que terminó cuestionando al conjunto del sistema de representación y rompió finalmente el status quo post transición.

Aquellos a los que la transición siempre nos pareció un momento necesario pero que debía ser breve en la evolución institucional, y ciertamente no constituía un modelo de acción política ni menos de sociedad, acogimos esta ruptura con entusiasmo, pero con la idea de que tenga una traducción política que sea una alternativa a la ingobernabilidad. Desde el ángulo de la izquierda democrática, a cuyas ideas adscribimos (ver https://lamiradasemanal.cl/en-defensa-de-la-izquierda-por-gonzalo-martner/), delinear esa alternativa no tiene nada de imposible. Para establecer una nueva constitución en las condiciones pactadas el 15 de noviembre de 2019, se requiere que un tercio de izquierda con convicciones y fuerza política impida todo intento de dar continuidad al dominio oligárquico. Además, ese tercio sólido debe promover un nuevo orden en lo institucional (con reconocimiento de un estado plurinacional, paritario y descentralizado), en lo político (con normas de aprobación de las leyes que reflejen el principio de mayoría con respeto pero sin veto de la minoría), en lo económico (con normas que habiliten el rol del Estado en la economía), en lo social y cultural (consagrando derechos como los que Chile ya firmó en la materia décadas atrás en tratados internacionales) y en lo ambiental (con derecho a un medio ambiente libre de contaminaciones y el deber de preservar la resiliencia de los ecosistemas). Para eso se necesita una lista a la Convención Constitucional con esos propósitos que obtenga al menos un tercio, la que debe unir al menos al Frente Amplio con el aporte del socialismo y el progresismo de izquierda (y sin los liberales y otros que tienen concepciones económicas de derecha) y del pacto del PC y el regionalismo. Al parecer, ese ha sido el sentido de los reacomodos y crisis de las últimas semanas de y en diversos grupos políticos, con un decantamiento más bien positivo, aunque en medio de bastantes confusiones que no ayudan a recomponer el nexo entre ciudadanía democrática y política, que en primer lugar necesita claridad. Es de esperar que el punto de partida haya sido el plebiscito del 25 de octubre y que este no haya sido una golondrina que no hace verano. La neo-concertación (Unidad Constituyente) ojalá se sume a posiciones de este tipo, pero se debe razonablemente ser escéptico por su carácter líquido, la presencia en su seno de neoliberales convencidos y por la tendencia de los que no lo son a pactar posiciones burocráticas antes que posiciones políticas. A partir de una base primordial sólida de una izquierda recompuesta en la diversidad, que incluya a fuerzas con otras adscripciones como el regionalismo, el feminismo y el ecologismo, se podrá buscar los demás acuerdos para consagrar una nueva constitución despojada de lastres dictatoriales y oligárquicos que permita un reencuentro de toda la sociedad con las reglas democráticas de convivencia.

En un plano más inmediato, para conducir los nuevos gobiernos regionales y los municipios a partir de 2021, es razonable que se busquen acuerdos del conjunto de las fuerzas no derechistas para decantar candidaturas mediante primarias o, en el caso de los gobernadores regionales, acuerdos de segunda vuelta. Estos procesos están más o menos en curso, no sin dificultades, con un sistema de partidos muy fragmentado.

Para un nuevo gobierno, se requiere construir una alternativa a la derecha que no reproduzca la experiencia de la Nueva Mayoría. De paso, resulta risible el anticomunismo del que hacen gala quienes gobernaron cuatro años con el PC entre 2014 y 2018. La lección es que en ese amplio bloque nunca hubo un acuerdo programático ni coherencia gubernamental, en especial en materia laboral, tributaria, educacional y de salud, con un boicot que venía no solo desde la derecha sino también desde los neoliberales dentro del gobierno y sus aliados en el parlamento que supuestamente apoyaban a la presidenta Bachelet. 

Un próximo gobierno debe construirse con un acuerdo de cuatro años sólido y reclamable a todos sus componentes durante todo el período de gobierno, lo que requiere de un liderazgo presidencial basado en convicciones y, vista la experiencia, en la voluntad persistente de hacerlas avanzar. Un cambio hacia un nuevo régimen semipresidencial puede, eventualmente, implicar que ese acuerdo de gobierno se vote en el parlamento por una mayoría que se comprometa sólidamente por cuatro años. Si ese cambio demora o no se produce, de todas maneras el acuerdo de coalición con mayoría en el parlamento debe ser la base de la gestión gubernamental a partir de marzo de 2022, en vez de la incoherencia del gobierno anterior o del caso a caso desastroso del actual gobierno. Parece del todo evidente que la tarea principal del nuevo gobierno va a ser, además de hacer funcionar la nueva constitución, conducir una salida de crisis con una prioridad en la creación de empleos decentes y de nuevos soportes de ingresos para los sectores más frágiles de la sociedad. Esto supondrá una política macroeconómica y tributaria coherente para reestimular el consumo mediante redistribución de los ingresos, ampliar la inversión en infraestructura, bienes públicos, espacios urbanos y recuperación de los ecosistemas, diversificar la economía con énfasis en un nuevo modelo energético y de industrialización pertinente y sostenible de los recursos naturales, junto a establecer mecanismos de seguridad social dignos de ese nombre en pensiones y salud y un impulso a la educación pública, en un todo coherente que conduzca hacia un nuevo modelo de desarrollo y bienestar.

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