Los partidos, los independientes y Michelle Bachelet


Criticar a los partidos es parte del estado de la esfera pública de hoy. No se trata de criticar lo que hacen o no, sino que se llega crecientemente a cuestionar su existencia en tanto tales. Es bastante sorprendente ver en estos días que personas que se agrupan por afinidad de ideas políticas se autodenominen independientes. Pero en realidad no debiera sorprendernos tanto, dado que esto viene desde bastante atrás, con unos supuestos gremialistas agrupados en el partido más poderoso del país, pero que se autodenominan independientes (lo de demócratas es necesariamente materia de discusión). Cuando se es parte de un grupo con ideas políticas compartidas que se presenta a elecciones, por definición se renuncia a una parte de la independencia personal y se está en una organización política. Decir que eso no es un movimiento o partido político es publicidad engañosa, simplemente.

Otro tema distinto es el de la representación política directa que buscan organizaciones sociales, lo que es del todo legítimo, aunque también hay un problema. Si se remiten a representar sus intereses específicos, entonces no asumen alguna idea del interés general que es indispensable en la redacción de una nueva constitución, por ejemplo, o en cualquier legislación. A contrario sensu, si trasciende los intereses particulares, entonces una organización social se transforma en una organización política propiamente tal, dotada de alguna idea de sociedad. Así nacieron, por lo demás, buena parte de los partidos de izquierda en Europa y América Latina.

Pero el hecho es que hoy la idea de la representación colectiva está en una profunda crisis. Ser independiente (yo y mis circunstancias) es un atributo, ser miembro de un movimiento o partido político (compartir colectivamente un proyecto de sociedad) es un estigma. Convengamos que el tema viene de muy lejos. Los liderazgos en la sociedad chilena siguen teniendo un sello caudillista, en la antigua tradición hispánica (la cultura política española y europea actual es, en cambio, predominantemente partidaria) y latinoamericana, y procuran distanciarse de cualquier partido.

Por ejemplo, Michelle Bachelet declaró en un reciente seminario que "si yo no hubiera sido ministra de Defensa jamás hubiera estado en la retina de la población chilena para ser una candidata a la Presidencia y si no hubiera estado en la retina de la población chilena, jamás mi partido me hubiera llevado como candidata a la Presidencia, siendo yo miembro del Comité Central, de la comisión política de mi partido, teniendo una larga historia política". Michelle Bachelet reconstruye la historia a su manera, poniendo el acento en que ella se impuso a los partidos políticos desde el pueblo, empezando por el suyo, lo que simplemente no es cierto, pues hubo una interacción entre el partido al que pertenecía, el sistema de partidos y el entorno en el que se desenvolvía la sociedad civil. Y es sorprendente su afirmación según la cual “yo tuve grandes dificultades al comienzo. Más que de discutir mis ideas se preocupaban de cómo me vestía, de si el zapato se me quedaba enterrado en no sé dónde, de si se soltaba alguna cosa del chaleco”. Esto tampoco es cierto.

No es correcto criticar innecesariamente a otros si lo que se quiere es afirmar algo fundamental: los méritos y deméritos del liderazgo de Michelle Bachelet se deben exclusivamente a ella y a nadie más en lo principal y tuvo que batallar intensamente contra una política y una sociedad machistas. Pero puedo testimoniar que muchos discutimos con ella en el PS ampliamente sobre sus ideas para el futuro, aunque no siempre estuviéramos de acuerdo, con respeto y la debida consideración que merece el debate de ideas. Y que ese era el sello principal del desafío original. Y que en el PS si había feministas -mujeres y hombres- que la apoyaron desde el principio en todo lo que pudieron con una audacia “irrealista” que contrastó con el posterior pragmatismo de su ejercicio gubernamental. Y que la dirigencia principal del PS desde mucho antes de que fuera ministra de Defensa le propuso la candidatura presidencial, por sus convicciones, capacidades y trayectoria y para que por primera vez hubiera una mujer presidente de Chile, dijeran lo que dijeran las encuestas y los prejuicios sobre una mujer al mando del Estado. Por supuesto que más de alguno o alguna pudo haber tenido motivaciones subalternas -cuando no- pero en lo principal hubo un colectivo que aceptó el desafío de innovar en el tipo de liderazgo, lo que no era para nada evidente. La lectura hecha una vez que los hechos ocurrieron siempre será muy distinta y parecerá obvia.

Para muchos de nosotros, ella era el mejor liderazgo del que disponían los socialistas, a lo que se contraponía la idea de que una mujer no podía dirigir el país “todavía”. Ayudó a que ese prejuicio perdiera fuerza poco a poco el que en la DC la candidatura para suceder a Ricardo Lagos fuera la de Soledad Alvear. En el PS, se descartó expresa y tempranamente la candidatura de José Miguel Insulza (2001) y se planteó la de Michelle Bachelet cuando solo empezaba a tener un reconocimiento público, a la vez que el gobierno de Ricardo Lagos tenía mucho tiempo por delante. A la postre, la declinación de José Miguel Insulza se hizo de buena manera y con elegancia. Luego la idea de la primera mujer (socialista) presidenta fue avanzando al afianzarse la popularidad de Bachelet y consolidarse la de Lagos. La asumió también tempranamente el conjunto del PPD (2003), luego de muchas conversaciones con los socialistas, y más tarde de manera decisiva el propio Ricardo Lagos. Y hasta que yo dirigí el PS (2005) ningún responsable político le habló a Michelle Bachelet -anecdóticamente habrá habido el que nunca falta - sobre su vestimenta ni nada semejante, sino que se puso a su disposición en lo que necesitara. Y así lo hizo, con todas las imperfecciones del mundo, incluyendo un reemplazo de la dirección a meses de la elección, pero así lo hizo. Incluso una de las discrepancias que sostuvimos es que ella no quería que el apoyo del PS fuera muy visible, porque entendía que eso restringía su convocatoria, mientras nosotros sosteníamos que debíamos consolidar el espacio propio de apoyo para que no hubiera dudas respecto a su partido, lo que era indispensable para buscar otras adhesiones, como efectivamente ocurrió. Cuando proclamé públicamente su candidatura en el aniversario del PS en abril de 2004, ella no estuvo de acuerdo y aceptó con dificultades estar presente en el Estadio Chile ante miles de personas. Yo asumí la responsabilidad en nombre de la dirección -para eso están las direcciones- de expresar ese apoyo sin condiciones, lo que se tradujo en un distanciamiento durante semanas. Entonces no es que el PS no la apoyara, sino que ella no quería demasiado su apoyo.

Los partidos progresistas han tenido demasiados defectos en la historia reciente como para agregar unos que no tuvieron. En cambio, sí tuvieron el mérito de apoyar con éxito y colaborativamente en dos ocasiones a una mujer destacada para que fuera presidente de Chile, cambiando en parte la historia para las nuevas generaciones de mujeres en el país y para la sociedad en su conjunto. En ese apoyo no faltó nadie. Como dirigente socialista en una parte de esa época, no me arrepiento en absoluto de lo que se hizo. El mérito principal es de ella, incluyendo haber obtenido el apoyo de los partidos progresistas, pactado coaliciones y obtenido mayorías electorales contundentes. Pero más de algún rol le cupo a estos partidos (el papel de Victor Barrueto en el PPD fue muy relevante), al presidente Lagos y al mundo social que representaban y, además, a personas importantes de la DC, que también fueron decisivos en sus dos victorias.

Otra cosa es la apreciación que se tenga sobre su gestión gubernamental, que yo por ejemplo he criticado -a pesar de la confianza que me expresó al pedirme que fuera por un año embajador al terminar su primer gobierno, lo que en mi visión no incluía dejar de tener una opinión propia- por preferir por razones pragmáticas un enfoque neoliberal en lo económico y permitir compromisos regresivos de su coalición -cada vez más dividida- en materia tributaria y laboral. También critiqué la ausencia de diseño constitucional (presentar una nueva constitución una semana antes de dejar el cargo en su segundo gobierno no es algo digno de un gran recuerdo) y su política hacia la Araucanía, en medio de la corrupción y descontrol policial. Otra cosa es también la apreciación que se tenga sobre la lamentable evolución burocrática -luego de una prolongada exposición al poder gubernamental- de los partidos progresistas tradicionales, que se desconectaron del mundo social y cultural que representaban y perdieron todo empuje transformador en aras de la presencia clientelista en el Estado. Estos factores llevaron después de 20 años a dos victorias de la derecha, la última de las cuales terminó por desencadenar la crisis actual en la que el conjunto del sistema de representación está en el suelo. Pero, en la expresión consagrada, esa es harina de otro costal, en la que la clave es que no se discute sobre los gobiernos de Bachelet con el prisma de que era una mujer, sino bajo el prisma de lo que quiso o no quiso hacer o sobre lo que pudo o no pudo hacer, como respecto a cualquier otro gobierno. Ese es el legado principal de la ex presidenta, que rompió una barrera cultural que parecía infranqueable, por lo que los que tenemos convicciones igualitarias le estaremos siempre agradecidos, aunque ella no valore demasiado el rol de los partidos igualitarios. En su descargo, es la opinión muy mayoritaria de la sociedad chilena, lo que no por eso deja de entrañar un peligro latente para su futuro. Las regresiones autoritarias suelen empezar con el derrumbe de los partidos políticos democráticos.

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