“El capitalismo puede salvar el día, pero solo cuando el gobierno ejerce su poder”



Existen en las sociedades contemporáneas riesgos de gran magnitud que solo puede abordar la acción colectiva del Estado. Neil Irwin ha sostenido en un reciente artículo en el New York Times que ”los nueve meses de la pandemia han mostrado que en un Estado moderno, el capitalismo puede salvar el día, pero solo cuando el gobierno ejerce su poder de guiar la economía y actúa como última instancia de absorción del riesgo”. 

Cabe hacer consideraciones algo más complejas sobre el capitalismo, como por ejemplo que el mercado como mecanismo de asignación descentralizada de recursos con agentes económicos que no fijan los precios sino que los reciben de la interacción entre consumidores y productores es algo distinto al capitalismo. El mercado tiene una función necesaria en cualquier economía moderna, en la que solo algunos precios y cantidades claves pueden planificarse con razonable probabilidad de éxito. En cambio, el capitalismo está lejos de ser necesario, aunque sea el horizonte de nuestro tiempo. Como señala Fernand Braudel, el capitalismo no es el mercado, sino un sistema específico de concentración económica en el que los mercados se encuentran predominantemente intervenidos por monopolios y oligopolios, tanto en las transacciones de bienes como de capital y en el acceso al trabajo. Y agreguemos que las economías deben evolucionar hacia algo más que salvar el día, que ya es importante, como por ejemplo hacia un modelo de prosperidad compartida en el que prevalezca una igualdad efectiva de derechos y de oportunidades.

Pero el hecho es que, en efecto, las respuestas descentralizadas de mercado y el capitalismo de plataformas lograron mantener la cadena de aprovisionamiento de alimentos y otros bienes básicos, con pocas excepciones, en la crisis de 2020. En el mundo industrializado -pero no en Chile- diversas empresas reorientaron con rapidez su producción para fabricar ventiladores y material de protección sanitaria. En materia de vacuna contra el COVID-19, aunque todavía no se llega a resultados finales, se está muy cerca, gracias a los logros de compañías de biotecnología y farmacéuticas de diversas partes del mundo. En Estados Unidos, como indica Irwin, “la Operación Warp Speed usó una mezcla de incentivos financieros para llevar al sector privado a invertir en el desarrollo de vacunas en una escala y velocidad que no podría haber abordado por sí solo. El Congreso autorizó una legislación para apoyar a millones de pequeñas empresas, muchas de las cuales hubieran cerrado de otro modo, y canalizó dinero a americanos comunes y corrientes para ayudar a prevenir un colapso en el gasto. La Federal Reserve anunció que permanecería presta para comprar cientos de miles de millones en bonos y otros activos, asegurando que las grandes compañías tuvieran acceso al capital incluso en una situación de colapso del mercado”. Aunque el manejo sanitario de la pandemia por Trump fue lamentable y perdió la elección, los acuerdos con los demócratas han permitido una acción importante del Estado en la crisis.

No olvidemos, además, que la base de la industria farmacéutica es la protección estatal de patentes, aunque con una lógica bastante discutible desde el punto de vista del interés público, en tanto en ocasiones subsidia utilidades gigantescas y genera sobreprecios para los usuarios limitando su rol sanitario y contrariando las políticas de salud. Pero el hecho es que sin la intervención estatal las vacunas y muchos medicamentos no existirían, a la vez que dependen fuertemente de la investigación en ciencia básica (en especial en biología y química molecular) desarrollada en laboratorios y universidades públicas o subsidiadas en todo el mundo.

En nuestro país, la política monetaria reaccionó rápido, pero sin modificar la asimetría de poder en el sector bancario, que hizo poco ágil el acceso al crédito de emergencia y algunos casos simplemente no funcionó, sacando a muchas empresas pequeñas y riesgosas del mercado y generando una enorme crisis de empleo.

¿Qué se ha dicho en otras partes?: "Lo más grave es la pérdida de empleos. Es un riesgo sobre el tejido social, el ingreso de los hogares, la demanda y el crecimiento". ¿Es este otro pronunciamiento de algún economista de izquierda azorado por la crisis y sus efectos sobre la ciudadanía de a pie y que insiste en que actuar con apoyos a los afectados por la crisis es una política racional y necesaria? No, es lo que declaró Christine Lagarde, que proviene de la derecha francesa y hoy es presidenta del Banco Central Europeo, el 19 de octubre. Y agregó: "los gobiernos de la zona euro debieran estar extremadamente atentos al respecto. Nos parece esencial que las redes de seguridad presupuestaria puestas en funcionamiento por los gobiernos en esta crisis no sean retiradas prematuramente".

En momentos en que el gobierno en Chile decidió terminar con el Ingreso Familiar de Emergencia -en nombre de un subsidio al empleo que abarca a 160 mil personas en vez de los 8 millones del IFE- y no se toman medidas de reforzamiento del seguro de desempleo en un contexto de 2,8 millones de cesantes, la voz del Banco Central no se escucha para nada. El BCE no solo no propugna contenciones presupuestarias, mientras en Chile el presupuesto 2021 no crecerá en términos reales y el BCCh no dice nada, sino que su presidenta Lagarde, frente a la pregunta sobre la magnitud del apoyo presupuestario a los países que por primera vez se puso en práctica por 750 mil millones de euros en 2020, contestó: "desde abril había insistido sobre la necesidad de un plan consecuente, rápido, flexible, pero también focalizado sobre los países y sectores que más lo necesitaban. Según nuestras cifras, esto correspondía a un gasto entre 1.000 a 1.500 miles de millones de euros". Se agregó a los ya significativos planes nacionales un plan para 2021 de 5% del PIB europeo, que Lagarde defendió se ampliara hasta 10% del mismo.

¿Se imaginan al Banco Central chileno planteándole al gobierno que gaste hasta el doble del presupuesto anticrisis establecido?

Sería tomado como una humorada. Nuestros economistas oficiales le tienen pánico a que su acción sea acusada de populista y los que tienen un origen en la izquierda se sienten obligados a dar explicaciones y mostrar credenciales neoliberales. Viven en el planeta de los supuestos automatismos de mercado, de los intereses del capital financiero por sobre cualquier otra consideración y de la inacción frente a una crisis de producción y empleo que, si no ha sido mayor, se debe al uso de los ahorros de los trabajadores que la sociedad y el parlamento le han impuesto al gobierno.

El dogmatismo ultraliberal de los economistas chilenos -influenciados por décadas por la escuela de Chicago y sostenidos por la gran empresa y las cadenas de prensa- no ha permitido que en la cabeza del actual gobierno -y en otros temas en los anteriores- se haya querido utilizar las capacidades construidas por el Estado de Chile para enfrentar el riesgo de colapso macroeconómico. Y menos ha actuado para generar una capacidad industrial nacional en materia de equipamientos médicos y vacunas, salvo pequeñas iniciativas sin impacto.

De modo que en Chile ni siquiera es pertinente la discusión sobre la propiedad intelectual de las vacunas o las innovaciones en tecnología médica, porque el apoyo público casi no existe (se gasta en investigación y desarrollo el 0,4% del PIB) ni tampoco el empresariado privado dispuesto a asumir riesgos. Todo se compra afuera, a altos precios, con las divisas que vienen de la explotación de materias primas o la exportación agro-forestal o pesquera, en la que pocos grandes empresarios -cada vez más con inversión extranjera en gran escala de por medio - tienen utilidades por sobre la media. El resultado del “modelo económico” ha sido, entre otros efectos, los altos precios de insumos básicos que pagan los "consumidores", es decir la ciudadanía de a pie que recibe salarios bajos por su trabajo o accede a empleos inestables o derechamente precarios e informales.

En materia de gestión macroeconómica, se cambió en 2020 en medio de la crisis la ley del Banco Central para permitir la compra indirecta de bonos públicos en mercados secundarios en caso de colapso financiero. Hasta ahora la ley impedía absurdamente que el Banco Central adquiriera documentos emitidos por el gobierno y financiara el gasto público con créditos, supuestamente para evitar que la política monetaria estuviera guiada por la contingencia política, en otro de los enclaves contra-mayoritarios de la constitución de 1980. Pero de manera también absurda se impidió la compra directa de bonos por el Banco Central, como en Estados Unidos, y se restringió al mercado secundario. Esto quita márgenes de acción en situaciones críticas y además generará utilidades financieras privadas en la intermediación en caso de crisis de liquidez para financiar actividades públicas de apoyo a las empresas y las personas.

El colapso económico se ha evitado por otra vía: el masivo retiro de los fondos previsionales (nada menos que un 7% del PIB), contra la opinión del gobierno, y por el uso de las cuentas personales del seguro de cesantía (cerca de 1% adicional). El retiro de fondos de AFP y el agotamiento de las cuentas individuales del seguro de cesantía no son las medidas más pertinentes desde el punto de vista de la eficiencia y la equidad, pues es el gobierno el que está en mejores condiciones de apoyar a los más afectados y sostener la demanda agregada utilizando sus reservas y capacidad de endeudamiento a bajo costo, esfuerzo sin el cual el desempleo se mantendrá por largo tiempo. El parlamento ha forzado autorizar a recurrir a los ahorros de las personas porque los economistas de rutina en Chile no han estado a la altura y no han querido utilizar las fortalezas construidas durante décadas precisamente para intervenir en estas ocasiones.

El acuerdo fiscal entre el ministro de Hacienda y algunos representantes políticos incluyó una cifra de 12 mil millones de dólares de gasto público en dos años, centrada en subsidios a las empresas, que el ministro de Hacienda trata de defender en estos días haciendo comparaciones abusivas para justificar su inacción en el momento en que termina con el IFE. Esta cifra es insuficiente para abordar la magnitud de la crisis, no utiliza todos los recursos disponibles y no prioriza a los más necesitados. Y además la conducta gubernamental tiene una pretensión insólita: supuestamente el acuerdo se aplicará hasta el primer año del próximo gobierno, para "amarrarlo", con la venia de senadores de la oposición.

Evidentemente eso no va a ocurrir, porque habrá un nuevo presidente y un nuevo parlamento, que seguramente aplicarán desde el primer día un plan de estímulo de gran envergadura liderado por extensiones de salarios y servicios y por la inversión pública, construyendo un equilibrio diferente en los roles del Estado, el mercado y la iniciativa social.

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