La economía y la transformación social: lecciones del pasado

En La mirada Semanal

Este septiembre se conmemoraron los 50 años del triunfo de la Unidad Popular. Impresiona que el tema siga teniendo una presencia destacada en el imaginario colectivo. Como dijo en estos días Manuel Antonio Garretón, es como si en 1970 se hubiera resaltado la victoria de Arturo Alessandri en 1920, lo que no ocurrió en absoluto, aunque se tratara del principio del quiebre parcial del dominio oligárquico en Chile.

 

El hecho es que vuelve de modo recurrente el debate sobre la viabilidad del proyecto transformador de Salvador Allende, que abordó en simultáneo un gran cantidad de reformas estructurales. En breve tiempo, Allende acometió nada menos que la nacionalización de la minería (mediante reforma constitucional), de la banca (a través de la compra de acciones), de los grandes grupos industriales (usando decretos de intervención para continuidad de abastecimientos) y, finalmente, la aceleración del fin de los latifundios utilizando la reforma constitucional y la ley de 1967 para transformarlos en propiedad agrícola cooperativa y/o campesina de pequeña escala. Además, el gobierno de Allende puso en práctica diversas medidas sociales e incrementos salariales para reanimar la demanda interna frente a capacidades instaladas no utilizadas, con un buen resultado inicial.

 

A la luz del resultado final, una manera de abordar este debate es sostener que una progresividad mayor de la transformación económica y social debió ser la opción a tomar. Pero también el examen de la evidencia indica que la gradualidad que no consolida un nuevo funcionamiento sistémico tiene problemas, lo que teorizaron Maurice Dobb y Michal Kalecki: el anuncio de cambios graduales puede provocar la retracción de las inversiones privadas con efectos a lo largo del tiempo sobre la producción y el empleo. Kalecki subrayaba que ese efecto podía producirse incluso ante inversiones públicas que aseguren el pleno empleo, lo que el empresariado tiende a no desear porque aumenta el poder de los asalariados aunque vaya en contra de su propio interés. Como se observa, en economía las cuestiones de poder (empezando por las que determinan la distribución primaria del ingreso en la empresa) presiden la evolución en el corto y largo plazo.

 

La estrategia de Allende incluyó la idea de una acción rápida de socialización y al cabo del tiempo la búsqueda de estabilización. En efecto, su programa requería, luego de la acelerada puesta en práctica inicial, de una consolidación política y económica frente al ascenso de la inflación por un exceso de demanda (el desempleo llegó a sus niveles más bajos conocidos y los aumentos salariales permitieron a los pobres consumir más bienes básicos), lo que no encontró acuerdo inicial entre los equipos y los partidos de la coalición de gobierno. La demanda excedió una oferta que reaccionó bien inicialmente, pero que empezó a sufrir deterioros productivos por el cambio de propiedad de una parte significativa de la producción de alimentos y bienes industriales y por la progresiva carencia de divisas. La restricción externa se agravó con la reacción norteamericana frente a la expropiación sin indemnización de las compañías mineras de esa nacionalidad (en nombre de pasadas utilidades excesivas, un especie de royalty retrospectivo). Una economía que se encaminaba desde 1972 a una pérdida de poder adquisitivo de los salarios y con una progresiva escasez de bienes básicos, era un caldo de cultivo para fenómenos como la especulación y el mercado negro y para un boicot económico organizado con la intención de erosionar el apoyo popular al gobierno. El objetivo era derrocarlo, lo que el gobierno norteamericano, la derecha y una parte de la DC intentaron una segunda vez (la primera fue el oscuro episodio del asesinato del general Schneider antes de que Allende asumiera en 1970, aunque hubo conspiraciones militares entre medio) con el paro de los camioneros de octubre de 1972, lo que finalmente lograron en septiembre de 1973. No obstante, la coalición de Allende sacó más votos en marzo de ese año en la elección parlamentaria (44%) que al momento de la elección presidencial (36%). La destitución legal, que requería dos tercios del parlamento, no prosperó y se dio curso definitivo al golpe militar.

 

Allende y parte de sus equipos eran partidarios tempranamente de realizar un plebiscito para estabilizar el proceso democrático, que necesitaba un amplia adhesión frente a la radicalidad de sus enemigos declarados, ya que no adversarios. La Unidad Popular no estuvo de acuerdo de hacerlo en el momento de la nacionalización del cobre en 1971 (lo que podría haberse realizado con el veto presidencial de aspectos secundarios de la reforma, como lo propuso Allende). En 1972, los economistas del gobierno procuraron limitar el déficit presupuestario (el Congreso votaba los gastos pero no los ingresos para financiarlos), contener la inflación y sostener la actividad productiva, para lo que Allende y sus ministros buscaron un acuerdo con la DC como el que había permitido en 1970 la proclamación de Allende en el Congreso Pleno. Pero no lo lograron.

 

En efecto, el gobierno de la UP negoció en el parlamento consolidar el área de propiedad social y concordó que 91 empresas permanecieran bajo tutela estatal, restituyendo el resto a sus propietarios. Por el PDC el interlocutor fue Eduardo Cerda, quien se empeñó en lograr ese acuerdo. Pero Frei Montalva y su grupo se opusieron con éxito y lo echaron abajo. Luego la DC juntó a sus dos alas y planteó la reforma constitucional Hamilton-Fuentealba, que el parlamento terminó aprobando con apoyo de la derecha. Allende se negó a promulgarla. Al final, estuvo dispuesto a hacerlo, con la idea de vetarla y resolver la contienda mediante un plebiscito, como establecía la Constitución de 1925, lo que iba a anunciar el 11 de septiembre de 1973.

 

Este tema estuvo en el corazón del conflicto económico, junto a la reforma agraria y la nacionalización del cobre, aunque el nudo principal era político y emanaba del contexto global de guerra fría. Estados Unidos veía en el proyecto de Allende y en un gobierno democrático pero que incluía ministros comunistas un peligro por sus eventuales efectos en el resto de América Latina (dominado por dictaduras) y en Europa Occidental. Esto era bastante delirante, dada la lejanía de Chile de todo centro de poder mundial y, además, sin que hubiera un apoyo económico soviético, lo que constató Allende en su visita a la URSS en 1972. A esto se unió la voluntad férrea de la oligarquía tradicional de producir la interrupción del proceso de transformaciones que terminaba de desplazarla de su poder económico tradicional, desde el que influía en el sistema político. Logró con habilidad -y financiamiento norteamericano directo- aliados en los sectores medios conservadores y en su representación gremial y política (la película “La Espiral” de Armand Mattelard muestra bien la organización de la insurrección civil contra el gobierno de Allende).

 

Pero también la ausencia de acuerdo entre los partidos de izquierda sobre  los límites de lo que estaba previsto expropiar generó una percepción de amenaza generalizada sobre la propiedad y la empresa, incluso las pequeñas. El ala radical de la coalición de gobierno empujaba el desborde y el gobierno se demoró en fijar el límite a las expropiaciones (un determinado valor del activo que dejaba fuera a las empresas medianas y pequeñas), lo que hizo en 1972 y no logró hacer respetar. La estrategia de una parte de la coalición era que todo avance que socializara medios de producción era positivo y acumulaba adhesiones populares, por lo que alentaba la intervención de empresas, mientras consideraba que todo aumento salarial era legítimo. Esa no era la visión de los responsables económicos de la UP. Se produjo una huelga empresarial que se transformó rápidamente en una insurrección política, como la que organizó la Sofofa con apoyo norteamericano (leer a Orlando Saenz en la materia es muy instructivo), y que como reacción llevó a que más y más empresas fueran intervenidas, las que llegaron a unas 500, de distintos tamaños y sectores.

 

Así, el tema de la gradualidad no es tan simple: toda socialización económica, cualquiera sea su alcance, debe realizarse con rapidez para evitar la parálisis económica. Esa era la visión de Jacques Chonchol sobre la reforma agraria desde los años 1960: terminar con el latifundio en un rápido proceso para establecer cooperativas campesinas, pero también protegiendo la pequeña propiedad, de modo de poner a producir la tierra y asegurar el abastecimiento de alimentos a la brevedad. Es un argumento que tiene sentido. Pero la socialización sin límites claros, si además se nacionaliza activos extranjeros y esto provoca cortes de suministros desde el exterior, tiene el riesgo de aumentar dramáticamente la desorganización económica en el corto plazo. Una vida cotidiana inundada por colas y desabastecimiento lleva a una rápida pérdida de apoyo popular. Las bajas al menos  iniciales de producción, que si no se limitan crean inevitables desajustes de oferta y demanda, producen inflación y una espiral precios-salarios que la alimenta y sostiene. La consecuencia es que los gobiernos caen (Chile) o se transforman en regímenes autoritarios (Cuba y Venezuela) para sobrevivir.

 

Una democracia social y económica es otra cosa. Aunque ese era el proyecto de Allende y sus equipos, no era el de sus fuerzas políticas de apoyo. El PS tenía por entonces a Cuba en mente, aunque el programa de 1947 de Eugenio González era contrario a la estatización de la economía y el PC era prudente y gradualista, pero tenía a la URSS como modelo. De ahí que al cabo de tres años se crearan, más allá del éxito inicial, las condiciones de la derrota del proyecto del presidente Allende.

 

¿Qué hacer entonces para realizar transformaciones sustanciales de una estructura económica concentrada y desigual? Partamos por el principio. Los partidarios de la centralización estatal de la economía como proyecto de largo plazo se van a encontrar con los problemas de corto plazo reseñados y en régimen con problemas de imposibilidad de planificación de la oferta en detalle por insuficiencia de información y de capacidad de coordinación intertemporal de la oferta (aunque esto ha funcionado bien en las economías de guerra por períodos cortos, pero con consenso de los agentes económicos). Esto es aún más cierto con cadenas de valor globalizadas, como en la actualidad.

 

Pero si no se es partidario de la centralización estatal de la economía -como es mi caso, por razones de eficiencia y de base material de la democracia (como escribió Trotsky antes de ser asesinado, si el Estado es el único empleador entonces el dominio de una burocracia que lo controle todo hará imposible cualquier libertad de opinión)- sino de una economía mixta que incluya un sector de empresas con fines de lucro, entonces más vale dejar establecido con contundencia y credibilidad que este sector va a mantener condiciones de viabilidad sistémica permanente. Sin perjuicio de establecer de antemano que las empresas con fines de lucro deberán respetar normas de desconcentración, laborales, tributarias, ambientales y territoriales y articularse con empresas estatales y de economía social y solidaria. Si esa credibilidad no existe, entonces habrá huelga empresarial de inversiones y, eventualmente, conflicto civil.

 

Eso es lo que los economistas de la UP no lograron resolver: sostener, y convencer a las fuerzas políticas y sociales de las que formaban parte, que su programa debía realizar las transformaciones largamente esperadas pero también estabilizar desde el principio las reglas de propiedad una vez que se nacionalizara la minería, la banca y los grandes grupos industriales y se terminara con los latifundios para proveer un soporte a la estabilidad democrática amenazada, y buscar algún tipo de arreglo internacional que no asfixiara la economía. De hecho Allende abrió sin éxito, al final de su gobierno, negociaciones sobre el tema de la indemnización por la nacionalización del cobre.

 

La violenta restauración capitalista a partir de 1973, sin embargo, no cerró la discusión sobre cómo superar la dominación oligárquica sobre la economía y la sociedad en Chile. Después de la revolución neoliberal y la mantención de muchos de sus rasgos -aunque otros sufrieron cambios con sucesivas reformas desde 1990 que permitieron avances sociales importantes- garantizados por un sistema político que mantuvo el veto de la minoría que ha defendido contra viento y marea la restauración oligárquica, su insuficiencia se ha hecho evidente. Recientemente la movilización social ha aumentado el espacio para construir una alternativa de economía mixta, con mercados pero con provisión estatal amplia de bienes públicos y con regulaciones consistentes para asegurar equidad y sostenibilidad en la producción descentralizada de bienes.

 

En el mediano plazo, una nueva macroeconomía del desarrollo permitirá eventualmente una transformación sistémicamente post-capitalista, en tanto la asignación de recursos ya no esté presidida por mercados desregulados y concentrados que controlan el poder político y por la acumulación ilimitada y depredadora de capital. No obstante, es condición necesaria que su eventual puesta en práctica sea organizada con consistencia -y no en función de impulsos radicales de fuerzas políticas que tienen la improvisación como estrategia principal, como ocurre con alguna neoizquierda- y con  los soportes políticos y una mayoría social suficientes para asegurar su continuidad democrática.

 

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