La carrera de obstáculos hacia una nueva constitución

En La Mirada Semanal

Pablo Longueira decidió volver al ruedo político con tres afirmaciones (en su exposición al Consejo Ampliado de la UDI): si no hay condiciones el 25 de octubre “no se hace el plebiscito no más”; si se hace, “vamos a disputar artículo por artículo la constitución de Jaime a los bolivarianos”; y, finalmente, en el caso en que se elija la Convención Constituyente, “si no se acepta que en el reglamento inicial haya una votación de conjunto al final, entonces no hay reglamento y no hay propuesta” a los chilenos. Nos quedamos con la constitución de 1980.

Este tipo de conducta de la derecha chilena es la que ha socavado las bases de la convivencia social en Chile. Luego de una confrontación política y social muy dura entre 1983 y 1989 (que muchos olvidan), la transición a la democracia - lenta, engorrosa, equívoca e incompleta- estabilizó la vida política y social sobre la base de un clima de libertades y de avances sociales y económicos. Pero la persistencia del veto oligárquico y excluyente en las instituciones y de las desigualdades de ingresos y de oportunidades en una sociedad en la que el mercado y el individualismo se hicieron estructurales, incubaron una rebelión social de envergadura. Esta se condimentó con una caída a la mitad del crecimiento económico. Algunos fuimos señalando a lo largo del tiempo, incluyendo advertencias a los representantes de la derecha, que esto representaba una bomba de tiempo. No quisieron entenderlo entre 1990 y 2005, y tampoco después.

Se han sentido con el poder suficiente que emanó del golpe de 1973, que fue en esencia el proyecto de restauración del dominio oligárquico en Chile, resquebrajado desde 1920 y cuestionado en su médula entre 1964 y 1973 con el inicio del fin del latifundio tradicional. Pinochet intentó prolongar su poder personal y el de su casta militar hasta donde pudo (bastantes años, claro) y Guzmán establecer una constitución en la que no importara quien gobernara en tanto se mantuviera el orden oligárquico en base a un poder de veto institucional (lo que ha durado mucho más tiempo). Hasta que la cuerda, desgastada poco a poco, terminó por romperse.

Entre medio, se destruyó gravemente la confianza en las instituciones políticas y económicas, especialmente por la lógica de maltrato al ciudadano común y el desparpajo en la exhibición de privilegios, mientras el centro se debilitó por falta de proyecto y la izquierda socialista y democrática se extravió en el camino y dejó de representar al mundo popular. Aceptó una cercanía impropia con el gran empresariado, y algunos aceptaron sus subsidios. Se interesó obsesivamente por los cargos burocráticos y se acomodó, en algunos casos hasta la caricatura, a las facilidades del caudillismo y el clientelismo más clásico. Se privilegió lo inmediato y los intereses particulares. Sus principales líderes prefirieron cultivar su poder personal circunstancial y se desinteresaron por la construcción partidaria y la elaboración programática capaz de unificar a una gran corriente por el cambio social en una sociedad en proceso de cambio vertiginoso. Además, descuidaron a sus nuevas generaciones, las que decidieron iniciar un camino propio, mientras las de recambio se burocratizaron. 

¿Resultado? Una anomia -la ausencia de sujeción a reglas y a imaginarios colectivos constituidos- que ha ampliado la desconfianza, la carencia de sentidos colectivos y de alguna idea más o menos estructurada de sociedad basada en la justicia y en la representación del mundo del trabajo y de la cultura. La abstención electoral pasó del 20% al 50%, consagrando el desenganche de los más jóvenes y del mundo popular con la esfera pública, cansados de que se señalizara para un lado y se girara hacia el contrario y se mantuviera la sociedad del privilegio y del abuso.

Con el tiempo, la abstención generalizada permitió a la derecha ganar dos elecciones presidenciales, proceso en el que se coló con sentido de la oportunidad un Piñera capaz de romper las líneas divisorias de 1988, facilitado por la conversión de una parte de la DC y de la izquierda hacia la mantención e incluso promoción del orden neoliberal. Un empresario exitoso y sin mucha autocontención podía ser mejor que la decadencia de fuerzas tradicionales sin capacidad de producir cambios continuos y tangibles hacia una mayor justicia social, igualdad efectiva de oportunidades y protección de la calidad de vida de la mayoría, conceptos que se volvieron palabras vacías. Pero la derecha no fue capaz de construir una legitimidad estable para gobernar y se vio confrontada a la rebelión estudiantil de clases medias en 2011, a la rebelión social generalizada en 2019 y finalmente a la descomposición del Estado administrativo profesional, incapaz de enfrentar con sentido común una pandemia que se tornó desastrosa, acompañada de una fuerte recesión económica y de una crisis del empleo pocas veces vista. 

Los liderazgos son ahora estrellas fugaces que aparecen tan rápido como desaparecen, con excepción del inefable alcalde Lavín que goza de cadena nacional televisiva permanente. Y la situación actual es la de una polarización híbrida entre un siempre bastante cohesionado partido del orden y el resto de la sociedad, que está, sin embargo, profundamente fragmentada.

En este cuadro bastante desolador, la rebelión social dio algo de oxígeno a la política como construcción de alternativas capaces de producir tanto cambio social y cultural como orden democrático. El veto que la derecha exigió mantener una vez más en noviembre pasado, esta vez con los dos tercios para aprobar cualquier cosa en la constitución nueva -lo que no existe siquiera en la actual- es un error de los que lo impusieron y de los que lo aceptaron. Por eso no es posible tener demasiadas expectativas de lo que saldrá de ese proceso. Pero el pesimismo del análisis no debe impedir el optimismo de la voluntad para instar a que se pongan todas las energías democráticas al servicio de que una nueva constitución exista y deje de ser el espacio del veto minoritario sobre las opciones mayoritarias de la sociedad. Si Longueira, Allamand y los suyos no lo entienden así y bloquean una nueva constitución democrática con vigencia del principio de mayoría y de derechos sociales elementales, no deberán después quejarse de un abandono anárquico todavía mayor de las vías institucionales para la expresión de las aspiraciones mayoritarias de la sociedad. Pero tal vez esa perspectiva no los inquieta demasiado, pues frente las radicalizaciones variadas que están a la vista saben a qué recurrir, es decir a su tema preferido, la mantención represiva del orden. Solo que sería profundamente miope desde cualquier perspectiva de preservación del interés general y de la convivencia básica en la sociedad.

Las fuerzas democráticas, después del plebiscito del 25 de octubre, deben defender la idea que las opciones de política pública y las normas legales las deben decidir los ciudadanos en elecciones periódicas de representantes o por vía de consulta o referéndum. Y que la constitución no debe consagrar ningún modelo económico ni políticas públicas particulares, pues eso corresponde a la tarea de gobiernos elegidos periódicamente, y menos mantener el poder de veto ilegítimo de la minoría oligárquica. La constitución es un marco institucional sobre la relación entre gobernantes y gobernados que define el tipo de Estado, el que habrá de ser en el futuro un Estado de derecho democrático, republicano y social que protege y promueve derechos de los ciudadanos y que establece la organización de los órganos públicos para habilitar y canalizar la expresión democrática, no para sustituirla o impedirla. 


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