La socialdemocracia hoy


Joaquín Lavín, hoy por hoy el principal candidato presidencial de la derecha, sorprendió el domingo 23 de agosto a todo el mundo al declararse socialdemócrata. Como señaló el mismo después, se trataría del ejercicio de abrirse a temas de otros mundos ideológicos y políticos. Esta es una modalidad de acción política relativamente antigua y que emana de la idea de que las elecciones se ganan en el centro y también tomando ideas del adversario, especialmente cuando las propias en un momento dado no son mayoritarias. Esto lo llevaron a la práctica con éxito tanto Bill Clinton como Tony Blair, al tomar temas neoliberales como la disminución del Estado de bienestar y de los impuestos y la promoción del emprendedurismo, lo que implicó una renuncia a contener el aumento de las desigualdades.  

No obstante, este enfoque requiere cierto talento para llevarlo a la práctica, en especial para que el mundo propio no se desconcierte o resquebraje. A Joaquín Lavín, en un mundo rígido y primitivo como el de la derecha chilena, le salió de inmediato al paso la candidatura de Evelyn Matthei, aludiendo que ampliaba el espacio del ultraderechista José Antonio Kast. Además, no da la impresión de que Lavín logre convencer mucho que él no es un Chicago Boy miembro del Opus Dei y de la UDI, especialmente luego de que Iván Moreira declarara que había que dejar hacer a Lavín, porque esto eran solo elecciones. Es decir, traducido al castellano, un espacio en el que sobre todo se manipula a los electores y luego se gobierna haciendo caso omiso de ellos.

No obstante, esta es una buena ocasión para preguntarse qué es la socialdemocracia hoy y qué espacio podría tener en Chile. El concepto goza de un cierto prestigio -incluso Beatriz Sánchez se declaró socialdemócrata- aunque es aborrecido por la ortodoxia de extrema izquierda.

La respuesta debe partir por constatar que hoy es un concepto bastante borroso. Se trata de una corriente política e ideológica que ha tenido distintas facetas desde el siglo XIX, pero que mantiene algunas constantes dignas de rescatar. La principal de ellas es la adscripción a la democracia como soporte político de cualquier forma de justicia social. Su origen está en Europa, en los partidos obreros de Alemania (el SPD es el partido democrático más antiguo del mundo, originado en 1863) y Gran Bretaña, cuna del capitalismo industrial, más o menos influenciados por las ideas de Marx pero sobre todo por la práctica parlamentaria y sindical y la reivindicación del mundo del trabajo. Su primera etapa terminó bastante mal, con una adscripción al nacionalismo en sus países que hizo colapsar a esta corriente al iniciarse la primera guerra mundial y terminar con la II Internacional. De ésta se escindió una socialdemocracia de izquierda e internacionalista encarnada por Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo. Los dos primeros hicieron la revolución en medio de la descomposición del imperio ruso y en contra de los mencheviques socialdemócratas, y a la postre en contra de la mayoría de la sociedad, a la espera de una revolución en Alemania. Rosa Luxemburgo, lúcida crítica del  modelo antidemocrático de los dos primeros, terminó asesinada por los socialdemócratas aliados a la derecha en las turbulencias del fin del imperio pruso-alemán, en la represión de un intento insurreccional fallido. 

La evolución dictatorial de la Unión Soviética estalinizada y la emergencia de nuevos pactos sociales en los países capitalistas (el “fordismo”) dio pie a los primeros “compromisos socialdemócratas” entre empresariado y el mundo organizado del trabajo en los países nórdicos. Este fue especialmente el caso de Suecia de manera continua entre 1932 y 1976. La socialdemocracia alemana solo logró gobernar por primera vez en 1969 con Willy Brandt, en coalición con los liberales, y hasta 1982, pero fue corresponsable de la construcción con la democracia cristiana del modelo de economía social de mercado, por lo que ha participado de varios gobierno de “gran coalición” con esa fuerza, como en la actualidad. También gobernó con los verdes entre 1998 y 2005. El SPD había abandonado -para que el contraste con la RDA fuera nítido- la idea de socializar los medios de producción en Bad Godesberg en 1959, bajo el lema de “el mercado donde sea posible, el Estado donde sea necesario,”, lo que hicieron mucho más tarde el laborismo inglés y los socialismos francés (que gobernó con Mitterrand y nacionalizó a las grandes grupos industriales en 1981) y español (que gobernó con Felipe González en un esquema que no incluyó nacionalizaciones pero si la rápida construcción de un Estado de bienestar, aumentando en 10% del PIB la carga tributaria).

El capitalismo fordista, que articulaba condiciones de producción y de consumo en escala nacional, empezó a desregularse con el fin del patrón dólar-oro en 1971 y el avance de la globalización comercial y financiera. Esta segmentó las cadenas de producción hacia la periferia de bajos salarios y flexibilizó las relaciones del trabajo nacidas en la posguerra, con una progresiva pérdida de poder de los sindicatos y un crecimiento más lento que pasó de ser “liderado por los salarios” a uno “liderado por las utilidades”. Este proceso fue simultáneo a la apertura china a la inversión extranjera a partir de los años 1980, que proveyó mano de obra barata pero educada y disciplinada. 

Desde entonces, como subraya Dani Rodrik, la socialdemocracia europea dejó de tener bases materiales de sustento del Estado de bienestar tradicional creado en la posguerra. Este no desapareció, pero dejó de tener una base estable en el capitalismo industrial. Con el blairismo, centró sus políticas en la educación y la adaptación a la globalización, dando lugar a una ampliación de la desigualdad y a la dualización de la economía, con una clase obrera que disminuyó su peso y empezó a ser reemplazada por el precariado y los cantos de sirena del populismo de derecha. El enfoque de Blair-Schroeder y más tarde Hollande en Francia, terminó siendo un viraje que favoreció el predominio del capitalismo financiero y la resignación frente a la desigualdad creciente en nombre de la competitividad. Desde entonces, en Europa la socialdemocracia no ha resurgido sino parcialmente y, en todo caso, en base a una vuelta a una defensa del Estado de bienestar y a una  mayor tributación del capital, con éxitos parciales en algunos países nórdicos, en Portugal (cuya coalición de izquierda ha tenido gran éxito como alternativa a las políticas neoliberales de austeridad) y se verá si en España bajo Sánchez e Iglesias.

En América Latina, la socialdemocracia nunca tuvo las bases económicas e industriales para su implantación. Los que se reclaman de ella han debido realizar redistribuciones más directamente políticas que basadas en la seguridad social -como subraya Ronsanvallon- frente a economías y mundos populares muy heterogéneos y con base a una economía exportadora de materias primas reorientada hacia el mercado chino. Sus límites terminaron siendo evidentes y terminaron en la salida abrupta de Dilma Rousseff y la descomposición y derrota de la coalición de Bachelet. La victoria de Alberto Fernández en Argentina, con las peculiares características del peronismo, tal vez reabrirá una perspectiva al progresismo latinoamericano, mientras López Obrador en México no termina de mostrar resultados transformadores en medio de una situación heredada, en todo caso, de grandes dificultades para cualquier gobernanza razonable.

En Chile, se ha dado un fenómeno curioso: los neoliberales de la ex Concertación, que la llevaron a su agotamiento y fracaso, se han denominado a sí mismos como socialdemócratas, e incluso lo han hecho los conservadores de la democracia cristiana, lo que resulta un poco jocoso. Con la ayuda de los medios de comunicación tradicionales, han logrado hacer pasar gato por liebre, pues ninguno de ellos apoya ni la intervención del Estado en la economía para diversificarla y estabilizarla, ni un crecimiento de la base tributaria que ataque el rentismo empresarial ni la negociación colectiva efectiva con sindicatos fuertes. Felipe Larraín terminó siendo más abierto a algunos de esos temas que Nicolás Eyzaguirre y Rodrigo Valdés, cuyo liberalismo es de una firme ortodoxia y cuya posición da apenas, aunque con bastantes dudas, para clasificarlos como social-liberales a la Blair. El partido de Andrés Velasco simplemente viró a la derecha.

La socialdemocracia realmente existente hoy en Europa ha dejado atrás el social-liberalismo desde la crisis de 2009. Su postura vuelve a insistir en un Estado de bienestar fortalecido en educación, salud, relaciones laborales y pensiones y ha tenido un notorio giro verde. Se acerca más a lo enunciado por el actual representante para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, el socialista español Josep Borrel:  “tenemos que subordinar deliberadamente el mercado a la sociedad democrática”, es decir asumir una agenda de “menos mercado y más democracia” en la que “se volverán a poner sobre la mesa debates sobre el impuesto sobre el capital, sobre las grandes fortunas, la fiscalidad como instrumento de construir respuestas sociales, permanentes, consolidadas, que no dependan de la generosidad de un momento de crisis." 

El día que Lavín, la derecha y los neoliberales concertacionistas estén dispuestos a subir los impuestos a los más ricos, diversificar la economía con intervención estatal, terminar con la extracción de rentas en las finanzas y los recursos naturales, establecer un pilar de pensiones de reparto, consagrar sistemas de salud y educación pública universales y permitir la negociación colectiva centralizada con sindicatos fuertes, entonces estaremos hablando de otro Chile.

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