Comentarios sobre las memorias de Ricardo Lagos


Las memorias políticas suelen resultar bastante tediosas y, en ocasiones, irritantes. Están por definición inspiradas por dosis de autoestima más o menos elevadas de sus autores y de autoatribución de roles protagónicos más allá de la cuenta. No obstante, he disfrutado de la lectura de memorias políticas de buena factura, con la referencia de Mi Vida de León Trotski como un clásico insoslayable, así como de las que han sido escritas por testigos involucrados en los acontecimientos de su época con alguna capacidad de distanciamiento. Me impresionaron las de Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez y Federico Sánchez se despide de ustedes) y de Sergio Ramírez (Adiós Muchachos), probablemente porque su condición de consagrados novelistas, además de actores políticos, facilitó ese distanciamiento.

El segundo tomo de las memorias del ex presidente Ricardo Lagos tiene una factura clásica. Son unas memorias serias y bien hechas, bien acompañadas por el equipo de Alfredo Riquelme en el rigor de las fechas y la documentación de respaldo. Será sin duda un texto de referencia para calibrar el inicio del siglo XXI en Chile y el hito que significó que un gobernante con referencias en la izquierda volviera a gobernar en Chile después del golpe de 1973.

El texto recoge bien las dificultades y complejidades de la época, que Lagos denomina “democracia transicional”. Hay un hecho básico, que hoy muchos olvidan - o quieren olvidar para difundir sus simplificaciones y descalificaciones livianas- que la victoria de Lagos fue muy estrecha, en medio de una crisis económica mal manejada por Aninat-Marfán y Massad, y con un marco constitucional completamente desfavorable (con senadores designados, binominal y superquórums incluidos). Hay en las Memorias de Lagos, en este sentido, un tono de franqueza en el juicio sobre la derecha que resulta muy saludable para el balance histórico. También hay temas que merecen algunos comentarios y aclaraciones.

La referencia al debate económico en su gobierno es más bien somera. Ese debate partió con cierta vehemencia exactamente el primer día, cuando el ministro de Hacienda recién nombrado se opuso a la idea de legislar sobre un seguro de desempleo, sosteniendo que los Estados de bienestar estaban quebrados. El candidato Lagos había comprometido esta iniciativa como la primera de su mandato, para enfatizar su promesa de “crecimiento con igualdad”. Por supuesto, el proyecto se envió y Chile cuenta con este dispositivo desde 2002. La controversia se mantuvo al menos en la primera mitad del gobierno, en especial respecto al tipo de política contracíclica frente a la recesión heredada y respecto a la conformación de mecanismos de bienestar. Desde el ministerio de Hacienda se proponía rebajas de impuestos en vez de incrementos de gastos en programas de empleo y en bonos compensatorios frente al alza de los combustibles, como se hizo. Convencer al ministro de Hacienda desde los equipos de La Moneda que el programa AUGE era un esbozo equitativo, eficiente y progresivo de seguridad social en salud tomó bastante tiempo, incluyendo empujar el 3% de cotización para un fondo único solidario, que la derecha a la postre no aprobó en el parlamento.

La salida del Ministerio de la Presidencia de Alvaro García, que había coordinado el programa presidencial y con quien yo había colaborado en esa tarea y en el ministerio, es tratada de manera abrupta. Señala Lagos que “aquella reestructuración permitió solucionar un conflicto interno: la tensión que existía entre Álvaro García y Nicolás Eyzaguirre —ambos PPD—, que implicaba gastar tiempo y esfuerzos. El concepto de un Gobierno que combinaba crecimiento y credibilidad era un elemento central y ya estaba consolidado. Su ejecutor era Eyzaguirre. Dado el contexto económico que se vivía, yo necesitaba un comité político alineado que presentara alternativas de solución a los conflictos y donde no tuviera que perder tiempo en estos pleitos”. En realidad, Lagos se inclinó poco a poco por una política económica de menos profundidad socialdemócrata, sobre todo después del acoso judicial y mediático por los casos de sueldos complementarios en el MOP que debilitaron su gobierno. Pero no se trataba de un “pleito”, sino de la orientación de la tarea gubernamental.

Otra dimensión que Lagos trata de manera somera es la relación entre partidos y gobierno en el régimen presidencial. En su caso, su distancia con los partidos políticos viene desde sus tiempos nóveles en el Partido Radical. Los debates entre “autocomplacientes” y “autoflagelantes” durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle son tratados con distancia y calificados como “división”, en circunstancias que fueron propios del debate democrático, aunque decisivos para sellar la estrategia conservadora, a la postre victoriosa, y el progresivo debilitamiento “autoflagelante”. Este sector de la coalición buscaba mantener una orientación transformadora a la acción de gobierno, como planteaba el programa fundante de 1989, lo que las nuevas generaciones políticas de izquierda no se toman la molestia, tampoco, de considerar como parte de la historia reciente. Prefieren los relatos lineales para sostener una política de base generacional.

La reflexión de Lagos sobre la unificación del PS en 1989 -a la que se opuso- y su relación con el PPD, creado como partido instrumental en 1987, no ha cambiado. Sostiene que “el almeydismo era una fracción menor en su interior, esencialmente formada por personas de antiguos conceptos ideológicos. Sin embargo, esta «unificación» socialista se hacía en torno al viejo tronco histórico, desestimando a la sangre nueva que surgió como un núcleo diverso en la lucha contra la dictadura. Pienso que este proceso fue un profundo error. A Cloro lo entendía, pero no a Arrate. Almeyda era socialista por antonomasia, de las antiguas filas, pero Arrate en ningún caso. Nunca supe qué pretendía llevando a cabo ese proceso —donde se trataban de ensamblar dos posturas bastantes distintas respecto de lo que era el socialismo a fines del siglo XX—, justo en ese momento, si con el PPD tenía un buen lugar que le permitía llevar adelante sus ideas. Con esta forma de rearticulación, nunca más pudimos tener un solo techo para el socialismo democrático en Chile y se facilitó que ganaran los más chauvinistas de cada partido”. Lagos, en rigor, nunca quiso esa unificación, pues pensaba que limitaba su estrategia presidencial. Y el almeydismo era por lejos mayoritario en el PS, por lo que desde el inicio varios buscamos una transversalidad interna para enfrentar la nueva etapa. Pensábamos que sería justamente un PS unificado lo que permitiría la llegada de Lagos al gobierno encabezando la coalición con el centro, al cerrar el espacio a una alternativa de izquierda ortodoxa y ultramontana que podría haber emergido.

Sus referencias al rol de Jorge Arrate son agrias. Le atribuye “haber conseguido” el financiamiento compartido en el sistema escolar en 1993, en circunstancias que fue una exigencia de la derecha para renovar la reforma tributaria concedida por Alejandro Foxley a Sebastián Piñera. Arrate fue decisivo para que en el PS no se produjera, lo que me consta, la inviabilización del liderazgo de Lagos, aunque no fuera de su simpatía. Arrate sí creía, como yo mismo que lo acompañaba como colaborador, en la necesidad de un partido de izquierda fuerte pero con una organización coherente con el proyecto socialista democrático. La idea era tener un liderazgo nacional y un partido amplio, diverso y cohesionado detrás, para además asegurar la continuidad del proyecto transformador de largo plazo más allá de personas. El propio Lagos comenta en sus Memorias que en los sistemas europeos como el español, que siempre fue su referencia salvo en este aspecto, “el poder del partido es sorprendente”. En realidad, es el que corresponde a una izquierda moderna en una democracia moderna, alejada de los caudillismos. Pero en Chile estamos aún muy lejos de una cultura política de ese tipo.

El ex presidente hace referencias poco amables respecto a mi rol en estas materias. Comenta que hacia la mitad de su gobierno “el Partido Socialista, partido clave del Gobierno, entró en un camino difícil. Como ya se explicó, Gonzalo Martner renunció a su cargo como subsecretario de la Segpres para irse a la presidencia del PS. Eso lo hizo por su cuenta, sin conversarlo con nosotros. Solo me comunicó su decisión y yo no lo podía retener, aunque me daba cuenta de que la dupla Gonzalo Martner-Camilo Escalona era muy extravagante en el socialismo. De hecho, como mencioné, poco después se distanciaron, aunque hasta hoy desconozco cuál fue el motivo”.

La reticencia del expresidente a prestar atención a los asuntos partidarios le lleva probablemente a no recordar que en 2001 me pidió, siendo coordinador interministerial de su gobierno, que explorara la posibilidad de conducir el PS. Esto suponía un acuerdo con Escalona, con el que yo tenía un acuerdo de trabajo luego de que la renovación socialista tomara un rumbo de pragmatismo y desideologización. En una primera instancia, ese acuerdo se produjo pero no prosperó, porque Escalona no suele cumplir demasiado sus compromisos, y prefirió repostular él mismo a la dirección del PS. Terminó siendo elegido Ricardo Núñez. En coordinación con el presidente, seguí trabajando el tema. Lagos me mencionó en un momento la idea que José Miguel Insulza partiera desde el gobierno a dirigir el PS, lo que apoyé. El ministro del Interior aceptó la idea inicialmente, pero se arrepintió bastante rápido. La otra parte del diseño presidencial era que el entonces senador Fernando Flores dirigiera el PPD, lo que Guido Girardi no aceptó ni Flores valoró demasiado. De paso, Guido Girardi y Adolfo Zaldívar son también objeto de un trato no muy amable en las Memorias, lo que revela que la controversia normal y la relación con los líderes de partido nunca fue la especialidad de Lagos.

En el PS la idea de que yo presidiera el principal partido presidencial se fue abriendo camino. Esto ocurrió frente la perspectiva de una victoria de la derecha, eventualidad ante la cual Núñez y Escalona preferían que asumiera otra persona. Como los temas internos en los partidos toman tiempo, cuando ya era viable una presidencia mía del PS el calendario no coincidió con la idea que se estaba haciendo el ex presidente del tema hacia enero de 2003. Yo ya no podía sustraerme, aunque hubiera sido muchísimo más cómodo para mi seguir en el gobierno, a los compromisos contraídos en el PS. “Hasta hoy”, la idea que uno de sus colaboradores decidiera dejar un cargo de la presidencia para hacer efectivo el diseño de dos años para dirigir el principal partido de gobierno, con el objeto de asegurar el apoyo a su gestión no le gustó al ex presidente. De paso, aclaro que el distanciamiento al cabo de dos años con Escalona (y Núñez) no tuvo nada personal, como se lo he relatado al ex presidente pero sin convencerlo: el éxito de su gobierno y la emergencia de Michelle Bachelet llevó a un acuerdo entre ambos jefes de grupos internos para retomar el control del PS. Decidieron incumplir sus compromisos conmigo -yo no tenía ningún problema en retirarme de la presidencia, pero me instaron a que siguiera- y provocaron en un Congreso una confrontación interna a meses de la elección presidencial, que perdí por muy pocos votos (hay quienes dicen que además fueron mal contados). Un clásico asunto de poder, al que no presté atención suficiente, confiando en las palabras empeñadas. Al cabo del tiempo, la desideologización y la descarnada lucha de poder supuso el inicio de la pérdida de confianzas en el PS y con la sociedad y la pérdida de sentido de proyecto transformador y de coherencia política en la izquierda. Al punto que el PS actual, cuando yo ya no pertenecía a ese partido, le dio la espalda a Ricardo Lagos de mala manera en 2017.

El hecho es que pude darle estabilidad al PS, colaborar junto a Victor Barrueto para mantener a Adolfo Zaldívar y a la DC en la coalición de gobierno, darle sustento al gobierno de Lagos en el parlamento en todo tipo de temas difíciles, evitar las conductas “díscolas”, lograr un pacto municipal que revirtió la derrota de cuatro años antes y preparar una victoriosa continuidad de la coalición con Michelle Bachelet. Todo esto supuso mucho trabajo, que el expresidente no vio sino de lejos (las cosas que funcionan, como es sabido, no llaman la atención de nadie). La segunda fase de su gobierno no incluyó iniciativas transformadoras, mientras la preparación por el ex presidente, en cambio, de su propia sucesión fue eficaz y bien llevada, en buena coordinación con el PS (en contraste con la de Patricio Aylwin, que fue problemática, y con las dos de Michelle Bachelet, que fracasaron), lo que curiosamente apenas menciona en las Memorias. Pero esa ya es harina de otro costal.

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