Lo que era previsible
Las comunas de Santiago habitadas por personas de menos ingresos ya han entrado en una etapa de aceleración del contagio por Covid-19. Esto iba a pasar de modo previsible por una razón muy sencilla: aunque el virus se importó básicamente por viajeros residentes en los barrios altos, la necesidad económica de salir a buscar el sustento diario por parte de quienes lo obtienen mediante trabajos formales e informales iba a hacer mucho menos efectivos los resguardos decretados en las comunas de menos ingresos. Por eso, cuando se habló de nueva normalidad y de retorno seguro, la equivocación fue muy grande: el contagio masivo estaba en pleno desarrollo y apenas empezando para un sector mayoritario de la sociedad, lejos de cualquier cima.
Por eso propusimos, a riesgo de ser tachados de populistas por los ignaros aficionados a la descalificación fácil, un mecanismo generalizado de mantención de ingresos salariales y una renta por al menos tres meses para las familias de bajos ingresos equivalente al ingreso mínimo de 300 mil pesos o a la línea de pobreza por hogar. Esta era la única manera de lograr que la gente que vive al día de su trabajo no se desplazara arriesgadamente para subsistir y se mantuviera en las casas para resguardar su salud.
El costo de estas medidas es muy alto, pero como acaba de señalar el Foro de Desarrollo Justo y Sostenible -que reúne a decenas de economistas de oposición-, las posibilidades de financiarlas razonablemente están disponibles. Cuando el gobierno dice que está en el límite fiscal y monetario, se equivoca, pues el uso de las reservas fiscales y el endeudamiento adicional a bajo costo, como acaba de demostrarse con la emisión reciente de bonos gubernamentales, es perfectamente viable.
El argumento de que con esto se grava a las nuevas generaciones es materia de controversia entre economistas desde hace mucho tiempo. El argumento keynesiano que cabe poner por delante es el siguiente: un endeudamiento público que permite proteger el grueso de los activos productivos existentes, directamente y por la vía de preservar la demanda, tendrá la capacidad de ser sostenido por la actividad económica futura en plazos largos, pues los estados no quiebran, salvo situaciones límites de las que estamos lejos. La alternativa es dejar que se destruya masivamente tejido productivo, lo que nos empobrecerá como sociedad y hará más difícil incluso abonar las deudas ya contraídas.
Agreguemos que, además del costo humano terrible, el costo del derrumbe de la demanda interna para la economía será mayor que el de una política fuerte de sostén de la capacidad de consumo. En vez de adoptar las medidas rápidas y de volumen suficiente que lo hubieran permitido, se optó por la clásica política de un gobierno de grandes empresarios y de economistas a su servicio: destinar el grueso de los recursos a las empresas grandes con exenciones tributarias y créditos, pero con mecanismos de difícil acceso para las micro y pequeñas empresas, que representan un 45% del empleo formal.
Se decidió, además, sostener ingresos laborales suspendiendo contratos y usando los fondos de cesantía de las cuentas de los trabajadores, manteniendo las reglas pro-empresa de despido y de distribución de dividendos, en medio de una falta de agilidad de la administradora privada del seguro de cesantía y de la expansión de los despidos.
La política de subsidios a las personas y familias de menos ingresos, que debiera haber sido una prioridad, ha consistido en entregar un bono escuálido y concebir un ingreso familiar de emergencia de monto bajísimo y decreciente por tres meses para los trabajadores informales. Este mecanismo está trabado en el Congreso, cuya mayoría parece que por fin se tomó la molestia de decirle al gobierno que no tiene apoyos para un política tan sesgada social y económicamente, como una minoría aislada ha intentado subrayarlo desde el principio.
La conclusión es que no es tolerable que en esta enorme crisis -el gobierno insiste en que el PIB caerá solo 2%, cuando es evidente que la recesión será mucho mayor- se distribuya las indispensables ayudas públicas de manera completamente desequilibrada entre capital y trabajo. Además de ser socialmente injusta, esta política es dramáticamente ineficiente en lo económico para enfrentar una crisis de tan amplia magnitud.
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