Los temores frente a una salida democrática a la crisis
Son recurrentes los temores del mundo conservador ante la idea de una asamblea constituyente que elabore una nueva Constitución. Este puede ser el mecanismo clave, construido a partir de las instituciones vigentes mediante un amplio acuerdo, para facilitar una resolución de la actual crisis de legitimidad del sistema político. Hay quienes no asumen que el país se encuentra en un estado de rebelión social multiforme, no desencadenado ni dirigido por nadie en particular, pero que debe buscar una vía de salida democrática.
Pero ese miedo no tiene sentido si se considera que la asamblea o convención constituyente es el más razonable mecanismo para construir un nuevo orden político legítimo. Que haya sido usado por Maduro u otros no lo descalifica como tal, del mismo modo en que no se descalifica el sufragio universal o la existencia de tribunales de justicia por el hecho que hayan sido utilizados por uno u otro régimen autoritario para fines no democráticos. Recordemos que quien aludió a la asamblea constituyente para reemplazar a la constitución de Pinochet fue Eduardo Frei Montalva en 1980.
Sería dramático para el futuro de Chile constatar que los conservadores solo buscan que el régimen político actual sea mantenido a toda costa para preservar lo que hasta ahora han logrado mantener y para ellos es esencial, es decir el derecho a veto de la derecha y las minorías económicamente dominantes sobre la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Y que siga funcionando el sustrato autoritario del orden político chileno. Recordemos que las constituciones de 1833, 1925 y 1980 nacieron de mecanismos no democráticos.
El país no tiene por qué repetir su pasado. Si lo que se quiere es concordar nuevas reglas del juego respetadas por todos como alternativa a la violencia para resolver los conflictos, el gobierno y el congreso deben actuar rápido. ¿Por qué no reformar la constitución para, mediante plebiscito o directamente habilitar una asamblea constituyente elegida en octubre de 2020 que redacte una nueva constitución que entre en vigencia junto con el próximo presidente en marzo de 2022? Es allí donde, por ejemplo, la propuesta de Andrés Allamand de establecer un régimen semi-presidencial debe ser discutida. Si se debate en el actual Congreso, con el derecho a veto de la derecha y el desprestigio generalizado de la actual representación política, la legitimidad de un eventual nuevo orden democrático partirá herida de muerte. La rebelión social estará siempre a la vuelta de la esquina porque la mayoría entiende que hoy el orden político protege las desigualdades injustas y los privilegios del poder. Es lo que se ha expresado en las calles desde el 18 de octubre.
Un nuevo pacto de la sociedad consigo misma, capaz de durar por varias generaciones, debiera definir que la soberanía reside en el pueblo, y que ésta se ejerce directamente mediante plebiscito y referendum o se delega en órganos de representación a través de procedimientos democráticos de elección, los que deben garantizar el principio de mayoría y de respeto de las minorías y su derecho a transformarse en mayoría. Debiera fijar las funciones y atribuciones del presidente, del gobierno, del parlamento y de los órganos de justicia y de control jurisdiccional de los actos administrativos, así como establecer el pacto territorial que vincula al Estado-nación con los territorios comunales y regionales y sus respectivas autonomías, junto al reconocimiento de los derechos propios de los pueblos originarios. El Tribunal Constitucional debiera remitirse a garantizar los derechos fundamentales y conformarse a partir de órganos emanados de la soberanía popular.
Así, la nueva Constitución debiera ser lo más simple y breve posible y consagrar un Estado democrático y social de derecho, en el que los derechos básicos y las libertades fundamentales sean considerados inherentes a todos los seres humanos, inalienables y aplicables en igual medida a todas las personas, en concordancia con la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (“todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, en el contexto en que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” y en que “todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación”).
La nueva Constitución debiera consagrar las libertades civiles y políticas. Debiera establecer la igualdad de género y el derecho de todas las personas a la intimidad sin coerción. Debiera reconocer el derecho al trabajo, a la educación y a la atención de salud, y demás derechos económicos, sociales y culturales contemplados en los tratados internacionales ratificados por Chile. Esto incluye el derecho a la libre iniciativa económica y a disfrutar de la propiedad de los bienes que se hayan adquirido legalmente, pero con límite en el interés general (con indemnizaciones justas en caso de limitación de ese derecho), junto a la creación de empresas públicas por ley simple y el derecho a la propiedad social y cooperativa. También debiera establecer el deber de contribuir equitativamente a las cargas públicas. La nueva Constitución debiera consagrar derechos culturales como la libertad de opinión, cátedra e investigación y establecer límites a la concentración de los medios de comunicación para asegurar la promoción de la cultura y el pluralismo de las ideas. Debiera consagrar el deber de contribuir al cuidado de la naturaleza y a la vida en el planeta y el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la protección de la biodiversidad, reafirmar la propiedad pública de los recursos del subsuelo y el pleno cobro del valor del eventual acceso privado a su uso sustentable, junto al carácter público del agua (cuyo acceso debe ser definido como un derecho humano), de los recursos del mar y del espectro radioeléctrico. Estos derechos y deberes fundamentales debieran tener estabilidad en su vigencia mediante la ratificación de modificaciones posteriores por dos legislaturas sucesivas, pero sin reglas supra-mayoritarias de aprobación. Estas no deben existir (como fue el caso de la Constitución de 1925) pues anulan la soberanía popular.
La nueva Constitución debiera establecer un régimen semi-presidencial, una convocatoria a referéndums en la definición eventual de aspectos básicos de algunas políticas públicas, la iniciativa popular de ley y la obligación de consulta social en su elaboración. Debe consagrar la autonomía regional y comunal en el ejercicio de todas las competencias públicas que no requieran ser ejercidas por órganos nacionales. La nueva Constitución debiera dejar a la ley, sin quórum supramayoritarios, la definición de las políticas económicas, sociales, ambientales y culturales (un detalle de algunos de estos aspectos se encuentra en http://library.fes.de/pdf-files/bueros/chile/14134.pdf), siempre en el marco del respeto y cautela de los derechos fundamentales.
Los escollos a evitar son, entonces, la pretensión, que la derecha debe definitivamente abandonar para ser parte de la legitimidad democrática, de mantener un poder de veto de minorías sobre las políticas públicas, cuya definición y ejecución deben tener el solo límite del respeto a los derechos fundamentales. En segundo lugar, se debe evitar la idea que la constitución sea la llamada a fijar las orientaciones o los mecanismos específicos de esas políticas, las que cabe definir a la ley y a la acción gubernamental y la de las administraciones territoriales autónomas en sus ámbitos respectivos de actuación y a través de autoridades electas democrática y periódicamente por los ciudadanos y ciudadanas.