¿El crecimiento a cualquier precio?
La economía chilena, que combina una esfera primario-exportadora que genera las divisas que permiten importar todo tipo de bienes y otra de producción de servicios que crea dos tercios del empleo, la mayor parte con bajas remuneraciones, entró, al terminar el ciclo de altos precios del cobre iniciado en 2004, en una fase de crecimiento lento. Este es del orden de 1-2% anual desde mediados de 2013. La inversión minera se desplomó y arrastró a la baja a la inversión en general, mientras las remuneraciones reales dejaron de crecer a tasas significativas. Además, la creación de empleo se hizo más lenta y el consumo de los hogares, la principal fuente de expansión de la demanda, se estancó. El gobierno decidió en 2016 y 2017 hacer caer la inversión pública, en uno de sus mayores errores de política económica, justo cuando más se necesitaba impulsarla para contrarrestrar el ciclo bajo de la inversión minera. Además decidió desatender la innovación y la diversificación futura estancando el presupuesto en investigación y desarrollo. Todo un clásico de los economistas ortodoxos, que tanto daño han provocado en tantas economías cuando el poder político los deja actuar, al punto que hasta el FMI ha ido cambiando sus enfoques procíclicos y reconocido la subestimación de los multiplicadores fiscales de las políticas ortodoxas (ver Olivier J. Blanchard y Daniel Leigh, Growth Forecast Errors and Fiscal Multipliers).
No poner en práctica una más fuerte política fiscal contracíclica, y por tanto hacer aún más lento el crecimiento, es el precio que las actuales autoridades económicas decidieron pagar para intentar evitar deterioros en la condición crediticia del país. Desde luego no lo lograron, pues la caída adicional del crecimiento fue mayor de lo que estimaron, lo que desmejoró los coeficientes de la deuda respecto al PIB (aunque no cabe exagerar, porque la evaluación del riesgo país sigue siendo muy buena, en especial por la credibilidad acumulada de la política fiscal contracíclica llevada a cabo desde el año 2000).
La evolución estructural de la economía chilena no es buena. Seguimos exportando un 60% de cobre, lo mismo que en 1970. La diversificación exportadora es mínima, no promovemos la producción de bienes con alguna sofisticación pues las utilidades obtenidas mediante rentas de los recursos naturales o mediante rentas monopólicas –incluyendo invertir en condicionar el sistema político- tienen una mucho mejor relación costo-beneficio para el gran empresariado que innovar buscando una mejor relación con sus trabajadores y con sus entornos ambientales y menos intentar ser parte de las cadenas dinámicas de agregación de valor en el mundo, con pocas y valorables excepciones. La productividad en la minería ha caído, por la baja de las leyes del mineral (se necesita remover más tierra para obtener la misma cantidad de cobre fino), mientras en los servicios la productividad nunca podrá crecer mucho. Chile requiere repensar sus factores de crecimiento futuro.
La respuesta de los economistas ortodoxos -dentro y fuera del gobierno- es la de siempre: promover el crecimiento de la gran inversión privada a cualquier precio. Nada de límites ambientales, nada de capacidades efectivas de negociación salarial: cualquier cosa que no sea apoyar los beneficios futuros de grandes grupos económicos internos o externos es “no tener al crecimiento como prioridad”. Efectivamente, habemos quienes no tenemos el crecimiento a cualquier precio como prioridad, sino la búsqueda del mayor bienestar posible para las mayorías. La pregunta de ¿crecimiento para quién? no puede ya dejar de hacerse en Chile sin inmutarse –ni ruborizarse- cuando sabemos que las rentas económicas ilegítimas de la gran minería privada del cobre en Chile (GMP-10) fueron estimadas en USD 120 mil millones por Sturla, Accorsi, López y Figueroa (2016) para el periodo 2005-2014, un 45% del PIB de 2014. Si esas rentas hubieran quedado en manos de todos los chilenos, como hacen países como Noruega con los excedentes de su industria petrolera –en vez de ser repatriadas como utilidades de las empresas mineras internacionales- se hubiera podido llevar a cabo un sustancial plan de inversión pública, de diversificación productiva y de transición energética.
Las autoridades ambientales que han impulsado el principio de preservación de un ecosistema marítimo único amenazado por la extracción minera, y que es un bien común que debe quedar a disposición de las nuevas generaciones, frente a un proyecto extractivo de oscura tramitación en el gobierno pasado, y que es un bien privado, son ahora objeto de una descalificación insólita por el sindicato de los economistas ortodoxos en el gobierno, encabezados por el ministro de Hacienda. La arrogancia de este club parece no tener límites ni pudor en el ejercicio de un poder que ya va terminando. Y no solo por el fin del actual gobierno, en el que han conseguido gran influencia al punto de esterilizar cualquier reforma significativa, sino porque el modelo de acumulación ilimitada ha terminado de fracasar en Chile pues no proveee ya su promesa principal: un crecimiento persistente del PIB.
¿Por qué no poner las prioridades donde deben estar? La primera prioridad es el bienestar y su maximización. El bienestar de los seres humanos no es la maximización del aumento del PIB por habitante, lo que se nos prometía ridículamente como “acceso al desarrollo” una vez que alcazaramos el nivel del de Portugal. El bienestar es otra cosa y depende de múltiples dimensiones, que incluyen la disposición de condiciones de libertad y seguridad y de no exposición a discriminaciones de género, étnicas, de pertenencia social o de orientación sexual, así como la inserción en la vida social en condiciones de igualdad justa de oportunidades y de capacidad de influir en las decisiones colectivas. El bienestar está también vinculado a dimensiones materiales como el ingreso personal y familiar básico que permite el acceso al consumo de bienes y servicios para una existencia humana digna; la provisión continua de servicios ecosistémicos en interacción con la actividad humana y la provisión de bienes públicos y equipamientos para la vida integradora en los territorios y comunidades.
En este contexto, Chile no puede ya seguir creciendo en base a la mera explotación de recursos naturales sin respetar a sus trabajadores, a sus comunidades y a sus ecosistemas, exponiéndose además sistemáticamente a ciclos económicos que desorganizan periodicamente la economía y la vida colectiva. Así de simple. Su nueva estrategia económica debe combinar crecimiento productivo, del empleo, de los ingresos laborales y un cambio de su matriz productiva y energética. El cambio de la matriz energética debe ser el gran dinamizador de la inversión, con el fin programado hacia 2050 de la generación eléctrica en base a combustibles fósiles y de su uso predominante en los sistemas de transporte, valorizando las energías renovables no convencionales en redes descentralizadas y distribuidas y en sistemas de transporte basados en la electro-movilidad y el transporte público, como ya lo hará Noruega en 2025, cuando entrará en vigencia la prohición de venta de automóviles a gasolina y diesel. Su uso no supone ya sobrecostos, o bien requiere subsidios “socialmente rentables”, que lo son desde luego mucho más que los subsidios a los combustibles fósiles de gran volumen persistentes en muchas situaciones y lugares en la producción y consumo de bienes y servicios.
Los programas de inversión verde deben ser el gran instrumento de una transformación social-ecológica como nueva estrategia de crecimiento, tanto en la reconfiguración urbano-territorial para permitir un crecimiento integrado de las ciudades como en la intensificación de los programas de redistribución de activos y de ingresos destinados a cerrar las brechas sociales. La apropiación social de las rentas monopólicas (incluyendo las de la banca) y de la renta que proviene de la extracción de recursos naturales (pero en condiciones social y ambientalmente pertinentes) debe contribuir a financiar las reconversiones y diversificaciones productivas que compensen la restricción de la inversión y actividad de los sectores tradicionales extractivistas, como el del proyecto Dominga. Una nueva estrategia de desarrollo equitativo debe utilizar con más intensidad mecanismos de impuestos y transferencias de carácter socialmente progresivo, orientarse a proveer mejores servicios públicos universales y coberturas sociales de riesgos en materia de enfermedad, vejez y desempleo, promover reglas de ordenamiento territorial y modificar los precios de mercado a través de impuestos verdes (a las emisiones de CO2 y al uso de combustibles fósiles y al uso del automóvil privado). Se trata tanto del decrecimiento relativo y absoluto del parasitismo financiero y comercial, del uso de las energías fósiles, de la economía de lo superfluo y la producción de bienes de obsolescencia programada, del urbanismo destructor de las comunidades, de las contaminaciones y depredaciones de los ecosistemas, como al mismo tiempo del crecimiento de la producción de bienes útiles y durables necesarios para satisfacer las necesidades humanas en condiciones de trabajo decente y no depredatorio de la biosfera, incluyendo el ahorro de energía y el uso de energías renovables no convencionales, los circuitos cortos de producción/consumo, la economía circular, la economía de los servicios a las personas (salud, cuidados a la infancia y a las personas de edad avanzada o con capacidades diferentes) y los servicios urbanos integradores de las comunidades de acuerdo a la variedad de capacidades/necesidades de cada territorio. Ese es un crecimiento que vale la pena, y no el de las mineras domingas.