La descentralización pendiente
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Una de las desigualdades más desoladoras es la que existe en Chile entre regiones, entre comunas y entre barrios, en medio de ciudades segmentadas y socialmente polarizadas. La concentración económica y el centralismo político-administrativo limitan el desarrollo e impiden echar raíces más profundas a la democracia. Las disparidades de desarrollo regional son enormes. El polo central del país –las regiones metropolitana, de Valparaíso y de O’higgins- concentraban un 62% del PIB en 2012, proporción que si bien es menor al 64% de 1970 es mayor que el 61% de 1992, mientras la región metropolitana pasó de una participación en el PIB de un 48% en 1970 a un 47% en 1992 y a un 49% en 2012, aumentando en el período reciente su peso en la economía. La persistencia del centralismo político puede simbolizarse, por su parte, en el anuncio de una nueva política de transporte para la comuna de Valparaíso, definida en Santiago por el Ministerio de Transportes, lo que es inimaginable en cualquier país desarrollado o en cualquiera de América Latina.
El nuevo ciclo político que pugna por abrirse en el país debiera permitir otorgar más poder a la ciudadanía para que participe en las decisiones que le atañen en su barrio, en su comunidad, en su territorio. Este no es sólo un tema de ampliación de la democracia y la equidad: diversos estudios demuestran una fuerte asociación entre crecimiento y grado de descentralización, medida en porcentaje del gasto público realizado por jurisdicciones subnacionales y proporción de autosuficiencia en los recursos. La descentralización fiscal es también un factor de eficiencia económica.
Pero Chile es un país históricamente centralizado desde su constitución como Estado-nación, que desconfía de sus territorios y de sus gentes, al punto que jamás ha tenido un proceso constituyente basado en la deliberación y la decisión popular. Aunque la Constitución de 1925 estableció que las leyes debían confiar paulatinamente a los organismos provinciales o comunales las atribuciones y facultades administrativas que ejercen otras autoridades, mientras estipuló la existencia de asambleas provinciales, éstas nunca se crearon, sin perjuicio de la labor de CORFO y luego de ODEPLAN en la promoción del desarrollo regional hasta 1973.
La descentralización en la transición
La dictadura militar concretó las ideas emanadas de CORFO desde los años 40 para crear regiones en sustitución de las antiguas provincias –sin tamaño ni capacidad administrativa suficiente para revertir la centralización económica y poblacional en Santiago y el polo central del país- y creó mecanismos presupuestarios de compensación territorial al establecer el Fondo Nacional de Desarrollo Regional y el Fondo Común Municipal, pero manteniendo una férrea discrecionalidad y centralización política y presupuestaria.
Un primer paso para darle vida autonómica concreta a las instituciones comunales y regionales sólo podía ocurrir a través de su democratización. Luego de un complejo proceso de negociaciones, en la administración Aylwin se establecieron las bases de las modificaciones constitucionales y legales en los ámbitos municipal y regional mediante un acuerdo firmado en agosto de 1991 entre el gobierno y todas las fuerzas representadas en el parlamento. Ello dio lugar a la reforma constitucional que estableció el carácter descentralizado, o desconcentrado en su caso, de la administración del Estado y consagró el carácter autónomo de los municipios, en el marco de las leyes, en tanto entidades encargadas de la administración local de cada comuna con órganos elegidos por los ciudadanos, incluyendo la supresión de todo nombramiento de alcaldes por el Presidente de la República. Al mismo tiempo, innovó al crear los gobiernos regionales en tanto entidades con personalidad jurídica y patrimonio propios.
La preferencia del primer gobierno post dictadura iba por una fórmula de elección directa de los consejeros regionales sobre la base de distritos provinciales, según consta en el proyecto de ley enviado al Congreso. En las condiciones de la época de capacidad de veto de la derecha, sólo se obtuvo una fórmula que preservó el carácter democrático-representativo del consejo regional por la vía indirecta, con su elección por votación del cuerpo de concejales municipales existentes en cada provincia. Se pudo llegar a la propuesta original de elección democrática recién en 2013, cuando se eligieron por primera vez los consejeros regionales por los ciudadanos.
Los órganos que componen el Gobierno Regional, tal como quedaron establecidos en la reforma constitucional de noviembre de 1991 y en la ley de Gobierno y Administración Regional de marzo de 1993, son el Intendente como su ejecutivo y el Consejo Regional como el ente llamado a hacer efectiva la participación de la comunidad regional. El papel dual del Intendente se expresa en que en éste están radicadas las funciones de Gobierno Interior y es además el órgano Ejecutivo del Gobierno Regional y, por lo tanto, el responsable del cumplimiento de las tareas vinculadas a la “administración superior” del desarrollo social, cultural y económico de la región. La ley contiene muchas otras funciones y atribuciones que se le otorgan al gobierno regional, pero el tiempo demostró que fueron más programáticas que reales, incluyendo un mecanismo de transferencia de competencias flexible que no se ha utilizado nunca desde su creación en 1993, sufriendo la misma suerte que las asambleas provinciales de la Constitución de 1925.
Se consagró como principal instrumento presupuestario para sustentar acciones de corrección de las disparidades regionales al Fondo Nacional de Desarrollo Regional, existente desde la década de 1970. Desde su creación se ha discutido darle a este fondo un porcentaje fijo del presupuesto nacional, pero muchos pensamos que lo esencial es asegurar su función de redistribución de capacidades regionales mediante inversión física, en capacidades humanas y en acceso al financiamiento. La lógica de otorgar porcentajes del presupuesto a funciones específicas, como la que subsiste en materia de compras militares, es contradictoria con la deliberación democrática periódica de prioridades, que es lo que debe asegurar un parlamento representativo.
Desde 1990 la primera tarea que se abordó fue modificar los criterios de distribución interregional del FNDR, los que hasta ese entonces no tenían una definición clara, excepto la de una repartición pareja por región de un 70% del total y un manejo discrecional de la autoridad de la proporción restante. Se identificó indicadores de disparidad de desarrollo y disminuyó la discrecionalidad del gobierno central. La Ley Sobre Gobierno y Administración Regional consagró en 1993 que a menor nivel de desarrollo de una región, mayor fuera su participación en la distribución del FNDR. A su vez, las decisiones de inversión del Gobierno Regional quedaron respaldadas por los ingresos que deriven del nuevo artículo 19 No 20 constitucional que permite a los gobiernos regionales aplicar tributos de clara identificación regional (el primero de los cuales fue un porcentaje de las patentes mineras…y luego no ha habido agregación de nuevos tributos regionales importantes, lo que debiera haber ocurrido desde luego con el royalty minero) y por los recursos que le otorgue anualmente la Ley de Presupuestos, la que contempla los gastos de funcionamiento de los gobiernos regionales, el monto del Fondo Nacional de Desarrollo Regional y los recursos de los Ministerios para solventar programas de inversión sectorial de asignación regional. No se regionalizó la inversión pública de “interés nacional”, es decir la que por su naturaleza afecta al conjunto de la actividad económica (grandes rutas, puertos, aeropuertos). Sin embargo, ésta puede ser objeto de proyección plurianual a través de “convenios de programación” que permiten a la región conocer y adecuar su programación a la totalidad de la inversión, mecanismo que no se ha utilizado con intensidad suficiente, mientras los Consejos Regionales han tendido a privilegiar proyectos locales sin inscripción en programas de inversión de largo plazo, lo que ha disminuido la capacidad de impacto de este mecanismo en el desarrollo regional, que en origen buscaba asegurar que el gobierno regional compatibilice la inversión propia (vía 19 No20 y FNDR), la inversión sectorial de asignación regional y la inversión en regiones de interés nacional. El decaimiento de las capacidades de planificación del desarrollo territorial de largo plazo en Chile, y el debilitamiento general de las capacidades estatales en manos de las ideas neoliberales que se han hecho predominantes, ha impedido que estos mecanismos cumplan la función para los que fueron creados.
Hacia una nueva etapa de redistribución del poder
Hay tareas de los Estados democráticos que tienen su espacio en la nación y sólo en la nación: la garantía de libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos, la creación de condiciones de equidad, la política económica y social, la defensa y el orden público, no pueden existir en una región o comuna y en otras no, en función de la diversidad local. Salvo preferir un esquema confederal y de democracia directa generalizada que, aunque tiene sus méritos, lleva a que, por ejemplo, en Suiza hubiese cantones que recién introdujeron el voto de la mujer en 1971, mientras el primer cantón en hacerlo lo había hecho en 1957, bastante después que Chile. Además, con personas, familias, clases sociales y territorios tan extremadamente desiguales como los existentes en Chile, una dispersión del poder estatal haría imposible toda redistribución y garantizar la existencia de derechos sociales. No quedaría nada del pacto social democrático si se permitiera una autonomía local absoluta -como a veces se escucha en voces irreflexivas- que permitiera autorizar, por ejemplo, la tortura o la pena de muerte o el no cobro de impuestos en una comuna porque así lo definió la ciudadanía local o el órgano autónomo de representación. Los feudalismos locales deben tener como límite el Estado democrático y social de derecho para asegurar la prevalencia del interés general. La historia muestra que la democracia sin la nación no logra sobrevivir o lo hace débilmente.
Establecida esta premisa, no tiene ningún sentido que un Estado democrático moderno mantenga los niveles absurdos de centralización política y presupuestaria que existen en Chile. Las tareas públicas se realizarían mucho mejor con una modalidad de gestión que combine unidades normativas y coordinadoras de nivel central ágiles y competentes y unidades ejecutoras descentralizadas. A nivel central, el ejecutivo podría cumplir mejor su rol de impulso de la cohesión nacional y social sobre bases democráticas y ser más eficiente y eficaz en la medida en que, además de ejercer su función normativa (establecer las leyes junto al parlamento y dictar reglamentos) y resolutiva sobre las grandes orientaciones de la política nacional, se organice en cuerpos más pequeños, más flexibles, más especializados en el impulso y coordinación de las diversas funciones públicas. Pero las democracias deben ir más allá: el ideal es que las jurisdicciones descentralizadas provean todos los servicios públicos que se puedan racionalmente descentralizar, en tanto lo hagan en condiciones similares en todo el territorio, pues no puede haber distintas clases de ciudadanos y distintos grados de garantía de derechos según se viva en uno u otro lugar.
La descentralización supone establecer un sistema de articulaciones de funciones en cuanto a los roles de los distintos niveles de administración. Diversas actividades no pueden ser ejecutadas o coordinadas a nivel local ni es necesario que sean asumidas por el nivel central. La administración supralocal y a la vez subnacional, bajo la forma de región y provincia, parece ser un nivel administrativo llamado a adquirir creciente relevancia en tanto no se fragmente como las antiguas provincias, que terminaron por no tener peso frente al polo central y a Santiago. Junto al logro ya conquistado de elegir a los consejeros regionales por voto universal, se debe ahora separar la función de representante del Presidente y la de jefe del gobierno regional, que debe emanar del sufragio universal. Ambas funciones deben ser distintas y complementarias en un Estado Unitario Descentralizado. El interés regional no es la mera suma de los intereses locales. En este contexto, parece natural la evolución hacia un esquema de Intendentes electos que asuman la presidencia del consejo regional y de sus entidades administrativas propias, con funciones diferenciadas del representante del Presidente de la República en la región. Esta figura es necesaria para coordinar en el territorio las tareas propias del gobierno central en materia internacional, de defensa, orden público, apoyo en catástrofes y redistribución económica, social, cultural, de género y de dotación de infraestructuras. La nominación de delegados presidenciales en el segundo gobierno de Michelle Bachelet para enfrentar emergencias va en el mismo sentido.
Los gobiernos regionales debieran rápidamente recibir desde el nivel central nuevas funciones y atribuciones en materia de desarrollo urbano y vivienda, de transporte (no tiene sentido que el Transantiago sea manejado por el gobierno central, por ejemplo), de fomento productivo y de medio ambiente. Toda la inversión asociada a territorios específicos (que la ley define como “inversión de interés regional”) debiera ser traspasada para decisión regional, mientras la inversión nacional en regiones debiera ser objeto de consulta y, en su caso, de inclusión en Convenios de Programación multianuales entre el gobierno central y los gobiernos regionales. Y también llegó la hora de que el nivel regional se haga cargo de la salud y la educación municipal y de diversas funciones de urbanismo, para aumentar la capacidad de reconfigurar el uso del territorio hacia una mayor integración, lo que debe incluir las áreas metropolitanas que la derecha se negó a crear en 1991. Una visión sin prejuicios no puede no considerar la evidencia que demuestra que estos servicios se disgregan y pierden eficiencia al ser gestionados en el nivel comunal en las condiciones territoriales de Chile
En efecto, en las sociedades espacialmente polarizadas como Chile se plantea un severo problema: la disparidad de recursos propios entre municipios. El municipio (o agrupaciones de estos cuanto no alcanzan -sobre todo en los espacios rurales- un mínimo crítico de capacidad de gestión y movilización de recursos) parece ser la entidad mejor habilitada para no sólo hacerse cargo de las tareas de gestión urbana básica (ejecución y control de las normas de uso del suelo, regulación del transporte, recolección y tratamiento de desperdicios, alumbrado público, mantención de áreas verdes y espacios recreativos, entre otros) sino también de la administración directa de una parte de las políticas estatales de inversión en capacidades humanas y de integración social y espacial. Pero siempre que no se mantenga la abismal diferencia de ingresos. Las transferencias intergubernamentales deben existir en tres situaciones: a) por existencia de “desbordes interjusrisdiccionales”, es decir efectos más allá del territorio local en los beneficios de la prestación local; b) por disparidad de las capacidades fiscales, especialmente el valor de la propiedad del suelo y c) por disparidad de los costos unitarios de prestar servicios, especialmente en la áreas rurales o periféricas. El Fondo Común Municipal es hoy un mecanismo en exceso complejo, en muchos aspectos obsoleto. Y en especial en su fundamento básico: no corrige demasiado las desigualdades de ingresos entre municipios. Este debe transformarse en un mecanismo de disminución de la disparidad de capacidades tributarias comunales y en un mecanismo de compensación de los sobrecostos de prestación de servicios y provisión de bienes públicos locales. Ello debe llevar al nivel central a fortalecer los mecanismos de redistribución fiscal por estas causales, para procurar que el poder de compra de servicios colectivos por habitante de las bases tributarias se aproxime razonablemente en cada entidad territorial.
Avanzar hacia una mayor autonomía fiscal en los municipios, particularmente en la aplicación de tasas (lo que es el fundamento de la descentralización fiscal y de la democracia local, que hoy solo rige para la patente industrial y comercial), requiere pasar de un sistema que redistribuye ingresos a un sistema que redistribuya bases tributarias, por un lado, y establezca un mecanismo de compensación por diferencias de situación de pobreza y ruralidad. Algunos alcaldes y concejos manejan aviones supersónicos, mientras otros conducen solo carretas de bueyes, porque de ese nivel es la diferencia en recursos por habitante de que disponen unas y otras comunas en Chile. Mantener estas diferencias no tiene otra justificación que los intereses creados, en el contexto de nuestra incapacidad colectiva de hacer del nuestro un país más justo.
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