La segunda presidencia de Michelle Bachelet en perspectiva
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Al iniciarse el siglo XXI parecía razonable proponerse dejar atrás los límites propios de la difícil transición iniciada en 1990, en medio de las secuelas traumáticas de una dictadura prolongada y de una transformación económica ultra-liberal que había hecho retroceder dramáticamente las capacidades públicas de llevar adelante políticas de desarrollo –como las que venían llevando adelante con mucho éxito países asiáticos con elites más lúcidas. El país estuvo entonces dispuesto a un cambio de liderazgo en la mayoría de centroizquierda gobernante hacia su vertiente socialdemócrata.
Redefinir las fronteras con un mundo empresarial cada vez más concentrado, rentista y reacio a la innovación social, con un gobierno enmarañado en una institucionalidad todavía decisivamente intervenida por enclaves no democráticos y con grandes espacios para la puja clientelista y las corruptelas, implicaba un esfuerzo que debía combinar audacia, prudencia y sobre todo persistencia. Y alejarse de la ramplona moda liberal, resistir la doctrina del Estado mínimo y proyectarse por un período largo para avanzar a un nuevo modelo de economía mixta, competitiva y con una fuerte inversión en innovación y protección social, que dejara atrás la tendencia simultánea al estancamiento de la productividad y la reproducción de desigualdades. Lagos se encaminó en esa tarea no sin dificultades y avances y retrocesos, como es propio de todo proceso político y logró en todo caso la continuidad de su coalición. En la concepción de algunos de nosotros, se trataba que gobernasen los portadores de un proyecto socialdemócrata (articulado con los aportes progresistas socialcristianos), alternándose los liderazgos de Lagos y Bachelet en sucesivos gobiernos, pues la tarea, por su ambición y complejidad, era definitivamente de largo plazo y necesitaba de liderazgos articulados y convocantes.
Pero se produjo una cierta pérdida de enfoque de largo plazo, con un doble problema: en aras del culto a la “táctica de evitarse flancos” y en medio de la siempre persistente presión del poder económico corporativo, desde fuera y desde dentro, se atenuó la tarea de transformación económica y social y en el caso del primer gobierno de Bachelet se desecharon iniciativas de reformas progresivas tributarias, laborales y educacionales, realizándose sólo una limitada reforma de pensiones y un avance en el cuidado infantil. Además, se descuidó la mantención de la diversidad de la coalición de gobierno, con la consecuencia de divisiones en tres de sus cuatro partidos y la pérdida de mayoría parlamentaria. Proliferaron las maniobras de control político de corto alcance por grupos de poder sin proyecto y se privilegió asegurar la posterior reelección de Bachelet, aunque se perdiera en 2009 con una opción no competitiva, sin una oferta que atendiera las expectativas de mejor distribución del bienestar, calidad de vida y regulación seria de los abusos provocados por la creciente concentración económica.
Se produjo una división evitable en la contienda presidencial y la llegada al gobierno de una derecha sociológicamente minoritaria pero políticamente a la ofensiva.
En los cuatro años siguientes, el fracaso del gobierno de Piñera para dar cuenta de las crecientes demandas de la sociedad, junto a los méritos de Bachelet y su tipo de liderazgo que mezcla distancia (de los partidos y la política) y cercanía (con las aspiraciones del ciudadano común), le permitieron mantener una fuerte popularidad, recomponer una coalición desde la DC al PC, lo que ha sido un notable éxito de su parte, y realizar una oferta política de reformas constitucionales, tributarias y educacionales. Ganó sin dificultades la elección frente a una derecha derrumbada, pero con menos votos absolutos que en 2006, con una sociedad más escéptica y con un diseño programático que admite dudas en su orientación final (¿la nueva constitución tendrá legitimidad popular?; ¿la reforma tributaria será progresiva?; ¿se seguirá permitiendo sobreutilidades rentistas enormes en el cobre, la banca, los servicios regulados?; ¿se ampliará la negociación colectiva?; ¿la gratuidad educativa y en salud seguirá alimentando utilidades ilegítimas de operadores privados?).
Dificultades más o dificultades menos en la puesta en marcha del nuevo equipo, donde parece haber faltado más atención a los conflictos de interés que tanto han deteriorado la fe pública en las instituciones, la presidenta Bachelet merece un fuerte apoyo de su campo político –que incluye la proposición constructiva y la crítica democrática, no siempre bien recibidas por una cultura jerárquica y con fruición por el secreto – si se considera las aspiraciones colectivas que encarna y la gravedad de su eventual frustración. Frente al escepticismo de que es poco lo que se puede hacer desde el gobierno, Michelle Bachelet tiene inevitablemente en su segunda presidencia el desafío y la oportunidad de promover la recomposición democrática de las instituciones, el otorgamiento de más derechos a los ciudadanos, incluyendo el matrimonio igualitario y el aborto terapéutico, la realización de reformas equitativas en educación y salud, el avance en descentralización y ordenamiento sustentable del territorio y las ciudades, así como de presentar una oferta de autonomía creíble para el mundo mapuche. También tiene la oportunidad y la necesidad de dar pasos para avanzar a una economía más competitiva e innovadora, que aborde una transición energética hacia fuentes renovables en el marco de una política industrial moderna y desarrollista, una nueva relación laboral basada en la negociación colectiva y una nueva distribución de los ingresos a la que contribuya una tributación progresiva. En suma, el desafío de volver a retomar objetivos de largo plazo y proyectar la interrumpida marcha hacia un nuevo modelo de sociedad democrática, inclusiva, sustentable y progresista propia del siglo XXI.
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