Avances y retrocesos en el debate tributario


Desde 1990 se viene desenvolviendo una disputa no resuelta sobre los tributos en Chile. La herencia dejada por los economistas neoliberales asociados a la dictadura militar fue la de una carga tributaria de 17,8% sobre el PIB en 1987 y de sólo 13,8% en 1990, es decir, un nivel haitiano o centroamericano. En 2012,  llegó  apenas a 17,4%, de modo que está claro que estos economistas y los intereses que representan hasta aquí han ganado la batalla y, más aún, lograron ampliar la audiencia para la tesis de mantener baja la carga tributaria y disminuir la progresividad de los impuestos directos (los que se aplican a los ingresos) en favor de los impuestos indirectos planos (los que se aplican a las ventas). Según su visión, de ese modo se producirían menos “distorsiones y pérdida de eficiencia” en la asignación de recursos, aun al precio de aumentar la regresividad de los impuestos, lo que se compensaría con un mayor crecimiento que beneficiaría a todos.

Los economistas neoclásicos menos dogmáticos y las corrientes keynesianas y críticas sostienen que esas distorsiones son inexistentes o de baja significación y que con poca tributación deja de invertirse lo necesario en infraestructuras, educación y tecnologías y, por tanto, se afecta el crecimiento. Diamond  –Premio Nobel de economía en 2010– y Saez (Journal of Economic Perspectives, 2011, 25:4) insisten, por ejemplo, en que los ingresos muy altos debieran estar sujetos a tasas marginales de impuesto crecientes y a tasas mayores que la política estadounidense actual y mencionan un rango óptimo de 48 a 76% de tasa más alta del impuesto a la renta. Sostienen, además, que los ingresos de capital pueden ser objeto de una tributación significativa sin que esto provoque disminuciones relevantes de la inversión (actualmente el que se aplica a las utilidades es de 35% en Estados Unidos, sustancialmente más alto que el 20% de Chile, y no constituye crédito del impuesto a la renta). Recordemos que Roosevelt estableció en 1937 una tasa máxima de 79%, que pasó en 1942 a 88% y a 94% en 1944. Se estabilizó en 90% hasta los años sesenta y luego en 70% hasta mediados de los años ochenta. Durante cerca de medio siglo, la tasa superior promedio fue de 81%, sin que se tenga noticia de que el  capitalismo norteamericano haya quebrado en ese período, que fue el de su mayor dinamismo. En Europa, entre los años cuarenta y noventa las tasas máximas oscilaron entre 50 y 70%, con excepción de Alemania entre 1947 y 1949, en que subió a 90%. Eran los tiempos de construcción de infraestructuras, sistemas educativos y de sistemas de protección social que pocos discutían, con excepción de Friedman y Hayek. Contrariamente a todas las afirmaciones de la ortodoxia liberal en materia de teoría de la tributación, frecuentemente trasladadas a la prensa como si fueran una evidencia irrefutable, ningún estudio ha demostrado que los ricos trabajen o inviertan menos cuando los impuestos que los afectan son importantes (Saez, Semrod, Giertz, 2011, Journal of Economic Literature, 49:1).

El argumento de que una reforma con estas características disminuiría la inversión y, por tanto, el crecimiento, sobre la base de la idea de que los inversores dejarían de mantener su esfuerzo o se irían del país, no tiene sustento. En Chile mantenemos diversas desgravaciones sustanciales e injustificadas de los ingresos y ganancias de capital. Tampoco es razonable que la situación internacional se constituya en argumento para no promover una mayor recaudación del impuesto de primera categoría en el corto plazo y viabilizar un gran acuerdo sobre la educación, junto al inicio de una reforma tributaria estructural.

Por lo demás, los datos disponibles indican que en los países de la OCDE los impuestos indirectos pasaron de representar el 36% del total en 1965 al 30% en la actualidad, en beneficio de los impuestos directos. Las economías desarrolladas aumentaron en medio siglo el peso de los impuestos progresivos –aunque las tasas máximas bajaron– en vez de disminuirlos, gracias a sus sistemas democráticos en los que la equidad tributaria importa. En Chile, los impuestos indirectos han sido tradicionalmente muy altos, reflejando el dominio secular de los intereses de los sectores de altos ingresos, los que pagan proporcionalmente menos impuestos que los más pobres, como ocurre en muchos países de América Latina. En 1960 los impuestos indirectos representaban el 62% del total. En 1970 habían bajado al 58% del mismo, entre otros factores gracias al impuesto al patrimonio introducido por Frei Montalva. Cerca del término de la dictadura, hacia 1988 la proporción había vuelto a subir a cifras superiores al 80%. La reforma tributaria de 1990 se propuso reequilibrar las cosas y llevó la carga tributaria del 13,8 al 16,2% del PIB y la proporción de impuestos indirectos de 82 a 76% en 1992. En 2012 las cifras fueron de 17,4% del PIB y 58,2% del total, respectivamente, es decir, se volvió al nivel de 1970 en materia de peso de los tributos indirectos gracias a la mayor tributación de las empresas del cobre. Pero estamos todavía muy lejos del 30% prevaleciente en la OCDE.

En Chile los impuestos directos sobre las rentas de las empresas y sobre los ingresos de las personas físicas representaban sólo el 7,3% del PIB en 2012, mientras los impuestos a la renta alcanzan un 12,5% promedio en la OCDE. Y hasta un 29,2% en Dinamarca, país que creó el impuesto progresivo a la renta en 1870 y que no es exactamente “un país quebrado por tributos que impiden la inversión y en donde el capital huye apenas tiene la oportunidad de hacerlo”, según debiera ocurrir de acuerdo a la narrativa neoliberal. Es más bien uno de los países más ricos –60 mil dólares por habitante– y dinámicos –con una fuerte industria de aerogeneradores y productos farmacéuticos y biotecnológicos–, pero también más igualitarios del mundo.

Los ingresos tributarios son inequitativos y bajos en Chile por razones sociopolíticas: se imponen en el sistema de representación los intereses de los más ricos. Estos ingresos equivalen a un promedio de 17% del PIB en el último quinquenio (a lo que cabe agregar entre un 1,8% a 5,7% de ingresos por cobre, según los años), contra un promedio de 34% en la OCDE en 2011 (cuyos rangos van desde un 24% en EE.UU., 26% en Corea, 27% en Australia, 28% en Irlanda, en la parte baja de la distribución, hasta un 42% en Francia y Finlandia, 44% en Bélgica y Suecia y 48% en la mencionada Dinamarca, en la parte alta de la misma). La cifra chilena es además mucho menor que la de varios de estos países cuando tenían un PIB por habitante similar al nuestro, los que a su vez mantenían diferencias importantes entre sí que reflejaban los distintos niveles de preferencia por provisión de bienes públicos. Los tributos siempre han reflejado las opciones de la sociedad y no son una variable “técnica” asociada a un nivel de PIB por habitante determinado, como nos quiere hacer creer la mayoría de los economistas chilenos que, con sus banalidades ideológicas nunca sustentadas en hechos, no honran una disciplina bastante discutible, pero que suele ser más rigurosa cuando sus cultores son más serios.

El nuevo gobierno ha anunciado una reforma tributaria con una meta recaudatoria de 3% del PIB, que nos pondría todavía muy por debajo de EE.UU. y Corea del Sur y muy lejos de los países que recaudan más impuestos para financiar bienes públicos que aumentan sustancialmente la modernización de sus economías y el bienestar de su población. Esta meta se descompone en 2,5% del PIB proveniente de cambios a la estructura tributaria; y 0,5% del PIB, de medidas que reducen la evasión y la elusión. Se propone elevar la tasa del impuesto a las utilidades de las empresas de 20% a 25%, el que seguiría operando como un anticipo de los impuestos personales. Los dueños de las empresas deberían tributar por la totalidad de las utilidades  y no sólo sobre las que retiran. Esta medida  terminaría con el actual mecanismo del Fondo de Utilidades Tributables (FUT). Estaría acompañada  por la  reducción de la tasa máxima de los impuestos personales del 40% actual a un 35% y también de un mecanismo de depreciación Instantánea: las empresas podrían descontar íntegramente de las utilidades la inversión total del año en curso. Todo al cabo de cuatro años, cuando la actual administración ya no gobierne: otra eventual mayoría simplemente podría suspender la reforma, con toda legitimidad, por lo demás, configurándose una situación un tanto curiosa que haría inútil toda la actual discusión. Esperemos que el gobierno y el Parlamento legislen para su período de ejercicio en materia de ingresos y gastos públicos, lo que parece una forma de gobernar un poco más usual.
Otro tema a abordar es que la reforma tendría un efecto incierto en la recaudación. 

Recordemos que en Chile se cobra periódicamente como anticipo este impuesto sobre la base del flujo de caja de la empresa y luego lo pagado se imputa como crédito al pago anual de impuesto a la renta personal o al impuesto adicional que pagan las empresas extranjeras que repatrian utilidades. Pero la reducción de la tasa marginal del impuesto global complementario de 40 a 35% reduce a la postre la recaudación fiscal, compensando en parte, con un aporte directo a los bolsillos de los más ricos de Chile, el efecto del alza del impuesto de primera categoría. La propia SOFOFA ha estimado que la recaudación será inferior a la prevista. Se plantea además un problema político. Si los parlamentarios de la Nueva Mayoría no aprobaron la rebaja de Piñera de 40% a 36% del impuesto marginal a la renta en 2012, no resulta muy coherente que deban en 2014 aprobar una rebaja todavía mayor, de 40% a 35%…

Lo que sigue estando detrás de todos estos enfoques es la idea del “flat tax” de Milton Friedman, es decir, de equiparar el impuesto a la renta y a las utilidades de las empresas, terminando con la progresividad de los impuestos. No se entiende bien de qué manera esto colaboraría con la disminución de la inequidad en Chile.

Tampoco se entiende bien el sentido de introducir el mecanismo de depreciación instantánea para todas las empresas. Las más beneficiadas serían las intensivas en capital, en especial las grandes mineras, cuyo misérrimo royalty en 2014 volvió a tasas de 4-5% hasta 2018.

Una reforma tributaria estructural debiera separar el impuesto a las utilidades del impuesto a los ingresos personales. Las empresas debieran pagar por los bienes públicos que concurren a la generación de su renta (infraestructura, formación, salud y transporte de los recursos humanos que emplea) y por las externalidades negativas que generan, por lo que se justifica tanto un impuesto a las utilidades (un 25%, que podría ser menor para las empresas de menor tamaño, sería todavía muy inferior al 35% de Estados Unidos) y adicionalmente, cuando es aplicable, pagar un royalty que cubra efectivamente el precio de uso de los recursos naturales que no pertenecen a la empresa que los explota. Las personas de más ingresos deben pagar proporcionalmente más que las de menos ingresos y se debiera ir manteniendo al menos el rango de 0 a 40% según tramos de ingreso actual, pues disminuirle el impuesto a los ingresos de los más ricos no tiene francamente ningún sentido. Se justifica, además, aumentar el impuesto adicional de 35% que pagan las empresas que transfieren utilidades al extranjero a un 40%, para igualar así la tasa marginal del impuesto a la renta y aumentar el aporte de la industria minera, sin modificar el royalty, sujeto desgraciadamente –por un grave error del anterior gobierno y Parlamento– a invariabilidad hasta el 2023. Una opción de este tipo podría permitir aliviar en parte el IVA, por ejemplo, a los alimentos y a la cultura, que impacta especialmente a los sectores medios y de bajos ingresos, antes que, como ha sido propuesto por algunos parlamentarios, bajar el impuesto a los combustibles, único impuesto ecológico en Chile, que además no pagan los pobres y que se justifica plenamente, aunque resulte irritante la continua alza de los combustibles, cuyo origen es externo (precio del petróleo) y que no tiene sentido subsidiar.

El argumento de que una reforma con estas características disminuiría la inversión y, por tanto, el crecimiento, sobre la base de la idea de que los inversores dejarían de mantener su esfuerzo o se irían del país, no tiene sustento. En Chile mantenemos diversas desgravaciones sustanciales e injustificadas de los ingresos y ganancias de capital. Tampoco es razonable que la situación internacional se constituya en argumento para no promover una mayor recaudación del impuesto de primera categoría en el corto plazo y viabilizar un gran acuerdo sobre la educación, junto al inicio de una reforma tributaria estructural. Lo que corresponde es que de una vez el Estado reparta más equitativamente las cargas públicas y capture e invierta las rentas del cobre y las sobreutilidades monopólicas en programas eficientes de incremento de la productividad y la sustentabilidad y de mejoramiento de la equidad y la protección social. Esto haría de Chile una sociedad un poco más decente y un poco más civilizada.

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