La tarea de la oposición: repensar una visión de Chile
El gobierno de derecha va mostrando signos de desgaste, propios de los intereses que representa y de un ejercicio individualista del poder que, al parecer, empieza a ahogar hasta a su propia coalición. La oposición debe ahora proponerse volver a ser alternativa sobre la base de rediscutir con los ciudadanos su visión de país, no pontificando sino con diálogo y cultivando la diversidad que le es propia, la que no solo no le debe impedir actuar en conjunto sino ser parte de su visión de Chile como país plural.
La izquierda progresista debe proponerse, por su parte, fundar un nuevo proyecto de transformación democrática e igualitaria en las condiciones del Chile actual que sea una auténtica mejoría respecto al modelo de capitalismo neoliberal instaurado después de 1973 y que ahora se propone remozar en nuevas condiciones el gobierno de Piñera. Y también respecto a los cambios realizados en los 20 años de Concertación. A pesar de innegables avances, esta no logró plasmar instituciones cabalmente democráticas (en ninguna democracia la minoría tiene un poder de veto como en Chile, lo que anula la soberanía popular), disminuir las desigualdades de ingresos y de oportunidades ni consagrar un Estado Democrático y Social de Derecho propiamente tal. Lo que en su momento fueron limitaciones propias de una transición pactada, que debían ser superadas en base a un proceso de acumulación de fuerzas y de persistente pedagogía política, se transformó en acomodo descarnado frente a la democracia restringida que concibió la derecha autoritaria al amparo de la dictadura militar y luego logró mantener en diversos aspectos mediante su veto a cambios constitucionales y de régimen electoral suficientes después de 1990. Esa victoria institucional, fruto de una debilidad de la convicción política y de la reconversión de algunos a la religión de los consensos e incluso en “agentes del mercado”, permitió a la derecha cautelar un poder económico cada vez más concentrado, solo compensado por contrapesos regulatorios y de política social importantes y que deben ser defendidos con energía, pero magros frente al objetivo de avanzar hacia una democracia social en forma.
La nueva democracia a construir debe ser el espacio y límite de la acción en favor de los derechos de los que viven de su trabajo, de los derechos de la mujer, de los derechos de los pueblos originarios, de los derechos de las nuevas generaciones a que no se destruya el medio ambiente, así como de los derechos de las minorías sexuales. Esta democracia debe ser participativa, con una fuerte democracia local y regional, en una sociedad pluralista en la que se cultive la tolerancia de las ideas ajenas y se respete las reglas del juego democrático, en el gobierno y en la oposición, con ciudadanos informados -que tengan a su disposición medios de comunicación plurales- llamados a dirimir periódicamente las opciones e intereses presentes en la sociedad en base al principio de mayoría y de respeto de las minorías. Toda izquierda auténtica es contraria a la dominación burocrática y a la hipertrofia del Estado y defiende el ejercicio de las libertades como condición para conquistar derechos igualitarios y un orden social justo y jamás se niega al diálogo con los propios, con los cercanos y, en determinados casos, especialmente para discutir reglas del juego democrático, incluso con los adversarios.
La visión de la izquierda moderna debe afirmar, frente a los que hicieron de necesidad virtud, que considera obsoletas las instituciones de la transición y que luchará por una nueva Constitución con una visión de desconcentración del poder y de control por la sociedad de los órganos del Estado y del poder económico. El parlamento debe fortalecerse y componerse de un modo congruente con la orientación del ejecutivo mediante un sistema electoral que refleje a las mayorías, que represente a las minorías políticas significativas y que consagre un mecanismo de primarias para la selección de candidatos en los partidos y coaliciones. La tarea es cambiar las instituciones parlamentarias heredadas para dejar atrás el sistema de acuerdos entre las directivas partidarias para repartirse el poder (más allá de las intenciones individuales de los dirigentes: el que esto escribe puede dar testimonio al respecto), de empate y negación de la soberanía popular y de sus opciones mayoritarias. Esto ha sido una fuente de parálisis política que ha anulado la agenda de transformaciones sociales y culturales de la izquierda y de alejamiento de la opinión pública de la que debiera ser su principal institución representativa, el parlamento. A la vez, debe confiarse en el diálogo social y establecerse mecanismos periódicos y amplios de debate y acuerdo entre gobierno, trabajadores y empleadores para deliberar sobre las opciones de política pública en materia económico-social.
Como parte del avance progresivo a una democracia participativa y descentralizada, una nueva Constitución debe reconocer que el espacio institucional regional y local debe robustecerse para obtener más autonomía en los asuntos que le competen, elegirse democráticamente y establecer el mecanismo de primera y segunda vuelta para elegir alcaldes y presidentes de gobiernos regionales.
La visión de izquierda moderna no puede seguir sometiéndose al veto conservador que se niega a reconocer que las mujeres tienen derechos igualitarios y además derechos que les son específicos, entre los cuales está el derecho a la interrupción del embarazo cuando así lo aconseje su salud física y mental, y desde luego en caso de violación e incesto. Los conservadores tampoco aceptan la libertad de preferencia sexual y el respeto que todo ser humano merece más allá de sus opciones individuales en tanto no dañen a otros. El derecho a no ser arbitrariamente discriminado en materia social, sexual, de género y condición étnica no debe de aquí en adelante ser subordinado al juego de las alianzas políticas con el centro conservador y sus vetos arbitrarios.
La izquierda moderna que ahora debe emerger debe dejar de someterse a las ideas neoliberales. Debe cesar de ser una mera defensora vergonzante de la economía de mercado, a la que algunos se han arrimado por un pragmatismo inaceptable. Nadie con convicciones de izquierda, por tenues que estas sean, es partidario de la economía de libre mercado: esa es simplemente una contradicción en los términos. Ha habido una izquierda centralizadora y burocrática: ha sido condenada por la historia. Las izquierdas democráticas han promovido una economía mixta, con un rol productor y regulador del Estado más allá de los mercados, y deben seguir haciéndolo con una visión moderna y universalista. La derecha es la que defiende el capitalismo (entendido como el dominio concentrado del poder económico sobre la sociedad y la política) y promueve políticas neoliberales de minimización del Estado y de negación del interés general a través de la mercantilización generalizada de la vida colectiva, en la que termina prevaleciendo el más fuerte. Y a ese sistema y a esas políticas es contraria la izquierda moderna y también el progresismo de centro que defiende la distribución equitativa de la riqueza y los ingresos, la protección social frente a los riesgos y la defensa de la naturaleza. Los mercados no deben suprimirse, pero deben funcionar en beneficio del interés general y en el de las futuras generaciones. Cuando no es el caso, deben ser regulados y controlados por las autoridades públicas democráticas y por la sociedad organizada.
Para la oposición, reafirmar valores, contrastarlos lealmente cunado estos difieren y reconstruir una visión de un Chile plural es una de las tareas prioritarias para que el actual gobierno sea un paréntesis. Pero un paréntesis entre una larga transición imperfecta y un nuevo proceso de acelerado avance hacia una democracia social moderna. Volver a más de lo mismo no debiera tener sentido para nadie.
La izquierda progresista debe proponerse, por su parte, fundar un nuevo proyecto de transformación democrática e igualitaria en las condiciones del Chile actual que sea una auténtica mejoría respecto al modelo de capitalismo neoliberal instaurado después de 1973 y que ahora se propone remozar en nuevas condiciones el gobierno de Piñera. Y también respecto a los cambios realizados en los 20 años de Concertación. A pesar de innegables avances, esta no logró plasmar instituciones cabalmente democráticas (en ninguna democracia la minoría tiene un poder de veto como en Chile, lo que anula la soberanía popular), disminuir las desigualdades de ingresos y de oportunidades ni consagrar un Estado Democrático y Social de Derecho propiamente tal. Lo que en su momento fueron limitaciones propias de una transición pactada, que debían ser superadas en base a un proceso de acumulación de fuerzas y de persistente pedagogía política, se transformó en acomodo descarnado frente a la democracia restringida que concibió la derecha autoritaria al amparo de la dictadura militar y luego logró mantener en diversos aspectos mediante su veto a cambios constitucionales y de régimen electoral suficientes después de 1990. Esa victoria institucional, fruto de una debilidad de la convicción política y de la reconversión de algunos a la religión de los consensos e incluso en “agentes del mercado”, permitió a la derecha cautelar un poder económico cada vez más concentrado, solo compensado por contrapesos regulatorios y de política social importantes y que deben ser defendidos con energía, pero magros frente al objetivo de avanzar hacia una democracia social en forma.
La nueva democracia a construir debe ser el espacio y límite de la acción en favor de los derechos de los que viven de su trabajo, de los derechos de la mujer, de los derechos de los pueblos originarios, de los derechos de las nuevas generaciones a que no se destruya el medio ambiente, así como de los derechos de las minorías sexuales. Esta democracia debe ser participativa, con una fuerte democracia local y regional, en una sociedad pluralista en la que se cultive la tolerancia de las ideas ajenas y se respete las reglas del juego democrático, en el gobierno y en la oposición, con ciudadanos informados -que tengan a su disposición medios de comunicación plurales- llamados a dirimir periódicamente las opciones e intereses presentes en la sociedad en base al principio de mayoría y de respeto de las minorías. Toda izquierda auténtica es contraria a la dominación burocrática y a la hipertrofia del Estado y defiende el ejercicio de las libertades como condición para conquistar derechos igualitarios y un orden social justo y jamás se niega al diálogo con los propios, con los cercanos y, en determinados casos, especialmente para discutir reglas del juego democrático, incluso con los adversarios.
La visión de la izquierda moderna debe afirmar, frente a los que hicieron de necesidad virtud, que considera obsoletas las instituciones de la transición y que luchará por una nueva Constitución con una visión de desconcentración del poder y de control por la sociedad de los órganos del Estado y del poder económico. El parlamento debe fortalecerse y componerse de un modo congruente con la orientación del ejecutivo mediante un sistema electoral que refleje a las mayorías, que represente a las minorías políticas significativas y que consagre un mecanismo de primarias para la selección de candidatos en los partidos y coaliciones. La tarea es cambiar las instituciones parlamentarias heredadas para dejar atrás el sistema de acuerdos entre las directivas partidarias para repartirse el poder (más allá de las intenciones individuales de los dirigentes: el que esto escribe puede dar testimonio al respecto), de empate y negación de la soberanía popular y de sus opciones mayoritarias. Esto ha sido una fuente de parálisis política que ha anulado la agenda de transformaciones sociales y culturales de la izquierda y de alejamiento de la opinión pública de la que debiera ser su principal institución representativa, el parlamento. A la vez, debe confiarse en el diálogo social y establecerse mecanismos periódicos y amplios de debate y acuerdo entre gobierno, trabajadores y empleadores para deliberar sobre las opciones de política pública en materia económico-social.
Como parte del avance progresivo a una democracia participativa y descentralizada, una nueva Constitución debe reconocer que el espacio institucional regional y local debe robustecerse para obtener más autonomía en los asuntos que le competen, elegirse democráticamente y establecer el mecanismo de primera y segunda vuelta para elegir alcaldes y presidentes de gobiernos regionales.
La visión de izquierda moderna no puede seguir sometiéndose al veto conservador que se niega a reconocer que las mujeres tienen derechos igualitarios y además derechos que les son específicos, entre los cuales está el derecho a la interrupción del embarazo cuando así lo aconseje su salud física y mental, y desde luego en caso de violación e incesto. Los conservadores tampoco aceptan la libertad de preferencia sexual y el respeto que todo ser humano merece más allá de sus opciones individuales en tanto no dañen a otros. El derecho a no ser arbitrariamente discriminado en materia social, sexual, de género y condición étnica no debe de aquí en adelante ser subordinado al juego de las alianzas políticas con el centro conservador y sus vetos arbitrarios.
La izquierda moderna que ahora debe emerger debe dejar de someterse a las ideas neoliberales. Debe cesar de ser una mera defensora vergonzante de la economía de mercado, a la que algunos se han arrimado por un pragmatismo inaceptable. Nadie con convicciones de izquierda, por tenues que estas sean, es partidario de la economía de libre mercado: esa es simplemente una contradicción en los términos. Ha habido una izquierda centralizadora y burocrática: ha sido condenada por la historia. Las izquierdas democráticas han promovido una economía mixta, con un rol productor y regulador del Estado más allá de los mercados, y deben seguir haciéndolo con una visión moderna y universalista. La derecha es la que defiende el capitalismo (entendido como el dominio concentrado del poder económico sobre la sociedad y la política) y promueve políticas neoliberales de minimización del Estado y de negación del interés general a través de la mercantilización generalizada de la vida colectiva, en la que termina prevaleciendo el más fuerte. Y a ese sistema y a esas políticas es contraria la izquierda moderna y también el progresismo de centro que defiende la distribución equitativa de la riqueza y los ingresos, la protección social frente a los riesgos y la defensa de la naturaleza. Los mercados no deben suprimirse, pero deben funcionar en beneficio del interés general y en el de las futuras generaciones. Cuando no es el caso, deben ser regulados y controlados por las autoridades públicas democráticas y por la sociedad organizada.
Para la oposición, reafirmar valores, contrastarlos lealmente cunado estos difieren y reconstruir una visión de un Chile plural es una de las tareas prioritarias para que el actual gobierno sea un paréntesis. Pero un paréntesis entre una larga transición imperfecta y un nuevo proceso de acelerado avance hacia una democracia social moderna. Volver a más de lo mismo no debiera tener sentido para nadie.
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